miércoles, 16 de septiembre de 2009

GERMÁN SIERRA: EL CIENTÍFICO QUE ESCRIBÍA CIBERNOVELAS (Y CIBERCUENTOS)

Con motivo de la reciente publicación el pasado mes de mayo de Intente usar otras palabras, la última novela de Germán Sierra, doy inicio a esta serie dedicada a escritores españoles contemporáneos y su relación con la ciencia.


Resulta curioso que en estos tiempos de exceso de información en que vivimos, se conozca a un autor a partir de monográficos de suplementos literarios, conferencias -o reseñas de conferencias- y comentarios más o menos polémicos en bitácoras literarias. Que con esta información se construya una imagen de él y que esa imagen cambie completamente cuando se empiezan a leer sus libros. Tal vez la fragmentariedad no se pueda asimilar hasta llegar a una notable profundización para evitar una imagen distorsionada por los medios del mensaje que pretende el autor. Ese es el peligro de obsesionarnos con nuestros limitados conocimientos y el bombardeo mediático. Y la demostración de que requerimos de la lectura para ir más allá.

De Germán Sierra sabía que era médico de formación, que investigaba en neurociencias, que era profesor de bioquímica en la Universidad de Santiago de Compostela, que se le había etiquetado de mutante, pangeico o nocillesco, que tenía página web y que defendía la introducción de postulados posmodernos en la literatura española. Ahora sé que es uno de los pensadores más lúcidos y profundos de la España actual, y uno de sus escritores más sólidos y originales. En sus libros se pueden encontrar reflexiones de profundo calado infiltradas entre sus tramas. Para sintetizar su pensamiento, yo afirmaría que Sierra no es un ingenuo (ni en las ciencias ni en las artes). Es un escéptico, un posmoderno conceptual. Alguien que relativiza el conocimiento científico y tecnológico –que tiene más mérito tratándose de un profesional de la investigación- aunque no niega su capacidad para producir saber y aplicarlo, y -lo que es más peligroso- de condicionar negativamente la vida de los seres humanos si se hace un mal uso.


La ciencia en la literatura de Germán Sierra

El influjo de la ciencia es evidente en la obra de Sierra. Inicialmente, se observa en el estilo del autor. Hay un trabajo léxico muy importante que dota a los textos de numeroso vocabulario científico. Se usan habitualmente símiles y metáforas relacionados con contenidos científicos desde su primer libro, que revelan que la poética del autor está íntimamente ligada a ese tipo de conocimiento como: “había construido su vida como una ostra secreta una perla, recubriendo el núcleo de repugnancia con capas y capas de nacarada belleza” (Sierra, 1996; 64), cargada de relaciones con el denominado medio natural. Esa poética, que se repite en todas sus obras, tiene algunas variantes como cuando en La felicidad no da el dinero añade metáforas que simulan ser teoremas matemáticos del estilo de: “Sea x dos trazos de bolígrafo sobre un viejo mapa turístico” o “va a decidirse a despejar la incógnita y averiguar su auténtico valor algebraico” (Sierra, 2000; 10) dónde también se narran numerosos pasajes desde una perspectiva muy anatómica del cuerpo humano.


En Efectos secundarios, su tercera novela, en consonancia con la temática oscura y cibernética del libro, las metáforas pasan a tener contenidos más sucios (Sierra, 2002; 126):

"Como inyectas tu droga favorita en una vena superficial del antebrazo, una enorme dosis de dólares es inyectada en algún nódulo periférico del sistema circulatorio financiero. Desde allí es arrastrada a través de las dinámicas arterias telefónicas hasta el mismo cerebro –léase Wall Street-, donde se unirá a receptores específicos. Al principio, una dosis tan elevada producirá una inesperada euforia en los mercados, arrastrando consigo a los inversores oportunistas. Una conmoción preparada para introducir la inmunodeficiencia, como el virus artero que cabalga en el éxtasis."

