No es buena noticia pero requiere de homenaje. El pasado mes
murió Julián Rodríguez (1968-2019). Conocido galerista en el ámbito extremeño,
se había destacado como escritor a principios del siglo XXI: Lo improbable
(Debate, 2001) o Cultivos (Mondador, 2008) formaron parte de una obra
que fascinó a sus lectores. Pero, sin duda, su texto más aplaudido fue Unas
vacaciones baratas en la miseria de los demás (Caballo de Troya, 2004). En él
desmenuzaba de una forma aséptica pero hermosa su relación con el padre, con la
tierra y con esas conversaciones que conforman nuestras identidades cambiantes.
Junto con Cultivos, ese libro era parte de un ciclo de “escritos de
resistencia”. Se trataba de un proyecto que pretendía reconstruir la biografía
personal y emocional del autor a partir de un lenguaje contenido pero no
carente de valores estéticos. Era lógico que lo autobiográfico tuviera un peso
importante en sus actividades futuras, conforme se fue alejando de su carrera
de escritor y se fue acercando a la de editor. Esa profesión, junto a Paca
Flores, al frente de Periférica, ocupó su trayectoria profesional durante la
última década. Así lo conocieron muchos. Así lo reconocimos los que lo habíamos
descubierto como escritor.
Ese proyecto editorial evitaba los tradicionales centros
culturales españoles. Periférica se gestionó desde Extremadura y esa geografía
de extrarradio no supuso obstáculo para que Rodríguez y Flores descubrieran una
serie de escritores hoy imprescindibles en castellano: Yuri Herrera, Carlos
Labbé, Rita Indiana... Su labor de recuperación de algunos títulos y algunos
nombres injustamente olvidados en la historia reciente de la república de las
letras ha sido también encomiable: Henry James, Thomas Wolfe, Angelika
Schrobsdorff, Mary Kerr —las dos últimas en colaboración con el sello que codirigía
su pareja: Errata Naturae—. Rodríguez sabía de arte contemporáneo. Se adelantó
a muchos al entender que la creación contemporánea iba a surgir desde la
periferia. No solo me refiero a la producción. El origen periférico de Rodríguez
—hijo de campesino, de la tierra, de ese silencio— no fue freno para que este
creador y gestor cultural alcanzara un gusto exquisito.
Como digo y ya di cuenta en una entrada
anterior, su editorial cuidaba con especial interés las obras de contenido
autobiográfico. A modo de homenaje, repasaré la obra de los últimos escritores
que han dado que hablar en el contexto de las literaturas del yo, en
consonancia con la naturaleza de esta serie. He elegido a dos: Vicente Valero
(Ibiza, 1963) y Valentín Roma (Ripollet, 1970). Al primero lo descubrí gracias
a la sugerencia del crítico Ignacio Echevarría en torno a Los extraños
(2014). Al segundo le seguía la pista desde que publicó El enfermero de
Lenin (2017), por ser la crónica autobiográfica de una periferia que yo
también compartí. No me equivoqué, aunque para componer este escrito haya
echado también mano de sus últimas obras: en el caso de Valero, Duelo de
alfiles (2018), y Retrato del futbolista adolescente (2019) para
Roma.
La prosa de Valero tiene una deuda con la de W. G. Sebald. Pero
también atesora notas particulares de la particular biografía del autor, además
de una prosa deliciosa:
Tuve por primera vez noticia de
nuestro tío Alberto solamente una semana antes de conocerlo, cuando yo tenía
once años y el estaba a punto de cumplir los sesenta, y si mi padre, hasta
entonces, no me había hablado de aquel hermano suyo, o hermanastro, o medio
hermano, o como quiera que haya de llamarse a la persona que comparte con otro
únicamente a uno de sus progenitores, en este caso al padre —es decir, a mi abuelo paterno, también llamado
Alberto—, no había sido, estoy seguro, porque existiera alguna turbia razón
para ocultarlo (Los extraños, p. 49).
El primero de los libros traza una genealogía de los
extraños personajes que pueblan el histórico familiar de Valero, con la que se
entronca. En Duelo de alfiles es el ajedrez, en cambio, el hilo
conductor que va vertebrando la sabiduría de Valero sobre la obra de Benjamin,
su relación con Brecht y Kafka, junto a los viajes de Valero por Alemania o
Italia, entre otros lugares. En este último no hay más estructura que la de la
vida.
Por lo que respecta a Roma, su prosa es mucho más directa.
No hay más que ver el arranque del primero de los libros que se tratan aquí:
“Mi padre enloqueció durante veintiún días en el verano de 2011, tras una
operación rutinaria cuyas complicaciones siguen siendo, aún hoy, inexplicables”
(p. 5). Allí se disecciona la relación del narrador con su progenitor desde la
autoficción. Pero más allá de la simplificación del estilo, el grado de
erudición que maneja es mayúsculo. No hay más que ver la lista de libros que el
narrador refiere en la página 33 de esta novela. Así es como viste una
biografía muy peculiar este profesor universitario de arte, originario de la
periferia de Barcelona y, a la vez, de un pueblo de La Mancha, como se observa
en la tensión que se desprende de su primer libro. Si Amélie Nothomb tuvo una
vida peculiar a la sombra de su padre, diplomático, Roma nos revela otra
realidad, oculta también a la mayoría de los mortales, pero más sórdida: la de
las jóvenes promesas del fútbol. No en vano, Roma llegó a debutar en categorías
inferiores de la selección española. De eso trata Retrato de un futbolista
adolescente: de la tensión de un joven que se debate entre el camino sordo
de los libros o el éxito sonoro del futbolista contemporáneo. Hablamos, por
tanto, de una novela de formación.
Ambos proyectos, brillantes y diversos, influidos por
autores del panorama internacional y a la vez claramente autóctonos,
constructores de edificios personales complejos, sutiles, hubieran sido humo
fútil sin la labor de Periférica. Hoy son huella del trabajo de dos editores
dedicados, del que ahora solo queda uno. No es buena noticia pero merecía este
homenaje.
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