lunes, 11 de diciembre de 2017

Sinceridad filial- Nagari Magazine

Sinceridad filial- Nagari Magazine


En los distintos intentos experimentales que han enriquecido la historia de la literatura, la naturaleza individualista de la literatura occidental ha pretendido reinventar muchas veces la estructura del relato como una nueva forma de contar historias, sin pensar que esa estructura es una construcción social colectiva de las buenas historias, como demostró Vladimir Propp. Curiosamente, esas voces “experimentales” no tienen en cuenta muchas veces la dificultad que existe al tratar de explicar la experiencia desde ese corsé formal, que puede llegar a ser un ejercicio más experimental que el propio experimentalismo. Qué incómodo resulta percibir lo artificial de la crisis que acontece en el último tercio de una novela que se está leyendo con gusto, y qué provechoso resultaría utilizar esa estructura, crisis incluida, para plasmar en el caos de nuestra existencia las cosas que de verdad nos han importado. Da lo mismo que nunca se alcance la objetividad cuando el placer reside en sumergirse en lo que se cuenta. Pero para ello cabe renunciar tanto a la idealización individualista de autor como al concepto de genio, y utilizar otras varas para medir la imaginación, ya que experiencia todos atesoramos llegada una edad. Afortunadamente, hace ya unos años que la experiencia vivida, lo autobiográfico, el testimonio plasmado en el papel, están tomando protagonismo en el mundo literario. Aquí se ha tratado del tema en más de una ocasión, aunque no siempre el autor lo haya resuelto de manera brillante. Pero para hacer justicia a este autor del que voy a hablar hoy, y de la crítica en la literatura española, pues el texto ganó el Premio de la Crítica en 2011, cabría escribir sobre uno de los libros pioneros en esta tendencia. Se trata de un libro en el que asuntos familiares reales construyen el centro de la trama, no es otro sino Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968).

El tercer libro de largo aliento de Giralt Torrente —que no la tercera novela—, hijo del pintor Juan Giralt (1940-2007) y nieto del prestigioso escritor Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), está dedicado al primero. A diferencia de otros textos de esta temática que he leído, el narrador deja claro pronto que no se va a esconder tras cualquier tipo de máscara de ficción: “Hablar por primera vez con la propia voz. Una sensación nueva que aturde: no poder inventar.” (p. 13) Se aleja de forma explícita de la ambigua autoficción: “Aunque mi oficio supuestamente sea el de imaginar vidas, no puedo imaginar las distintas posibilidades de la mía.” (p. 122) Eso le va llevar a hacerse preguntas de calado sobre la escritura autobiográfica: “¿Cómo construir con la memoria una historia equilibrada cuando tan sólo disponemos de una mirada, y esa mirada está tamizada, influida además, por nuestro propio ser único?” (p. 49) A partir de ahí el autor-narrador muestra la tremenda complejidad de desnudarse ante la audiencia lectora. No pretende agradar. Y el conflicto que subyace entre padre e hijo, que es grande, se desarrolla a través de una historia de burgueses bohemios y decadentes, pese a que en muchos momentos pasen graves dificultades económicas. Además de la separación de los padres y del temprano abandono del progenitor de sus obligaciones morales, se narra la gran renuncia de la madre y el hijo: la pérdida de la asistenta interna (p. 46). Y se habla del dibujo que Joan Miró le dedicó al autor (p. 40). O se menciona la esmeralda que el autor-narrador regala a su mujer para su boda (p. 95). Ese es el nivel. Pero se agradece esa sinceridad después de leer y escuchar a tanto poeta del pueblo de familia bien que se arroga la representación de las clases bajas. Al menos Giralt no engaña a nadie. La parte en que más me carga, sin embargo, es la de las justificaciones propias y ajenas, que se pueden encontrar en las páginas 138 y 139. ¿No basta con narra la vida para que la persona lectora saque sus propias conclusiones? ¿Hay que dirigirla?

En cuanto al estilo, el uso de recursos estilísticos elevados que embellezcan el texto brilla por su ausencia. Apenas se utilizan metáforas y estas son muy contenidas (“me pregunto si mido bien el carillón de recuerdos con el que pretendo acercarme a una objetividad imposible” [p. 72]). Se utiliza muy a menudo el presente y se narra buena parte de los hechos de forma notarial, como el tono del duelo que aquí se cuenta. Se mantiene así hasta el final, pese a atravesar pasajes trágicos. Eso muestra que el autor-narrador ha pensado mucho la relación íntima entre la forma y el contenido, y en que la enfermedad del padre no apantalle el resto de la narración, el resto de su vida, como se observa desde el arranque del libro. Ya solo por ese magnífico arranque, en el que el autor avisa del uso preferencial que va a hacer de la repetición como recurso estilístico, merece leerse.