Y en Intente usar otras palabras, también en relación con el mensaje oculto del texto, abundan las metáforas de tipo tecnológico -que sin embargo, han ido apareciendo en dosis menores en los libros anteriores- como (Sierra, 2009; 20): “Presiona los párpados superiores con las yemas de los dedos índice y pulgar, como si fueran las teclas alt-ctrl-supr, para reiniciarse a una realidad desenfocada”

Esas metáforas pueden llegar a ser estructurales en el caso del cuento «Centro comercial», incluido en la colección de relatos Alto voltaje, que se estructura como una base de datos de los elementos de una gran superficie (precisamente, la base de datos es una estructura defendida en diversas ocasiones por el autor). En la misma colección, el relato «La fama es algo personal» presenta a la Isla –la protagonista de la historia, trasunto de Ibiza- como un organismo vivo, una máquina biológica que interactúa con el Mediterráneo. Y el protagonista, como el resto de los habitantes, es un elemento microcelular de esa máquina. Y en «Alto voltaje», el cuento que da título al libro, se utiliza el mecanismo caótico con el que el cerebro recompone los hechos.

También se observan influencias de la ciencia ficción, con referencias al género -tanto literario como cinematográfico-, la obsesión del autor con la (no) aparición de extraterrestres, los monstruos gigantes o la máquina panóptica de Intente usar otras palabras como trasunto del Big Brother. Pero estos elementos propios de la fantasía se utilizan para reforzar la ficción realista en una suerte de “ficción-ciencia” como la considera Robert Juan-Cantavella o como si el futuro ya estuviera aquí, en el presente, tal como afirmara Ian Gibson.


Una vida literaria y científica

En la obra de Sierra, es evidente su experiencia personal y su interacción con la ciencia. Ya en su primer libro, El espacio aparentemente perdido, el narrador es un estudiante de biología frustrado que relata la historia de su maestro, Antonio, un profesor de biología molecular escéptico y desencantado que se había enfrentado con el establishment de la ciencia contemporánea personificada en su superior en EEUU, el doctor Fechstein, a la búsqueda de una investigación más vocacional. Con ese personaje, Sierra hace una descripción perfecta del funcionamiento de la ciencia durante la segunda mitad del siglo XX según el modelo denominado Big Science, acuñado por el físico Alvin Weinberg. Ya Dominique Pestre en su conferencia: The Reconstruction of French Physical Sciences After WWII. National and European Solutions to a Dramatic Problem, afirmaba que a causa de las relaciones de la ciencia con el ejército y la industria, un físico que se dedicara a la investigación después de 1950 formaba parte de un proyecto y lo que tenía que aprender y realizar en dicho proyecto ya no era por elección propia (como había hecho, por ejemplo, Louis De Broglie al elegir su tesis doctoral sobre la longitud de onda de una partícula), sino que esas decisiones las tomaba el director del grupo de investigación, un científico maduro y formado que solía alcanzar esa posición después de años a las órdenes de otros científicos, con el consiguiente deterioro de la curiosidad científica y la vocación. En este sentido, me atrevería a afirmar que actualmente sería imposible la aparición de una figura como Einstein. Alguien ajeno a los centros de investigación que consiguiera revolucionar una disciplina científica a partir de sus propias reflexiones, sus inquietudes, y de artículos científicos enviados a revistas de prestigio.

Ese afán por experimentar y esa inquietud por adquirir nuevos conocimientos que reside en los personajes de Sierra, se observa en las palabras del propio narrador tras explicarnos como se aficionó al naturalismo en sus vacaciones campestres (Sierra, 1996; 61):

“La naturaleza estaba llena de una poesía que se podía observar, experimentar, y de esa sensación provenía probablemente la afición por la biología que se desarrollaría hasta llevarme a los estudios universitarios, y esa necesidad de observar y de experimentar me llevaría también a una honda decepción en la universidad y, sobre todo, la inquietud, el deseo de novedades que jamás me abandona.”

