Lo que más me impresiona de El crepúsculo de los dioses
(Sunset Boulevard en el original, la película de Billy Wilder), es la
voz en off del joven periodista muerto que flota en la piscina de la casa de
lujo. Está muerto, sí, pero eso no le impide narrar la historia. De esa voz de ultratumba
emana toda la autoridad de esa historia. De la misma forma, en la última novela
de Pablo Sánchez (Barcelona, 1970): La vida póstuma (Algaida, 2017), es
la voz de un muerto la que dirige la parte central de la acción. En aquella
película del Hollywood mítico se deconstruye una ciudad como Los Ángeles, en la
novela de Sánchez es la Barcelona del glamur y el negocio turístico la que
ejerce de decorado para el homenaje, esta vez no a una vieja generación de
actores, sino de escritores políticamente comprometidos.
Sánchez (Barcelona, 1970), es un narrador experimentado,
además de un académico de prestigio. Resultó ganador del Premio Francisco
Casavella en 2010 por El alquiler del mundo (Destino), una novela crítica
con el capitalismo y la especulación financiera. Y en 2005 se proclamó ganador del
XI Premio Lengua de Trapo por Caja negra (Lengua de Trapo), una
metaficción muy aplaudida, incluso por aquellos que no aman especialmente la
autoficción —como Rafael Reig, presidente del jurado del premio—. En esta
tercera novela Sánchez ensaya una ficción en donde el narrador, Max von Sydow, descendiente
a su pesar del cine de Bergman, no tiene apenas coincidencias biográficas con el
autor, no así en los rasgos de carácter. Se nos advierte del artificio: “Es
como si mi origen real fuera la ficción y yo procediera de ahí” (p. 56). De
nuevo encontramos una crítica a la economía de mercado que aparecía en El
alquiler del mundo. Pero esta vez a través de la biografía de un padre
escritor, un idealista que acaba derrotado por el sistema, hasta que muere y entonces
empieza una nueva dimensión de la novela, en donde el personaje del padre: el
escritor José Ángel Arranz, crece hasta una altura inesperada. Entonces
empiezan los envíos: las cartas, los libros y los mensajes que el padre manda a
familiares y albaceas desde el más allá, que cambian por completo la recepción
de su imagen (p. 83), en una suerte de reformulación de la identidad
contemporánea: “Es la necesidad propia de un nuevo yo, tan distinto a ese que
tú conociste” (p. 129). En su propuesta teórica, es la parte más sugerente de
la novela por la forma en que el narrador reconstruye la identidad del padre a
partir de ajustes de cuentas morales, como el que tiene lugar en la escena con
Uría (pp. 100-111), y en la extraña relación con el ocultista Herzog. También
es la más entretenida por la selección de pasajes que elige el autor.
Son varios los libros sobre la muerte que he leído
recientemente: Al
final uno también muere, de Roberto Valencia y Cuántos de los tuyos
han muerto, de Eduardo Ruiz. Este es diferente. Si bien en el libro de
relatos de Ruiz aparecen aspectos sociopolíticos de la situación de México, no
en la medida en que lo hacen en La vida póstuma, donde la historia de la
Barcelona reciente, la Barcelona que triunfa con los Juegos Olímpicos y abraza
el capitalismo y el consumo de masas se convierte en el decorado principal para
plasmar la transformación del paso del tiempo y el dolor por los que ya no
están: de la Barcelona preolímpica a la Barcelona del diseño, la Barcelona de
la cocaína...
A fin de cuentas, este es un libro sobre pérdidas, como resulta
propio cuando se habla de la muerte. De una forma u otra, el narrador pierde a
todas sus personas queridas. Como enuncia en la página 135, la melancolía y el
realismo son las claves estéticas de la novela. Pero, sobre todo, a través de
la muerte, la desaparición y, en menor medida, el esoterismo, este libro es un
homenaje a una generación derrotada por los intereses y el mercado, una
generación de escritores que creyeron que podrían cambiar el mundo desde las
ideas, como el padre del narrador, una generación no solo española, sino
europea y latinoamericana, como muy bien figura en diversos pasajes de la
novela, en los que el narrador rehace los puentes de su padre con
Latinoamérica, o entra en contacto con el militante amigo francés de su progenitor.
Se trata de una suerte de Educación sentimental barcelonesa aderezada
por el nihilismo barojiano que preside un final. Ahí quede.
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