lunes, 26 de febrero de 2018

El principe de la cultura pop en el Besós - Suburbano

El príncipe de la cultura pop en el Besós - Suburbano



Se cierra el círculo. Esta será la penúltima entrada dedicada a la cultura pop en la literatura española peninsular. La última obrará de bisagra. Será el final de este ciclo y el inicio de uno nuevo, el de las “literaturas del yo”, en toda la extensión que se pueda dar a esa categoría.

Estas dos últimas entradas volverán a estar localizadas en Barcelona, que ha sido la anfitriona de la serie desde la irrupción de la obra de Casavella. Qué menos que dedicar una de ellas a Javier Pérez Andújar (Sant Adrià del Besós, 1965), escritor, periodista, crítico cultural y divulgador de una “mostrenca” cultura popular relacionada con la Ciudad Condal, como bien pudieron comprobar los asistentes al pregón de las Fiestas de la Mercé de 2016. Pese a las protestas por parte de algunos sectores del independentismo catalán, que programaron un contra-pregón (Pérez Andújar publicó diversos artículos criticando al independentismo que no gustaron a todo el mundo), el escritor nacido al otro lado del Besós deleitó a los presentes con un mapeado de las trazas de la cultura popular que recorren las entrañas de la capital catalana. Desde las novelas populares de Bruguera, hasta los viejos cómics españoles de segunda mano del Mercat de Sant Antoni. Se trata de un discurso que encierra notables paralelismos con las letras de las canciones de Jaume Sisa, de quien Pérez Andújar es deudor, aunque incluyendo punk, por no hablar de la rumba catalana, de la que Sisa era admirador. Con este manejo de referentes, y el mucho bagaje del autor en fanzines, suplementos culturales y programas de TV, siempre dedicado en cuerpo y alma a la cultura popular, no es de extrañar que su primera novela: Los príncipes valientes (Tusquets, 2007), sea un canto a todos esos referentes.

El escrito, que en otra columna llegué a considerar como una novela río por la forma en que fluye la narración y arrastra los recuerdos del autor, se estructura a partir de una voz colectiva. Ese nosotros que habla al lector, lo conforman el alter ego del autor y su mejor amigo: Ruiz de Hita. Juntos recorren, en el exterior, las calles de esa ciudad dormitorio deprimida, edificada junto a un río contaminado, como es Sant Adrià del Besós; y en el interior, en su interior, los telefilmes del inspector Colombo, las novelas de Julio Verne o los cómics del TBO, por destacar algunos elementos de entre la extensa gama de producción popular que se cita en el libro. La TV, los cómics y los libros serán los escudos con los que estos príncipes valientes capearán los golpes de una infancia plagada de carencias. También la fantasía que emana de lo popular, de los relatos de un oeste imaginario, de la ciencia ficción, de las novelas de aventuras, del policíaco, será la que embellecerá historias sórdidas, como la que se oculta tras la biografía de la señora Umbelina, la madre de su amiga del barrio, que ejerce de prostituta en el anonimato de la gran urbe, para sacar adelante a la familia de la amiga de los protagonistas. Otra importante línea argumental es la que se resigue a través de los renglones del retrato de la figura del tío Ginés, suerte de prototipo del personaje barriobajero al que acompaña a los protagonistas en su aventura a través de la cultura popular. En esos pasajes se entrecruza una de las tradiciones más fructíferas de la literatura en lengua española, como es la picaresca, con el consumo de la cultura popular por parte de clases también populares, que es lo que acaba salvando a los protagonistas. Ese excelente equilibrio entre lo imaginario y la crudeza del realismo cotidiano —sucio, como las fachadas del Sant Adrià que recorren los protagonistas— es, sin duda, lo mejor del libro. La de Los príncipes valientes es una historia, la del área metropolitana de Barcelona, que no deberíamos olvidar, porque es la segunda historia de la introducción de la cultura popular en la sociedad española; la primera tuvo lugar durante la Segunda República, antes de aquella Guerra Civil de triste recuerdo. Valga esta cita para recuperar ese recuerdo:

mi madre atraviesa esta noche de apresuramientos y de clandestinidad metida en nuestra cocina, y prepara sobre el hierro negro del fogón una tortilla de patatas, que no quiere ser una tortilla española, dada la coyuntura. “Ésta es para mi tía, para que se la lleve a mi primo a la cárcel. Luego la comparten entre los presos”.