Vocación que cree sentir de boca de su mentor, Antonio, y cuyo fracaso se confirma en su aciago desenlace y que acaba haciendo que el narrador afirme (Sierra, 1996; 171): “Se ha hecho de la palabra «ciencia» un instrumento para asegurar y justificar nuestra comodidad. Ya no es un proceso de búsqueda de conocimiento. No es inquietud, ansiedad, interés, curiosidad.”

Abundan de nuevo los personajes con formación científica en Alto voltaje. Con mención especial para el protagonista del relato que da nombre a la colección. Un científico que tiene que abandonar su prometedora carrera por la escasa financiación que el estado español dedica a la ciencia y que acaba como redactor de temas científicos (y de otros no tan científicos) para una revista sensacionalista tras participar en un debate televisivo sobre la clonación en lo que es una fina crítica al mundo de la divulgación científica. El protagonista y su amigo Estévez personifican la versión contemporánea de “la polemica de la ciencia en España”, uno de los temas que más ha tratado la historiografía de la ciencia patria (entre las muchas referencias, destacaré Nieto-Galán, Agustí: «The images of Science in Modern Spain. Rethinking the “Polémica”», Archimedes, 2, 1998; Sánchez Ron, José M.: Cincel, martillo y piedra, Taurus, Madrid, 1999; López Piñero, José Mª: Ciencia y Técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, Labor, Barcelona, 1979; García Camarero, Ernesto y Enrique (editores): La polémica de la ciencia española. Alianza, Madrid, 1970) y que se materializa cuando un compañero extranjero, nacido en países más nórdicos y más habituados a la investigación le pregunta al narrador “¿Por qué os empeñáis en hacer ciencia cuando no tenéis tradición para ello?” (Sierra, 2004; 72). Y que muestra el conflicto entre el desinterés por la ciencia de los dirigentes españoles frente al afán de curiosidad intrínseco de un científico vocacional. Y sin embargo el amplio abanico de actividades y objetos que en la España actual se relacionan con la ciencia (análisis de aguas, fermentación de cubas de aluminio, farmacéuticos, médicos, ambulatorios, pleitos hidráulicos, cibercafés, códigos de barras) aparece en este y otros cuentos demostrando la incongruencia de nuestra sociedad.

También aparece en varios de sus libros el ciberartista. El artista –normalmente escritor- fascinado con la ciencia y la tecnología. Se trata de otra forma de utilizar la experiencia personal. Álex, uno de los protagonistas de La felicidad no da el dinero es ejemplo de ello, así como Arturo, el escritor que aparece en Efectos secundarios, o Pablo Melchor, el fotógrafo de Intente usar otras palabras. Personajes que le permiten la elaboración de una propuesta estética que conecta ciencias y artes.

Es precisamente en su último libro, sin duda su mejor obra, donde apenas si aparecen personajes relacionados directamente con la ciencia y la influencia de ésta es menos explícita aunque tal vez más profunda al apelar el autor en el libro a la importancia de la experimentación tanto en la vida como en la literatura, en analogía con la buena ciencia. Esa experimentación se observa en las escenas de sexo y al narrar la novela coral de la segunda parte con una estructura que simula el caos. Un posicionamiento que se enfrenta a la desidia y la desmotivación representadas en el protagonista, que pese a su exitosa vida sexual, se muestra reticente a participar en escenas sexuales transgresoras. En cambio, se le asocia con el masoquismo y el libertinaje. De ahí que Carlos Prats, el protagonista, sea libertino y vago. Por otra parte, Prats tiene una concepción bastante clásica de la literatura –negro incluido- que le impulsa a la búsqueda de sí mismo como personaje literario. Concepción que comparte con Patricia, la escritora, y que llevará al fracaso de ésta al intentar redactar la novela.

