sábado, 30 de septiembre de 2017

El roquer que corría tras la literatura - Suburbano

El roquer que corría tras la literatura - Suburbano


La estrella de rock deja la guitarra apoyada entre el suelo y la pared, formando un triángulo en el que se crea una sombra del instrumento que lo define, y toma la novela que se encuentra sobre la mesilla. La ojea y se detiene a leer algunos pasajes especialmente significativos. Sabe que su gesto es sencillo como una melodía pop, pero también significativo. No es común el paso de los acordes rítmicos a las letras de un libro. Y justo ese fue el paso que dio Sabino Méndez, compositor de una de las bandas españolas más conocidas durante la década de los 80 en España: Loquillo y Los trogloditas. Lo dio en 2000 con la publicación de las memorias: Corre rocker: crónica personal de los ochenta (Espasa). Y continuó con el ensayo Limusinas y estrellas (Espasa, 2003), para pasar a la narrativa en 2006 con Hotel Tierra (Anagrama) y la recientemente publicada Literatura universal (Anagrama, 2017), Historia del hambre y la sed (Espasa, 2006) entre medio.

En una serie que empezó hablando de la cultura pop de Madrid, para pasar a la de Barcelona, resulta necesario tratar al hombre que ha vivido con un pie en cada una de las dos ciudades. El rocker que nació y creció en la Ciudad Condal, pero se hizo famoso en la capital del reino. Si, además, este firmó clásicos del rock en español como “Cadillac solitario”, “Voy a ser una rock’n’roll star” o “Rock suave”, se comprenderá la justicia de que transite esta serie.

Méndez no es ni mucho menos un prototipo. Se da muy poco el caso del músico de éxito que se aparta de su carrera para retomar el éxito con las letras, esta vez, en las páginas de un libro, como se observa en los fiascos literarios de Morrissey (no así en el caso de Nick Cave y su excelente The Death of Bunny Munro). Y no puede decirse que Méndez haya alcanzado con la literatura el éxito que obtuvo con sus canciones, himno musical de toda una generación, la de la “Movida”.

De todos sus libros, notables, bien escritos, es quizá Corre rocker el que más sobrecoge. También es el escrito que tiene una relación más directa y evidente con el rock junto a Hotel Tierra, que es un dietario. Se trata de unas memorias en donde narra su paso de Barcelona a Madrid, primero en los autocares que utilizaban los muchachos que hacían la mili, después en la primera clase de cualquier tipo de transporte. Describe el ambiente musical de aquella España, con notables perfiles de colegas de profesión, como Julián Hernández, de Siniestro Total, Poch, de Derribos Arias, o Ana Curra, de Parálisis Permanente; y con críticas a algunos, como Manolo García, de El último de la fila. También explica su relación con el líder de su grupo: Loquillo, de una forma tal, que el libro supuso la ruptura entre ambos (la ruptura personal, porque Méndez estaba apartado de Los trogoloditas desde finales de 1989 por sus problemas con las drogas). El libro presenta a José María Sanz, aka Loquillo, como alguien interesado y corto de miras que se aprovecha de las oportunidades que surgieron en el mundo de la cultura con la llegada de la democracia a España. Se trata de un retrato tan descarnado, sin concesiones, que no es de extrañar el corte abrupto entre ambos. No hubo reconciliación hasta 2005, cuando se habló de llevar al cine las memorias de Méndez y la productora forzó un acercamiento, lo que dice poco de Sanz y apuntala las tesis de Méndez. ¿Qué hubiera pasado si no hubiese habido la producción de material mediático de por medio, con sus consiguientes promociones, aunque estas acabaran no llegando a buen puerto?

La crónica personal de los ochenta que compone Méndez, incluye también su relación con las drogas, conocida por el público, dadas las desavenencias que produjo en el seno de su banda. Como en el resto del libro, el autor no tiene pelos en la lengua y traza un relato sincero y creíble de la presencia de las drogas duras, y más concretamente, la heroína, en el circuito musical español. Más allá del espectro maldito que esta droga suele proyectar en el panorama de la música rock, Méndez la describe como el único salvavidas para solventar la ansiedad que producen las giras, los lanzamientos discográficos y las tensiones del mundo de la música popular. Perlas de esos pasajes son sus relaciones con Nina Be, o la anécdota del camello que se hizo amigo de Johnny Thunders.

Pero a lo que a este lector más le emocionó de esas memorias en su momento, fue su relación con la literatura. En Corre rocker se revela la pasión de Méndez por la narrativa (en especial, por la obra de Alfredo Bryce Echenique) a través de sus estudios de filología hispánica, que es lo que va a desembocar en la carrera literaria del autor, y que es el tema central de Literatura universal: los libros como la heroína que permite lidiar con la ansiedad que produce la vida. Sin embargo, del tono de ese y otros libros también se entrevé la razón de su falta de empatía con un mayor número de lectores: su terrible soberbia. Lejos quedan las historias del muchacho de barrio que ansía triunfar pese a los reveses que obtiene de la vida, que tan bien se reflejaban en las letras de sus canciones. Los narradores de Méndez son tipos que creen haberlo leído todo y haberlo vivido todo y que esperan que asumas que son unos triunfadores. Y, ¿desde cuando la buena literatura narra la historia de triunfadores ante el drama que supone la tragicomedia de la vida? ¿Acaso triunfan Don Quijote, Leopold Bloom o Arturo Belano? Sí, pero desde otra perspectiva. Estamos hablando de literatura.