sábado, 2 de diciembre de 2017

Johnny Thunders en Barcelona - Suburbano

Johnny Thunders en Barcelona - Suburbano


Una vieja estrella del rock en su declive, aguantando a duras penas la guitarra en una esperpéntica gira, puede convertirse en terreno abonado adecuadamente en un momento mítico de ese escenario geográfico, sobre todo si es de segunda fila. Las visitas de Johnny Thunders (1953-1991) a Barcelona son quizá uno de los episodios determinantes de la literatura pop recreada en la Ciudad Condal. A la que tuvo lugar en 1986 y a los múltiples yonquis y camellos que conoció el cantante de Nueva York, dedica muchas páginas Sabino Méndez en la aquí reseñada crónica: Corre, roquer, poniendo especial interés en la anécdota del yonqui que le acompañó a comprar heroína en el Chino, y que se acabó convirtiendo en el fantasma del cantante. También en una visita de Thunders a Barcelona se inspira la aclamada novela de Carlos Zanón (Barcelona, 1966): Yo fui Johnny Thunders, pero lo hace a partir de otro fugaz concierto, este escondido a mitad de camino entre el recuerdo y la leyenda, el del Magic de 1989, solo dos años antes de la muerte del cantante y guitarrista.

Thunders se apoya en un músico local: Mr. Frankie, para ocultar su deplorable estado en aquella actuación. Mr. Frankie, también conocido como Francis, es un músico de punk-rock que tiene que volver a su barrio tras haber fracasado en su intento de triunfar en el mundo de la música. Ahora es un alma rota, un ex drogadicto que tiene que volver a vivir con su padre, un anciano con un pasado también turbio. El viejo está acusado de abusar de su hija adoptiva: Marisol, hermanastra de Francis, en su tiempo enamorada del protagonista cuando era joven, y ahora embarcada en una relación con el maduro dueño de un bingo. Sera su amante el que le conseguirá un trabajo de guardia de seguridad y, más tarde, mensajero, que le permita a Francis obtener el dinero necesario para seguir viendo a sus hijos, sobre todo al mayor: Víctor, ante la demanda de su ex mujer.

Es este medio ambiente sórdido el que le permite al narrador bucear en las miserias del pasado de Francis cuando pretendía ser alguien importante: Mr. Frankie. Se suceden los excesos del pasado, las vidas rotas, las esperanzas quebradas. También ese pasado es el que introduce el rock con naturalidad en la narración: los locales roqueros de Castelldefels, la calle Escudillers, los hippies, el punk campando a sus anchas por Barcelona, un concierto a media luz el año 1993 (págs. 215-219)... La cumbre del protagonismo de la música la experimenta la canción “Debaser”, de The Pixies. Se introduce un análisis de la canción en el capítulo 33 “Chien Andalusia” (págs. 220-224); para después llevarlo a la práctica en el siguiente capítulo, en una fuga frenética que muestra claramente que el narrador ha entendido el ritmo (págs. 225-229). “Debaser” es una de las canciones más frenéticas de The Pixies, forma parte de Doolitle, el segundo LP de la banda, y puedo asegurarles que escuchar esa canción, que tantos recuerdos me devuelve, y leer ese capítulo 34 de Zanón: “Niño mutante”, provocan sensaciones hermanas. Nunca antes había tenido una experiencia tan epifánica entre literatura y rock.

El rock, sin embargo, es la banda sonora que acompaña una sórdida historia de literatura negra, una historia de barrio protagonizada por matones de medio pelo y viejos ex delincuentes que pretenden una vida más cómoda regentando negocios más respetables, como el actual novio de Marisol. Es una trama que pone a prueba a los personajes, con todas sus poliédricas caras. En ese punto, a la persona lectora le chirrían ciertas convenciones de un género artificial como es el noir. Pero eso acaba no siendo un problema. Lo más destacable en esta novela, es la construcción arquetípica de esos perdedores que habitan sus páginas. Si para este lector el problema de la narrativa de Méndez es su engreimiento, este brilla por su ausencia en el narrador de Yo fui Johnny Thunders. Para numerosos críticos, el autor se emparenta con Vázquez Montalbán. No diré que no porque existen paralelismos, pero para mí, los personajes y las descripciones psicogeográficas también recuerdan mucho a Marsé.

Estamos hablando, por tanto, de literatura. Zanón se inició como poeta, pero no es la suya una prosa poética, sino una escritura sencilla que pierde el compás en algunos momentos. Sin embargo, la fuerza de los personajes, sobre todo la del protagonista principal, Mr Frankie/Francis, compensa con creces las carencias estilísticas. Yo fui Johnny Thunders puede ser una novela negra. Pero, si se obvian los necesarios clichés del género, es una novela de la vida real, con las miserias cotidianas y los lugares oscuros de las personas que la habitamos, que a uno le traen a la memoria a amigos y a antiguas parejas, los que están y los que dejaron de estar, pero que han poblado su universo personal, y eso solo es posible gracias a una buena novela, como la de Zanón. Lástima del titubeante final. Cuando la emoción se encuentra en el punto más álgido, el narrador la disipa.