Curiosamente, las únicas referencias científico-tecnológicas en el texto robado a Patricia que aparece en el capítulo 89 son “erróeamente formuladas” y “maquinaria” en el sentido despectivo que le da al método de ligar del denominado “amante borroso”. Es por tanto, una crítica a ese tipo de literatura que considera a la ciencia y la tecnología como cosas intrínsecamente negativas frente al arte o los sentimientos. En cambio, en el capítulo siguiente, cuando vuelve el narrador original, el texto está plagado de cientifismos que tratan de explicar las sensaciones del protagonista. Y precisamente, es este narrador quien consigue finalizar el trabajo (supuestamente el negro contratado). El otro proyecto, el de Patricia, ha fracasado porque le ha superado el tiempo en el que vive y es imposible plasmar la realidad de esa forma.

Nuevas tecnologías y literatura



Además de la influencia de la ciencia en su obra, Sierra apuesta en todo momento por la interacción con las nuevas tecnologías, lo que le ha llevado a ser considerado un escritor mutante o pangeico. Ya en El espacio aparentemente perdido hace una ferviente apología de Internet como el lugar de las relaciones intelectuales futuras (Sierra, 1996; 138-140). En La felicidad no da el dinero, el texto se estructura a partir de una serie de direcciones de Internet de las que se advierte al principio que algunas son falsas. Los correos electrónicos desentrañan una parte de la trama científico-tecnológico-económica que subyace en Efectos secundarios. Y en Intente usar otras palabras, la utilización sistemática de Google como una máquina panóptica que permita conocer el grado de fama del individuo, y del que Sierra llega a proponer el verbo –guglear-, y los mensajes más comunes que el famoso buscador proporciona al usuario –de ahí el título del libro-, así como fragmentos de bitácoras o traducciones pedestres extraídas de Google, complementan el texto fragmentario relatado por el joven escritor.


Las influencias en un buen lector

En la trayectoria de Sierra se observan dos vectores que dirigen su obra: la evolución de su pensamiento y la influencia de la literatura posmoderna anglosajona. De la crítica a la Big Science, aunque con una notable interacción entre cultura libresca y científica que se puede leer en El espacio aparentemente perdido, donde los viajes a una Italia llena de arte del pasado se contrasta con una estancia en Los Ángeles, la ciudad posmoderna por antonomasia, se pasa en La felicidad no da el dinero a una estética ciberpunk. En este libro, el papel de la ciencia se combina con entornos opresivos altamente tecnificados y elementos propios de la novela negra. Y en la trama, los gobiernos autonómicos utilizan la ciencia, la tecnología y, muy especialmente, las ciencias sociales y la estadística a su antojo para su propia promoción (Sierra, 2000; 72). También se construye un contexto en el que la tecnología rodea a los personajes y la publicidad les bombardea con mensajes plagados de contenidos científicos, prueba del ascendente de Don DeLillo en la obra del autor, como (Sierra, 200; 128):

“La publicidad dice que la L-carnitina, las ceramidas, la cafeína y algunas citoquinas frenan la acumulación de grasas. Los creyentes gelifican y masajean sus piernas cada mañana, «reestructuran sus tejidos», se privan de comer, denominando «dietas hipocalóricas» a la inanición. Usan pomadas reafirmantes con magnesio y silicio. Beben mucha agua, se retuercen como condenados en máquinas alquímicas, frecuentan las clínicas de los discípulos del inmortal Bálsamo.”

Además, la continua información de noticias científico tecnológicas que demuestra que la ciencia es actualidad, como el descubrimiento de planetas en sistemas extrasolares o la resolución de teoremas de la matemática barroca, que se observa que hacen mella en el ciudadano medio cuando Betty, sobrina de uno de los protagonistas, habla de Roberto A., un conocido que llega a afirmar que “la violencia doméstica es provocada por la presencia de neurotoxinas en la carne de vacuno” o “que Einstein tenía pruebas de que es posible predecir el futuro” (Sierra, 2000; 110). Esta permeabilización de la ciencia entre los ciudadanos llega en la ficción del autor hasta los poderes religiosos cuando se habla de la encíclica papal «De Humanae Genoma» donde se “establece con claridad los elementos génicos que puede modificar un creyente sin cometer delito contra natura” (Sierra, 2000; 151).

