jueves, 20 de junio de 2019

Paz, amor y lit - Suburbano

Paz, amor y lit - Suburbano


¿Puede un acontecimiento traumático ser el detonante de una carrera literaria? ¿Puede este suceso, claramente autobiográfico, servir de material novelístico? ¿Puede la narración de unas imágenes que aterrarían a cualquiera, de cuerpos muertos, con el olor de la muerte en el ambiente, que nadie desearía vivir, contarse de una manera eficiente y veraz y suponer la piedra de toque de un estilo incipiente? Este lector se para a reflexionar, y piensa en Primo Levi y en Imre Kertész, y el acicate literario que el Holocausto supuso para ellos, y opina que sí, que Ramón González (Daimiel, 1984), testigo del atentado perpetrado por un grupo terrorista en la sala Bataclán de París el 13 de noviembre de 2015, durante el concierto de Eagles of Death Metal, es bien capaz de iniciar su carrera publicada (que no literaria) con Paz, amor y death metal (Tusquets, 2018), con la narración de aquellos terribles hechos.

El autor empieza el relato in medias res, con los terroristas dentro de la sala y las balas silbando sobre su cabeza. Lo hace a partir de una descripción muy sobria y de un punto de vista autoficticio. No sé lo suficiente sobre la vida de González como para afirmarlo por su biografía. Pero sí se percibe que la compañera del protagonista: Paola, no coincide con la persona a la que está dedicada el libro: Mariana, que tampoco coincide con ninguno de los otros nombres que aparecen. Ahí es donde creo que entra lo autoficticio, en la conformación de los personajes que acompañan al narrador.

El texto se estructura a partir de la realidad, es decir, del atentado. El narrador no solo describe ese instante, también lo que sucede después de la tragedia, escenas si cabe más interesantes, porque nunca se narran, porque la literatura parece siempre fascinada con la culminación del dolor y no con el trauma silencioso que acompaña a los supervivientes. Es lo más valioso del libro, y la demostración de que la realidad construye estructuras narrativas distintas a las de la ficción, en cierto modo innovadoras.

Las reflexiones del narrador, como la que realiza en torno a la violencia en la página 57, no son nada del otro mundo. Sin embargo, es de la simple narración de los hechos de donde este lector extrae análisis e informaciones de mucho interés. Por ejemplo, entre las páginas 46 y 53 se desarrolla la escena en que el narrador ha logrado refugiarse en una habitación de Bataclán y se reencuentra con su novia. Uno de los momentos más significativos se muestra cuando los allí presentes se dan cuenta de que no tienen la misma información, que en función de las consultas con sus celulares el relato de los hechos no resulta igual. Es la demostración del solapamiento real-virtual en el que vivimos, una extensión de nuestra realidad física.

Después está la narración de los detalles, como la primera compra por internet de la pareja (p. 86), la primera vez que regresan a casa después de los hechos, que no dice nada y a la vez muestra el miedo sordo que atenaza a los protagonistas. Se trata de una estrategia muy efectiva para enfrentarnos a un escritor que empieza, y al que se debe otorgar cierta confianza, en especial, por los hechos que relata y que, más allá de los recursos autoficticios, ha vivido en carnes. Es más, la narración postraumática es muy contenida, muy precisa, excelente. Y se convierte en el motor del relato mediado el escrito. Si el narrador es capaz de contarlo, será capaz de superarlo. Ese trauma y el discurso que se construye de forma continua—frente a la policía, frente a los distintos psicólogos y psiquiatras, frente a los amigos, frente a la familia— es lo que estructura el escrito en la segunda parte. Es más, la formación discursiva que elabora frente a los terapeutas es lo que permite al narrador contar con precisión y una sencillez envidiable, para acabar cerrándolo desde la analogía que el recuerdo mental del trauma tiene con la literatura que planea por todo el texto: “¿Eso quiere decir que llegará un día en que mi recuerdo del Bataclán no será más que una ficción?” (p. 191). Ahí queda. Bienvenido a la literatura.

La literatura de los demás - Suburbano

La literatura de los demás - Suburbano



Quiero considerar la tercera novela de Miguel Ángel Hernández Navarro (Murcia, 1977): El dolor de los demás (Anagrama 2018), como la última entrega de una trilogía que se inicia con Intento de escapada (Anagrama 2013), la novela en que subyace una profunda crítica al mundo del arte y, más concretamente, a la personalidad y la obra del artista Santiago Sierra, y continúa con El instante de peligro (Anagrama 2015), finalista del premio Herralde de novela, en donde reflexiona sobre los límites entre el arte y la vida.

