¿Cuál es la frontera que separa lo vivido de lo imaginado o
lo supuesto? ¿Es siempre clara esa separación para el que escribe? ¿Dónde
acaban las memorias y empieza la ficción? ¿Condicionan estas preguntas los
métodos, la voz, la elección de los recuerdos? Sobre estas 3 preguntas,
fundamentales en la literatura del yo, que se desarrolló por mucho tiempo al
abrigo de la autoficción, aunque cada vez son más las opiniones que exigen más
cercanía entre la voz narradora y el autor, se erige el libro-testimonio Entre
ellos (2017) de Robert Ford (1944), dedicado a sus padres.
Ford ya era un conocido autor realista cuando se decidió a publicar
estas memorias —una de ellas, la de la madre, elaborada mucho tiempo antes,
aunque en el libro figure en la segunda mitad—. Se le consideraba uno de los
puntales del dirty realism junto a Tobias Wolff (1945) y Raymond Carver
(1938-1988). Había publicado la trilogía protagonizada por Frank Bascombe: El
periodista deportivo (1986), El Día de la Independencia (1990) y Acción
de Gracias (1996), todas ellas con una notable carga autobiográfica, su
particular contribución a la gran novela americana desde una perspectiva
autoficcional.
Y, sin embargo, en el texto que dedica a sus padres se
decanta por quedarse con los hechos y alejarse de las suposiciones, o de las
invenciones de la ficción. Delimita claramente la frontera entre la ficción y
la no ficción. Y nunca se adentra en el terreno de la imaginación para narrar la
historia de los recuerdos de sus padres. Elige las preguntas justas que le
permitan reconstruir la historia y no inventarla (p. 17). Adopta una serie de
consideraciones previas que alcanzan hasta el epílogo: “he tratado de no hacer
grandes reivindicaciones de mis padres. En todo caso, he intentado ser cauto,
de forma que mi propio acto de contar sus cosas y su influencia en mí no
distorsione quiénes eran realmente.” (p. 155) Y las lleva a la práctica: “caer
en la cuenta de que no se sabe todo es una actitud respetuosa, […] Mientras que
si uno no sabe o solo se conjetura acerca de la vida del otro, se libera esa
vida para que pueda ser más de lo que en realidad es.” (p. 28) Y eso le lleva a
lúcidas reflexiones sobre la naturaleza de la memoria: “El tiempo recordado
suele moverse y vagar.” (p. 52) Y de la vida: “es lo que sucede lo que
importa, mucho más que lo que la gente, incluido uno mismo, piense sobre lo que
sucede antes o después. Solo importa, o importa más que nada, lo que hacemos.”
(p. 122) Y a darse cuenta de las limitaciones: “Lo gozoso que podía resultarle
yo, lo gozoso que era para él tener un hijo, es algo que no puedo saber.” (p.
69) Además de la relación con los progenitores: “Los padres —por encerrados que
estemos en nuestras vidas— nos conectan íntimamente con algo que no somos, y
forjan una «ajenidad unida» y un misterio provechoso, de tal
suerte que aun estando con ellos estamos solos.” (p. 90)
Esta soledad es la clave, el punto culminante de su
escritura, lo que le permite a Ford describir las escenas que conforman una
existencia, un carácter, una personalidad y, con ellas, una forma de mirar y de
narrar tan propias: el infarto del padre, la muerte anunciada de la madre, las
alegrías y las tristezas de dos vidas narradas sin aspavientos, y con una
contención prodigiosa. Son las señas de identidad de uno de los principales
autores estadounidenses vivos en su vertiente más biográfica.