El ciberpunk vuelve a estar presente en Efectos secundarios, aunque se trata de un ciberpunk que ha pactado con el sistema en la figura de Janús, el antiguo pirata informático, ahora colaborador de una multinacional del sector. Es más destacable la sombra de Ballard y DeLillo que se detecta en la referencia continua a catástrofes, a edificios aterradores y accidentes de automóvil, y en el bombardeo mediático de la industria farmacológica al ciudadano medio y la teoría conspiratoria que presiden la novela.

Ya la primera frase (Sierra, 2002; 9):

“La vibración telúrica de las excavadoras y martillos neumáticos difunde –como se extiende el líquido inyectado en el músculo glúteo- por las anfractuosidades de la corteza, aprovecha la elasticidad de las rocas pulverizadas y los apelmazados residuos orgánicos que componen la capa más externa de la Tierra para viajar hasta las puertas del infierno y rebotar contra las rocas silicoaluminosas, más densas y compactas, regresando a la superficie deformada en seísmo casi imperceptible, silencioso y continuo como el crecimiento del cabello”

supone una declaración de principios, tanto del estilo subordinado que utiliza la metáfora científica antes mencionada, como de la carga de contenido al explicitar la agresión que la tecnología hace al medio y las repercusiones que conlleva. Visión que vuelve a observarse en otros pasajes como cuando habla de una ciudad que “se construyó imitando el orden dictado por los dioses, obedeciendo a la matemática celeste plagada de triángulos y obediente a los círculos” (Sierra, 2002; 13). Y que describe como un organismo vivo que fagocita incluso a los individuos que la habitan. Punto de vista negativo que entronca con elementos mitológicos para significar esas ínfulas de los humanos para creernos dioses gracias al uso de la ciencia y la técnica pero que conlleva “militares medidas de seguridad”, “códigos digitales”, “videocámaras” y “pistolas automáticas”. Y también, la continua obsesión por el malestar físico y psíquico, por la ingestión de fármacos, por los productos de bioestética producidos por el omnipresente instituto Oribashi-XTO (Sierra, 2002; 124):

“Nuestra piel es de Oribashi, nuestros ojos de Microopticals, nuestros dientes de MJD Dental Corp., nuestro corazón de Lugal, nuestro cerebro empieza a ser de Neurogold y sus patéticas drogas de la felicidad. En estos momentos, las personas sanas tomamos más fármacos que los enfermos, ese ha sido el gran negocio de la industria farmaceútica, darse cuenta de que la salud podía explotarse mucho más que la enfermedad”.

En Efectos secundarios nos encontramos dentro de un posthumanismo tecnológico que afecta a todos los individuos, desde los frecuentadores de gimnasios, hasta los adictos a los videojuegos, pasando por los “refrescos de última generación” o los amantes de la pseudociencia. Donde las grandes empresas farmacéuticas, las estadísticas, los patrones de consumo y los parámetros económicos y demográficos tienen el control sobre amplias capas de la sociedad. Un control que tratarán de romper otros lobbies para implantar unas nuevas reglas del juego pero en las que también están interesados los mismos grupos farmacéuticos dominantes, con lo que el individuo es impotente a su control tal como se observa en el desenlace de la trama. Como dice el autor, “al final, todo es intoxicación sin tratamiento” (Sierra, 2002; 236).


La influencia de DeLillo también es notable en el relato «Alto voltaje», al mostrar el inevitable conflicto entre ciencia, tecnología y sociedad cuando el protagonista, redactor para una revista sensacionalista donde no están claros los límites entre divulgación, ciencia y paraciencia, debe entrevistarse con un concejal, responsable de unas instalaciones de alta tensión que podrían ser perjudiciales para la población. Resulta interesante cotejar ese argumento con este fragmento del White Noise de DeLillo (edición de Seix Barral 2006, p. 231):

“La cuestión real es el tipo de radiación que nos envuelve todos los días. La radio, la televisión, el microondas, las líneas de alta tensión a unos metros de la casa, el radar que detecta la velocidad a la que conduces por carretera. Durante años nos han repetido que se trata de dosis débiles y que no son peligrosas.”