El mismo autor ha hablado en términos parecidos, como si El dolor de los demás representara el fin de un ciclo. Y bien parece que esta historia, un true crime en donde el mejor amigo del autor asesina a su hermana, se da a la fuga y luego se suicida, es la que le permite hablar desde la voz más cercana a sí mismo, la más íntima, después de haberse expresado a través de dos trasuntos, el de Marcos, el estudiante de Bellas Artes acomplejado de Intento de escapada, y el de Martín, el frustrado historiador del arte cuarentón de El instante de peligro. Para ello, Hernández utiliza una serie de estrategias brillantes: el uso de la segunda persona del singular para recuperar los recuerdos directamente relacionados con el día del crimen de una forma creíble y tomando cierta distancia con ese otro Miguel Ángel al mismo tiempo. A la vez, narra en presente y en primera persona el proceso de recopilación de datos y redacción de la novela desde el momento en que empieza a pergeñar el relato, tras una conversación con el también escritor Sergio del Molino, intercalándolo con otros recuerdos anteriores, describiendo su relación con Nicolás, su amigo, el homicida, con las familias de ambos, y con las personas de la huerta de Murcia con las que se relacionaba, como la Julia.

Hernández combina la estructura de thriller de un episodio sacado de la crónica de sucesos con la narrativa de la memoria. En realidad, el autor utiliza la caja negra de la mente del asesino para explicarse. Es el homicidio lo que recorta su perfil personal contra el horizonte de la realidad. La estrategia se revela sin ambages cuando el autor recupera unas imágenes muy importantes para él: la entrevista que le hizo un periodista de la televisión de Murcia el mismo día de los hechos por ser el mejor amigo del asesino. La narración de esa escena es el Rubicón que cruza el narrador para acabar resolviendo el texto en la figura de la víctima: la Rosi.

Es entonces cuando se ve cerca de la Julia, su vecina, su segunda madre, después de haber transitado la piel autoficticia del joven estudiante enamorado de su profesora y fascinado con la sacralidad del arte, que saltan por los aires a mitad de la narración, y del investigador extranjero que ingresa en un instituto de investigación cargado de cinismo para volver a reencontrarse con el arte, con la creación, a partir del recuerdo de su amante muerta y de su relación con la artista residente en el instituto. Además, para obtener el clímax, Hernández Navarro echa mano de una escena muy alejada de la heteronormatividad machista de los protagonistas masculinos que pueblan la literatura española reciente (El instante de peligro, pp. 205-206). Martín, que podría haber sido uno más de los machos dominantes fascinados por la atracción irresistible y el sexo fácil, se convierte en una figura mucho más compleja por su experiencia con la su sexualidad y, por la identidad que surge de ahí.

El de Miguel Ángel Hernández es un proyecto muy trabajado. En el fondo, siempre escribe en torno al mismo tema: la representación del dolor y cómo somos capaces de empatizar con él (Intento de escapada, p. 24). Pero para hacer suyo el tema necesita construir un nuevo lenguaje (“A veces siento que al nombrar las cosas con su término exacto la realidad se vuelve más cercana, menos confusa [El instante de peligro, p. 111]), que le obliga a un proceso. Así, deconstruye el arte como ideal para encontrar la parte de su esencia con la que realmente se alinea (“El arte volvió a poseerme. Es curioso que para hacerlo hubiera tenido que transformarse en vida” [El instante de peligro, p. 167]), para acabar escribiendo su obra más exigente, la que lo apela (“La única historia verdadera es la que nos abrasa, la que nos habla, la que nos alude” [El instante de peligro, p. 192]), con unos presupuestos renovados, con un lenguaje nuevo, directo, alejado de la voz más académica que preside sus dos primeros trabajos (porque “[e]l lenguaje cambia. Y con él el tratamiento de la actualidad. Y también la producción y reproducción de la realidad” [El dolor de los demás, p. 139]). A través de la lectura de los 3 libros se observa que, en este proceso de crecimiento, es muy consciente de sus limitaciones y sus posibilidades, que han crecido exponencialmente con cada entrega. Si su primera novela es un relato cerrado, con un prólogo y un epílogo que nos avisan del ejercicio autoficticio, en la segunda experimenta la voz de la confesión a una Sophie ficticia (El instante de peligro, p. 15), a la que dirige la narración en todo momento. La tercera, el motivo principal de estas letras, es un escrito en carne viva en donde Hernández se enfrenta con su pasado y su desarraigo. Es un proceso lento desde la autoficción hasta el relato autobiográfico. El autor ha requerido de tres pasos para acceder a una literatura más personal: la literatura de los demás, del dolor de los demás. La arquitectura literaria y los recursos de los que ha hecho gala para llegar hasta allí merecen el aplauso decidido de este lector.