domingo, 10 de septiembre de 2017

Las vidas de los otros - Nagari Magazine

Las vidas de los otros - Nagari Magazine


Después de mucho tiempo de querer cumplir con la promesa que le hice su autor, por fin encuentro un hueco para dedicarme a la lectura de El Asturiano, la novela de José Luis Fernández Ortega. La sensación predominante, una vez finalizada la lectura, es una suerte de emociones encontradas, como las que tiene el protagonista de Volver a empezar, la película que supuso para José Luis Garci (Madrid, 1944) el premio Óscar a la mejor película extranjera del año 1983. Aquella historia del asturiano que volvía a su tierra con la triste mirada violácea de los astures tras un largo exilio, como consecuencia de la Guerra Civil española, tiene paralelismos con la novela de Fernández Ortega. En ambas se saborea el regusto melancólico del retorno a esos paisajes de olas cantábricas, riscos agrestes y cielos nublados. La novela contiene carencias que la película atacaba sabiamente. Pero superadas esas limitaciones, que aquí se matizarán, a partir de un cierto momento, el libro se lee bien, ha envuelto a este lector y, sobre todo, consigue su objetivo, que es el de levantar acta de una vida, la de Calixto: El Asturiano.

Para empezar, cabe decir que, aunque el texto esté bien escrito, el lector se topa con erratas y expresiones confusas, como la confusión ortográfica que existe en torno al sonido s, que aparece más de una vez (“Haz hecho bien” en p. 16), la enumeración de sustantivos anglosajonizada (“sobre su hombro y brazo”, p. 19), que elimina el artículo propio del español que acompaña a los nombres por razones de género, o los simples fallos tipográficos (“regresar si mayor dilación”, p. 20), además de algunas cacofonías, entre otras cosas. Errores subsanables con una corrección de estilo final y una atención más continua en el estilo de un autor que en otros pasajes es capaz de esta guisa: “el cielo es prístino” (p. 53). Pero el mayor defecto de la primera parte del libro es la ausencia de tensión. Inspirarse en el entorno familiar, en personas de carne y hueso que se han conocido, y en historias orales, encierra el peligro de la condescendencia. Creo que en ciertos momentos el autor peca de eso. Es difícil ver a la estructura básica de la sociedad, como lo ha sido la familia en los últimos 2000 años, como un grupúsculo carente de conflicto con las luchas de poder que se dirimen en su seno. Si a ello se añade el poco tiempo del que disfrutamos hoy en día, de forma que las novelas deben enganchar al lector desde el primer minuto si no quieren caer en el olvido, esos dos argumentos lastran el inicio de El Asturiano. El autor trata de subsanarlo con el recuerdo reiterado de una pelea del protagonista, que vuelve a su memoria en sueños y es la escena que cataliza los dos viajes del Asturiano a Cuba desde su tierra natal. Pero se me antoja insuficiente, a veces por repetitivo y otras por previsible.

Curiosamente, a partir de un punto de la narración si se observa ese conflicto (concretamente, a partir de la parte V, en la página 118), y el interés por el escrito es creciente a partir de ahí hasta el final. Se trata del pasaje en el que se cuentan las vicisitudes de esa pelea, el enamoramiento de Calixto y María Elena, el subsiguiente viaje de polizón de Calixto y la primera llegada a Cuba, en paralelo con el inicio de la Guerra Civil española, que afectará años más tarde y de forma dramática a los hijos del protagonista. A partir de ahí la historia de Calixto y su familia enganchó a este lector con la tensión que se genera entre Eulalia, la segunda mujer del protagonista, y los hijos del primer matrimonio recién llegados a Cuba, con la angustia de los damnificados en el conflicto civil español que desconocen la suerte final de algunos de los suyos, con la progresión de José Danilo en el trabajo, con las descripciones del trabajo del pailero en aquella Cuba prerrevolucionaria…

Me sorprende que el autor no haya iniciado la narración ahí, pudiendo incluir los pasajes adecuados de la primera parte de la novela, a modo de flashback, más adelante, técnica que no es ajena a Fernández Ortega en la segunda parte, y que maneja con soltura. Esa estrategia estructural, a mi entender, haría ganar muchos enteros a un libro que se lee con gusto y despierta el interés por el motivo principal del libro: la recuperación de una de las tantas vidas anónimas que han sustentado la historia de la humanidad.

Este último punto me lleva a una reflexión más general. Recientemente se ha revelado un éxito el tratamiento literario de lo autobiográfico, en especial, con autores como Karl Ove Knausgard, Elena Ferrante o Sergio del Molino. Mi muy admirado Rodrigo Fresán lo critica en una entrevista que aparece en la versión impresa de la revista Jot Down. Pero con la acumulación de relatos biográficos se abre una puerta a la autoría colectiva y a relegar por fin al autor a otro tipo de función creativa ajena al estrellato cultural. Bien es cierto que, con la excepción de Ferrante, que ha tratado de mantener su anonimato, los otros autores están muy lejos de cualquier tipo de autoría colectiva. Al contrario, hacen profesión de autoría y de su construcción mediática en sus relatos autobiográficos y en sus opiniones. Sin embargo, a mi parecer ese cambio es solo cuestión de tiempo. La ficción que defiende Fresán estuvo sacralizada en la literatura desde el inicio de la modernidad. El gran autor elaboraba buenas ficciones y el relato popular, que también contenía elementos ficticios, resultaba inferior y mediocre. Creo que es hora de reconsiderar ese juicio. Recientemente leí Brooklyn Follies, de Paul Auster. Aunque es un novelista irregular, ese escrito, que se construye desde una estructura oral que recuerda al David Copperfield de Dickens, es muy sugerente en su apuesta por narrar las vidas de los otros. El libro finaliza, precisamente, con esa propuesta, la de recopilar las vidas de las personas anónimas para familiares y amigos. Es lo que ha logrado Fernández Ortega con sumo interés, obviando ahora esas matizaciones subsanables que aquí se mencionaron.