Respecto a la perspectiva de la ciencia en el cuento, resulta significativa la frase utilizada por el concejal en la entrevista: “Hemos realizado mediciones en todos los pisos. Eso es un hecho. Un hecho incontrovertible”. A lo que responde el médico del pueblo páginas más tarde diciendo: “Aquí nadie espera a que la ciencia le indique lo que debe hacer”. Precisamente, en el relato se afirma que la verdad no se puede alcanzar y el narrador, personificación del afán científico, tampoco lo consigue. Desiste porque la ciencia resulta incapaz de pronunciarse ante problemas como el planteado. En realidad es la enfermedad y la vulnerabilidad del hombre lo que preside el cuento.

Finalmente, en Intente usar otras palabras ese tipo de influencia se hace más sutil al presentar a la numerosa tecnología que nos rodea como un entorno yermo y frío que nos aliena, reforzando la profundidad del mensaje del libro (Sierra, 2009; 25): “Carlos Prats pierde el tiempo escuchando el casi imperceptible zumbido del aire acondicionado, las voces vecinas amortiguadas por los tabiques de Pladur, el chirrido del fax cada vez que evacua sus planas deyecciones blancas y negras”

En el sentido de la alienación creo que debería entenderse la “panoptofilia”, “el deseo de que alguien observe cada instante de nuestra vida” (Sierra, 2009; 145) o la aparición de “hombres-locomotora”, ventanas-máquina o escuchas telefónicas. Precisamente al teléfono se le califica como “la máquina de las mentiras” (Sierra, 2009; 285). Aunque es cierto que el narrador emite juicios positivos de la tecnología cuando se hace un buen uso. Es decir, que es el uso lo que define lo positivo o negativo de ésta.


¿Dos culturas señor Sierra?

No creo que resulte muy apropiado plantear un problema de dos culturas en la literatura de Germán Sierra. Ni formular las dos preguntas que formuló C. P. Snow en su célebre conferencia. Si le pidieran que describiera el enunciado del Segundo Principio de la Termodinámica o el contenido de una de las obras de Shakespeare, no tendría mucha dificultad en responder ambas. Incluso alguno de sus personajes podría contestar sin inmutarse a la nueva versión de la pregunta, postulada por Stefan Collini en la introducción de la reedición de The Two Cultures de 1993 (p. lxvi, la traducción es mía):

“Un analista económico chino de Singapur que envia un correo electrónico a su novio, diseñador de software americano, sobre el último poeta afrocaribeño que ganó el premio Nobel de literatura.”

En mi opinión, creo que Sierra supera ese debate dejándose llevar por su voraz curiosidad y su amplia cultura. No es el único caso, numerosos escritores posmodernos (DeLillo, Franzen, Sebald) tienen una actitud parecida sin necesidad de ser científicos que creo, es una solución verdaderamente inteligente para zanjar el tema. Pero además, Sierra utiliza el diálogo entre ciencias y letras para tejer su propio discurso. En su primer libro afirma: “En mi mente siempre coexistieron la atracción por la ciencia y por la literatura.” (Sierra, 1996; 52). Y conecta esas dos culturas en palabras de Antonio, el científico escéptico y a la par idealista (Sierra, 1996; 54): “la ciencia es un complemento del arte, [...] por sí sola no nos va a llevar mucho más lejos en el conocimiento, aunque todavía puede ayudarnos a mejorar nuestra tecnología durante mucho tiempo hasta que seamos capaces de dar un salto conceptual”.

Además, es capaz de criticar, en boca de alguno de sus personajes, las posiciones de las ciencias a partir de las letras y a la inversa (Sierra, 1996; 136):

“la ciencia [...] sigue empeñada en la búsqueda de explicaciones causales para categorías y conceptos que son puramente culturales, y, por lo tanto, acción del propio cerebro a través de la maquinaria del lenguaje, y fuera de toda posible explicación física.”