domingo, 4 de febrero de 2018

Muy buen intento - Nagari Magazine

Muy buen intento - Nagari Magazine



En una entrevista a Ricardo Menéndez Salmón (Gijón, 1971) en el blog de Vicente Luis Mora: Diario de lecturas, el primero echa en falta “una gran novela acerca de la inmigración”, que para la fecha de la entrevista es ya una realidad cotidiana en la sociedad española. Desconozco si otros autores han hecho caso de las palabras de Menéndez Salmón. Pero puedo asegurar que la primera novela de Miguel Ángel Hernández (Murcia, 1977): Intento de escapada (Anagrama, 2013), trata de eso. Lo hace a partir de una clara propuesta estética que se presenta al lector sin ambages y desde el plano artístico, que es el que mejor domina el autor.

Qué puedo decir de esta obra, sino que es un ejercicio de estilo excelente de altísimo nivel. Se trata de una obra con un lenguaje muy cuidado y a la vez sencillo, en donde apenas se utilizan metáforas, pero que se desarrolla a partir de un léxico muy rico y muy bien seleccionado.

La novela se desenvuelve a través de la voz en primera persona de un crítico de arte que rememora el final de su etapa formativa en la Facultad de Bellas Artes de Murcia —más adelante se sabrá que esa voz es el alter ego del autor—. Y en la historia tiene un papel fundamental la relación del protagonista y narrador: Marcos, con su profesora de arte contemporáneo: Helena.

El escrito empieza fuerte, con menciones a autores contemporáneos conocidos por su estilo transgresor para con el arte y reflexiones profundas al respecto:

“El arte contemporáneo es contemporáneo del mundo digital y es ahí donde hay que ir a buscarlo. El problema es que la información está dispersa y, en ocasiones, es contradictoria. Es uno mismo el que tiene que construir el texto, como si fuera un DJ, montando las diversas páginas en un orden, cortando, pegando y reestructurándolo todo. Conocer, más que nunca, se ha convertido en un acto de montaje.” (p. 30)

Resulta el caso de Bob Flanagan y Santiago Sierra, citado en el texto como Jacobo Montes según ha reconocido el propio autor. Pero la intención final de esta novela es narrar lo sucio y vacuo del mundo del arte que el narrador en un principio sublima, tal como muestra el propio Montes en sus juicios, y como la idealizada Helena reflejará con sus actos. Se trata de una novela de formación o un Bildungsroman.

El narrador articula su tesis a partir del mundo de los emigrantes. Montes quiere realizar una acción artística en la galería de arte que dirige Helena, y quiere que la tragedia de los emigrantes sea protagonista. Para ello eligen a Marcos como asistente de artista. Será él quien se enfrentará a los emigrantes y, a la vez, al proyecto artístico que idea Montes.

