lunes, 30 de enero de 2017

El espectáculo de la literatura - Suburbano

El espectáculo de la literatura - Suburbano


La novela de Juan José Becerra (Junín, 1965): El espectáculo del tiempo, segunda publicada en Candaya de las varias de este autor argentino, se enmarca dentro del repunte de lo autobiográfico como material para la escritura que está teniendo lugar en la literatura mundial. Y, ciertamente, el autor utiliza las estrategias propias de la escritura del yo para componer el libro. Pero cabría extenderse más en las características del texto para comprender el rol de las vivencias autobiográficas en un escrito que trata de reflexionar sobre el paso del tiempo y sus mecanismos emocionales.

Para empezar, el autor es consciente de los distintos yoes que nos acompañan durante toda nuestra existencia, y eso afecta tanto a la escritura como a la reescritura (p. 41), así como a la economía narrativa del texto. Por otro lado, se trata de una novela que se apoya en la autoficción: “Tuve que decirle que lo que le había contado no era cierto (si fue o no fue cierto, lectores, ustedes nunca lo sabrán)” (p. 95). Pero Becerra tiene el detalle de construir al narrador como un personaje, al dotarlo de un nombre distinto, aunque cercano al autor: Juan Guerra. Esta simple estrategia tiene notable tradición en las letras en español. Ha sido desarrollada por autores como Roberto Bolaño con Arturo Belano, Javier Marías con Jacobo Deza, o el recientemente fallecido Ricardo Piglia y su Renzi. Cabe pensar que el resto de los personajes que aparecen, aunque identificables para el entorno cercano del autor, transitan las páginas del libro con nombres distintos a los de las personas reales que los inspiraron. Este hecho aleja a Becerra del fenómeno Knausgård y su saga autobiográfica: Mi lucha, muy proclive a revelar intimidades de terceras personas.

En El espectáculo del tiempo, en cambio, la intimidad siempre pertenece al narrador mediante sus relaciones familiares, sus amistades o las experiencias sexuales, muy aireadas y detalladas en el escrito, a menudo crueles, a veces repetitivas, aunque fundamentales para comprender la psicología del narrador. La estrategia fundamental para que todas estas intimidades de distinta índole se entrecrucen en el texto es la estructura. A partir de un momento determinante, como el nacimiento de un hijo, se vuelve por asociación al recuerdo previo, la concepción, en donde un nuevo elemento, en este caso la cámara de vídeo en manos de un cinéfilo, cobra una importancia inusitada. Se abre así un universo de posibilidades narrativas.

Sin duda, esta organización estructural es lo mejor de la novela, pues a través de esas asociaciones temáticas y temporales, el lector se va encontrando con los episodios que llenan la vida de Juan Guerra, natural de Junín, propietario de un cine, sin desvirtuar el carácter caótico de los recuerdos, que se sintetiza en ese “No sé qué hice” (p. 432) para los años 1976, 1979, 1987 y 1988.

Como se puede observar, los pasajes se clasifican por el año en que ocurrieron, único título que acompaña a los distintos capítulos y que, como es lógico, se repite a menudo. La novela esté dividida en tres partes, todas sin lema, aunque la segunda se compone únicamente de un relato de corte apocalíptico. En la primera parte, la persona que lee se sitúa en el universo de Juan Guerra: el divorcio de sus padres, la pasión por el cine frente a la pasión por los aviones del padre, el primer amor, las primeras experiencias sexuales, los amigos. Mientras que en la última se encuentra la síntesis de una existencia, “el espectáculo del tiempo”, con el balance sobre la vida de los padres, el desenlace de la brutal historia de amor de su amigo Lorenzo, la paternidad, el incendio del cine o la desaparición del aeródromo de Junín.

La piedra angular del libro es el tiempo. No solo los años que encabezan los capítulos, ni el tiempo que, hacia delante y hacia atrás, se va conformando en el testigo estructural de las vivencias de los personajes. También las reflexiones sobre la naturaleza del tiempo que va hilvanando el narrador, que se acentúan en la última parte y relacionan al tiempo con el espacio, para conformar un escrito tan compacto que hasta la elección de la portada le hace juego.

No sé cuánto habrá tardado Becerra en componer este escrito, lo que tampoco es muy importante porque hay escritores muy dotados. Lo destacable es que se observa que es un texto muy trabajado, muy bien pensado, en donde estilo, anécdotas y reflexiones se complementan en todo momento componiendo una obra total pese a su fragmentación.

En definitiva, una novela sólida, de las mejores del año que justo ha finalizado, en la que se observa el muy notable oficio del autor para utilizar la experiencia biográfica como material narrativo. Tal es la pericia de Becerra, que la primera parte finaliza con el discurso de Charly Hossinger, el primer astronauta argentino. Su relato de la visión de la Tierra desde su órbita, con la consiguiente carga de insignificancia de la humanidad frente al universo, da pie al fragmento apocalíptico de la segunda: el fin de los seres humanos, y prepara a quien lee para relativizar esa síntesis de una vida humana. Todo un monumento a la existencia muy bien ponderado.