O de dar un repaso al realismo (curiosamente, al realismo científico, no al estético) para desenmascarar esa visión simplista de la que tanto uso ha hecho la denominada Tercera cultura para hacernos creer que estábamos acumulando verdad (Sierra, 1996; 137).

Al asimilar el ciberpunk en sus textos (una de las corrientes que menos ha influido en la literatura española contemporánea), Sierra construye un diálogo posmoderno entre ciencias y artes tal como aparece en La felicidad no da el dinero –que se repetirá en Efectos secundarios con Arturo y en Intente usar otras palabras con Pablo Melchor- y donde el ciberescritor se atreve con una propuesta artística denominada “transgénesis” claramente inspirada por la ciencia que él mismo define como (Sierra, 2000; 95): “un término inspirado en la genética molecular –organismos transgénicos: genéticamente modificados-, que pretenden mostrar un conjunto de nuevas estrategias de subjetivación cuyos efectos se dejan apreciar en múltiples aspectos de la cultura contemporánea”. Concepto que acabará realizando una simbiosis simbólica entre ciencias y artes al final del libro (Sierra, 2000; 190).

Asimismo, utiliza personajes que son capaces de mezclar insectos con letras como el zoólogo Jacinto Barrón en Efectos secundarios y que es capaz de reflexionar sobre las sociedades humanas y acabar afirmando (Sierra, 2002; 96): “Nosotros, los seres humanos, llevamos la cifra en nuestro interior (también las letras), nos hemos comido el tiempo y el espacio”.

O combinan saberes médicos con la lectura de William Carlos William para alcanzar la sabiduría del médico que aparece en «Alto voltaje». Y en otro relato del mismo libro, «Iones», se utiliza una subperspectiva para que los protagonistas se muevan dentro de un flujo de partículas, con las atracciones iónicas entre esas partículas-personas asociadas y la pertenencia a un todo que simula un ser vivo pluricelular, en una analogía perfecta entre sociología y biología y que presenta a la ciencia como un recurso literario que el autor sabe explotar muy adecuadamente.

Todo ello demuestra que la superación del debate de las dos culturas es posible sin necesidad de reduccionistas apologías científicas o literarias.


Las tensiones en la obra de Sierra

Para concluir, se puede afirmar que Sierra organiza todo su pensamiento a partir de tensiones como en el caso de la concepción barroca de la búsqueda del conocimiento –una suerte de sutil ciberbarroco- que tienen algunos de sus personajes y que el escritor siempre especifica como opiniones de éstos (Sierra, 2000; 175 y 2002; 82) y que contrasta con las numerosas críticas que se hacen al sentimentalismo fácil propio de la cultura de masas y los grandes medios de comunicación, y que son más cercanas a las técnicas que la Iglesia católica utilizó en el Barroco para llegar a las masas y alejarlas de los logros de la razón.

Otro ejemplo de ese juego de tensiones lo encontramos en el enfrentamiento entre el entorno ultratecnológico que nos rodea y la vuelta a un pasado natural bucólico e idealizado. Pese al ambiente altamente tecnificado en el que se desarrollan sus ficciones, suele haber en algún instante del relato un retorno a un pasado relacionado con el medio natural. En El Espacio aparentemente perdido con los recuerdos de la vocación científica del narrador. En La Felicidad no da el dinero, en el desenlace final de la trama, que tiene lugar en el pueblo de nacimiento de uno de los personajes y donde hay una escena sexual narrada a partir de metáforas relacionadas con la naturaleza, en contraste con todo el bombardeo científico tecnológico de los medios que acompaña a la novela. En Efectos secundarios, en la figura del suplantador de Valcárcel, que vive en un pueblo frente a lo agresivo de la ciudad. En el relato «Alto Voltaje», con las diferencias entre tecnología vieja representada por el tren y tecnología nueva representada por la electricidad y la energía que, como afirma el protagonista “ha cambiado por completo nuestras vidas” y donde la posible presencia de un elemento ancestral, un fantasma, se desvanece ante la aparición de la máquina que lo fagocita todo, el automóvil. Aunque es una percepción falsa porque el medio ambiente ya está manipulado, con elementos como los peces de piscifactoría de La felicidad no da el dinero, lo que intensifica aún más esa tensión, esa contradicción: el retorno a un pasado natural bucólico frente a la fascinación por la cibernética, contradicción que en mi opinión todos llevamos dentro -precisamente, ese conflicto es el tema central del recién publicado La melancolía del ciborg, de Fernando Broncano- y que no hace más que demostrar el carácter humano del pensamiento de Sierra.