Este lector debe reconocer que en un principio no le gustó el primer acercamiento al fenómeno migratorio que realiza el autor, cuando el protagonista se está documentando para asistir a Montes. En concreto, me refiero a la visita al locutorio que hace el narrador (pp. 86-90). En esta escena se representa al emigrante con una imagen idealizada, como un objeto que contemplamos —en especial, la imagen de la madre boliviana mirando a su hija a través de la pantalla, en silencio, que se me antoja cursi, azucarada—. Sin voz y, por tanto, incapaz de errar. Reconozco que ahí me asusté. La literatura que trata a los desfavorecidos corre el riesgo de objetivarlos en su idealización. Eso sucede con los negros de Joseph Conrad, a los que pretende defender pero nunca da voz, como denuncia Edward Said, tan alejados de los negros de William Faulkner que tanto incomodan al lector porque nadie les defiende —la brecha de calidad entre Conrad y Faulkner es considerable, mal que le pese a muchos escritores contemporáneos en español—. Para el caso de la emigración, ese es un discurso peligroso, pues solo convence al convencido y es incapaz de erosionar el discurso anti-emigratorio frontal de la extrema derecha, que presenta al emigrante como alguien que viene a aprovecharse. Solo desde una fenomenología de los hechos, en la que se juzgue a cada individuo por sus actos, independientemente de su origen, se pueden generar encuentros éticos y así romper esta dicotomía.

Por suerte, si alguien domina la frontera entre objeto y sujeto a partir de su formación teórica es Hernández. Todas mis dudas en el tratamiento de los emigrantes se disiparon de un plumazo en la primera interacción “real” del narrador con un grupo de emigrantes. Se trata de la escena en que Marcos quiere entablar conversación con un grupo de subsaharianos y estos entra a la fuerza en su vehículo pensando que pretende darles trabajo (pp. 104-108). La narración es tan hilarante y absurda, y muestra un grado tan elevado de incomunicación, que plasma a la perfección la dificultad de esos encuentros éticos que mencionaba en el párrafo anterior. Eso supone el paso del objeto al sujeto en la novela, y prepara a la persona lectora para el verdadero encuentro ético, que se desarrolla entre Omar y el narrador (pp. 109-113). Ahí el personaje de Omar se humaniza, escuchamos su voz de escritor y podemos llegar a comprender sus polémicas decisiones posteriores. Es en este proceso posterior de Omar donde tiene lugar el desengaño del narrador con el arte, cuando observa que está vacía y que se aprovecha de vidas en franca situación de desespero. Este desengaño corre en paralelo con el desengaño sentimental que Marcos sufre con Helena, un personaje que se revela de lo más cínico. A partir de ahí la tensión que dominará el libro será la de saber qué le ocurre a Omar.

Es de agradecer que un escritor como Miguel Ángel Hernández, que atesora un elevado nivel teórico, dé pistas a este lector de sus fuentes, con la mención, entre otros, del teórico del arte Hal Foster, y su obra: El retorno de lo real (p. 128), para permitir una interpretación de sus coordenadas estéticas más adecuada. Es así como resulta fácil interpretar la iconostasis que el narrador cita repetidas veces, para explicar el proceso que utiliza Sierra para distanciarse del dolor real que desprenden sus obras. Es la pantalla-tamiz lacaniana que protege al artista de la abyección que muestra su obra (Foster, p. 153).

El libro se cierra con la descodificación metaliteraria del texto. El narrador nos confiesa que ha inventado “[n]ombres, lugares, situaciones, personaje” (p. 230), para poder narrar lo que de verdad ocurrió sin comprometerse. Se trata, por tanto, de un producto artístico, una novela. El autor ha tenido claro en todo momento que el artista finge. Él también ha fingido por boca del narrador. Solo así puede mostrar que él también se volvió cómplice de la farsa del arte contemporáneo sin engañar a quien lee esta novela. Ahí radica la verdad de esta mentira. Ese es el proyecto que parece iniciar Hernández, el de la recreación artística de la realidad a partir de una verosimilitud fingida: el retorno de lo real. El autor lleva tan a rajatabla su plan en esta primera novela que su narrador hasta se despide haciendo explícito su agradecimiento al ficticio Jacobo Montes, a su inexistente fundación y a la imaginaria Helena Román. Todos los agentes que han orquestado su desengaño. Así se cierra esta magnífica primera novela que, al entender de quien esto escribe, cumple con creces las peticiones de Menéndez Salmón aunque desde una voz autóctona. Lo hace desde un proyecto estético muy definido.