lunes, 2 de enero de 2017

Tractatus Literario - Nagari Magazine

Tractatus Literario - Nagari Magazine


El Tractatus Logico-Philosophicus, además de ser uno de los ensayos clásicos de la filosofía del siglo XX, es el tratado que va a influir de forma determinante al posestructuralismo, al distanciarse de forma crítica del aparato lógico de Bertrand Russell y postular el lenguaje como la base del conocimiento humano. El Tractatus es la clave de lo que se ha dado en llamar el giro lingüístico, que ha llevado a pensadores como Michel Foucault, Judith Butler, Jacques Derrida o Roland Barthes a plantear el conocimiento humano, incluido el conocimiento científico, como algo de naturaleza relativa y condicionado por el lenguaje en el que se formula. Este libro, que pretende “trazar un límite al pensamiento,” (16) más que transformarse en la obra racionalista que pretendía, se ha convertido en el símbolo del relativismo cultural del ser humano. Es cierto que Wittgenstein cambia el foco de la realidad de los objetos a los hechos (proposición 1.1), y que tiene en cuenta los límites de nuestros sentidos (proposición 2.0232), así como la necesidad de contrastación con la realidad (proposición 2.022), y la demostración de que la verdad de las matemáticas reside en que es un lenguaje, que desarrolla en el punto 6, por lo que sería un producto propio de la episteme moderna. Pero a partir de la importancia del lenguaje, da paso a la arbitrariedad en la construcción del conocimiento (proposición 3.342) y al hecho de que es el lenguaje la clave de todo nuestro pensamiento, como se desarrolla en el punto 4, llegando a la conclusión de que “[t]odas las proposiciones de la lógica dicen lo mismo. Es decir, nada.” (95) Por lo que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo (proposición 5.6), con lo que se inicia el proceso de disolución del sujeto y la consideración relativa del conocimiento científico que capitaneará el posestructuralismo.

Sin embargo, la obra capital del denominado segundo Wittgenstein ha supuesto para la literatura escrita en español otra clase de influencia, de tipo creativo, que no deja de ser curiosa y significativa. Para mostrar este influjo, lo contrastaré con un poemario: Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del tractatus, de Agustín Fernández Mallo, y con el relato de Salvador Elizondo: “Tractatus rethorico-pictoricus.”

El poemario de Agustín Fernández Mallo que, pese a ser una obra prematura, ya contiene todos los rasgos estéticos de la poética del autor, realiza una aproximación muy personal al clásico de Wittgenstein. Para empezar, lo observamos en la estructura a partir de fragmentos más o menos breves que se encadenan en el libro. Después en el estilo sentencioso que se percibe al leer fragmentos como: “El destino de la memoria [ese órgano poroso] no es olvido; es la infidelidad.” (17) Pero, sobre todo, al afirmar: “Nuestra historia fue una ecuación. Un acto de fe,” (37) equipara la historia amorosa que está poetizando a una ecuación y, por tanto, al aparato lógico que desarrolla Wittgenstein en el Tractatus. A partir de aquí, los fragmentos del poemario se construyen según el espacio dual que se elabora en el Tractatus entre tautología y contradicción: “quien pierde exactamente Todo gana exactamente Nada, y esa contradicción te paraliza,” (47) o “[t]e busco y te encuentro. No te busco y también te encuentro.” (49) Dualidad que se resolverá más adelante a partir del concepto de límite y, más concretamente, de “límite del lenguaje,” (77) en completa analogía con el pensamiento que desarrolla Wittgenstein en el Tractatus. La afinidad es tal, que a partir de este punto se cita de forma literal el nombre del filósofo (79, 80, 100), así como su obra magna, nombrando explícitamente el punto 7 del Tractatus: “De lo que no se puede hablar mejor es callarse.” (Wittgenstein 149). Fernández Mallo compara a Wittgenstein con un místico (101), y esa es la clave para comprender la interpretación y la utilización del Tractatus por parte del poeta. Según afirma Eduardo Moga en el prólogo de la obra, Fernández Mallo toma el Tractatus como una obra poética, y a partir de ahí se aplica a escribir un poemario que concibe las afirmaciones de Wittgenstein como poesía. 

El segundo de los textos: “Tractatus rethorico-pictoricus,” tal como su propio nombre indica, realiza una aproximación irónica. A partir de la estructura del Tractatus, lo que desarrolla Elizondo es un tratado sobre pintura. Lo significativo del caso es que Elizondo llega a unas conclusiones muy similares para la pintura a las que Wittgenstein desarrolla para la lógica. Ambos textos pretenden organizar la experiencia, y Elizondo alude de forma irónica a la calificación de clásico de todo tratado (466). Ironía porque el autor ya sabe de la imposibilidad de articular una axiomática perfecta: “El orden que este tratado de la pintura ya inconcluso y fallido instaura es el orden que rige construcciones como la matemática axiomática.” (466) Pese a la componente irónica, el autor sabe de la naturaleza metódica de su texto y de la necesidad del rigor, y por eso apela a la tradición (467). Cuando equipara escritura a pintura por sus relaciones con tiempo y espacio (468), nos está dando la clave en la que se compara con el Tractatus. A partir de aquí, nos encontramos con un verdadero tratado sobre la pintura, que pretende desentrañar los enigmas que la luz produce en nosotros, mediante la forma de pintar un kaki, lo que, de manera irónica, demostraría que todos los sistemas de conocimiento son isomorfos, no importa a partir de qué tipo de experiencia se fundamenten. Por eso concluye que: “La escritura de un tratado no puede ser considerada más que como la obra generosa del espíritu.” (475)