Justamente el mensaje de su último libro, la necesidad de experimentar para no caer en la desidia más improductiva, que ya figuraba como una de las ideas de su primer libro, presenta otra de las tensiones existentes en el pensamiento de Sierra, a mi entender la más importante, que recorre toda su obra y que entronca con la ciencia en la concepción humana de progreso –sea éste falso o verdadero- y el enfrentamiento entre pasado y presente.

En la falsa cita del falso pensador, Walter Fleck, en el capítulo 63, se dice que los valores tradicionales de la cultura occidental, la paciencia y la meritocracia, han sido clave para el éxito de estas sociedades frente a la gratificación rápida de la era consumista contemporánea (el ejemplo ideal sería el del psicópata, incapaz de frustrarse si no consigue lo que quiere rápidamente). Esta cita incluye un análisis certero de nuestra sociedad. Como muy bien se indica, uno puede reinventarse si se prohíbe unas cosas y se permite otras que cambiarán la percepción social que se tiene de él. Cada cual elige la clase social a la que quiere pertenecer, al menos a simple vista. Pero lo chocante es que a esta situación se ha llegado intentando solventar las injusticias anteriores, tratando de romper el círculo elitista de la cultura y la burguesía, a la búsqueda de la eliminación del clasismo social (en analogía con el comunismo, aunque con otra estrategia). Un capítulo más de la lucha continuada que ha existido en Occidente para vencer los vicios morales de cada momento. En definitiva, una suerte de experimentación política. Precisamente, el consumismo pretende ser una respuesta a la lucha de clases. Gracias al consumismo ya no hay clases sociales y, de paso, se elimina al rival político. Es un ajuste del sistema para pretender ser más justo. Ese afán de experimentación y de justicia social sería un mecanismo básico de las sociedades. En eso estoy de acuerdo con el autor. Pienso que las formas se han de adaptar a los tiempos y que hay que denunciar los errores de cada momento. Pero no puedo escapar al conflicto que sutilmente se esconde tras los textos de Sierra. No sé si hay algo de nihilismo en ese planteamiento, si no nos estamos cavando nuestra propia tumba como sociedad con esos mecanismos. En este sentido, resulta reveladora la historia del personaje de Charivarri, diva del pop latino, ferviente seguidora de una moderna secta religiosa inspirada en antiguas tradiciones caribeñas. Charivarri se hace pasar por caribeña de nacimiento, pero en realidad es nacida en Toronto, lo que resulta mucho más revelador porque acaba escenificando la crisis de valores de Occidente. Crisis en la que todos estamos inmersos.

Bibliografía de German Sierra
El espacio aparentemente perdido, Debate, Madrid, 1996.
La felicidad no da el dinero, Debate, Madrid, 2000.
Efectos secundarios, Debate, Madrid, 2002 (Premio Jaén de novela 2000).
Alto voltaje, Mondadori, Barcelona, 2004.
Intente usar otras palabras, Mondadori, Barcelona, 2009.


3 comentarios:

Marta María López dijo...

Enhorabueno por el microrrelato del Diomedea.

Un saludo.

cgamez dijo...

Gracias Marta. Ha sido una sorpresa muy grata.

Besos.

Anónimo dijo...
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