sábado, 2 de marzo de 2019

Las clavículas de las niñas prodigio - Suburbano

Las clavículas de las niñas prodigio - Suburbano



En la última entrada hablaba de la literatura del yo desde una perspectiva femenina. Lo hacía a partir de la autora que más espacio ha ocupado en el ámbito internacional reciente. Pero no puedo obviar la transformación que la sociedad española ha experimentado en los últimos tiempos con la mujer en el centro, también en el ámbito de la literatura, mucho más en la del yo.

Es larga la tradición literaria feminista hispana, en especial en su rama latinoamericana. Pero he querido centrarme en la literatura española peninsular por el impulso social que ha tomado allí el discurso feminista, hasta el punto de convocar manifestaciones multitudinarias el pasado 8 de marzo, y generar movimientos de ultraderecha dispuestos a enfrentar sus tesis, como Vox.

Para mi texto de hoy he elegido dos novelas recientes, muestras del signo de los tiempos. La primera es una joven promesa, Sabina Urraca (San Sebastián, 1984), contrastada periodista que debutó literariamente con Las niñas prodigio (Fulgencio Pimentel, 2017), una autoficción en la que sintetiza su existencia. La segunda es una solvente escritora que se ha convertido en una de las voces de referencia en la literatura española: Marta Sanz (Madrid, 1967). Sanz suele trabajar la crítica social desde la hibridación de géneros. Ha practicado la novela negra y el relato de época. Pero en Clavícula (Anagrama, 2017) se enfrenta de manera explícita con su autobiografía, con su enfermedad y con su condición de mujer.

La primera de las dos novelas es un arrebato de visceralidad. Urraca nos introduce en una infancia a la par traumática y fascinada por los traumas. Por la violencia mental de los niños (“Cuchillitos” [p. 71]). Por la emergencia de una sexualidad siniestra. Por la relación con Chori, ese chico gallego con el que se cartea. Y, sobre todo, por su amor a Henri, un amigo vasco-francés de los padres que vive con ellos en la isla (Tenerife), en una narración donde los límites entre la sexualidad y el tabú quedan borrosos. Lo hace desde el cortijo semiabandonado en el que se ha recluido para escribir la narradora. Las letras que surgen de esas muñecas, plasmadas sobre un teclado que se alimenta como puede de la electricidad que llega, están impregnadas por esa infancia y por un sentimiento ambivalente: el deseo y el rechazo a la maternidad, que se plasma desde el inicio, cuando la narradora asiste a un parto (p. 9). Ese recorrido femenino ,desde la infancia hasta la edad adulta, pasando por los episodios en la pubertad, la narradora lo traza con el tono del terror, con el amenazante aliento de la sangre menstrual de las vírgenes, con la mirada del sadismo, con una combinación entre el testimonio y la extrañeza, y con un estilo brillante. Se trata de un ejercicio de empoderamiento de la autora después de que la narradora nos haya mostrado a personajes como Sara (p. 114), siempre a manos de las decisiones de los hombres. Solo al final se me hace un poco largo un libro que he leído con intensidad. Y después de reflexionar sobre su ambición, que no es poca, pues pretende sintetizar ese manojo de nervios, sentimientos, deseos y frustraciones que es una persona, me pregunto cuál será la próxima obra de la autora tras haber dejado el listón tan alto.

Clavícula es un escrito muy diferente. La narradora levanta acta de una parte muy especial de la intimidad: las dolencias, la enfermedad. Lo hace de una forma tan desgarrada que me recuerda a Stendhal. La suya es una declaración “en carne viva” (p. 50), que por momentos le hace sentirse culpable, como sucede cuando una narración habla sin pudor de personas vivas, en la que intercala otros textos, en su mayoría extraídos de experiencias viajeras. La narradora se siente la única culpable, una privilegiada que es infeliz. Suerte de su esposo, que es el bastón en el que se apoya la enferma para seguir caminando hasta el cierre del libro, cuando en la mención a los padres emerge, sutil, la figura del marido (p. 201); porque los médicos que se representan en el texto no parecen ser un alivio. También hay espacio para la identificación con los obreros que es una constante en su obra  (p. 22). Pero, especialmente, la hay con todas aquellas mujeres que sufren, con todas aquellas mujeres que enferman, con todas las mujeres que se enfrentan con la humillación de sus médicos, no importa el sexo de estos. Se encara, en definitiva, al patriarcado desde la enfermedad (p. 98). De ahí la mención a Elvira Navarro y su novela: La trabajadora (p. 35). La voz narradora ataca el escrito desde la experimentación, poniendo hincapié en que no va a hacer uso de las estructuras del suspense (pp. 164-165); solo que no entiendo que entonces requiera mentar al lugar manido que es la autoficción al inicio del libro (“Voy a contar lo que me ha pasado y lo que no me ha pasado [p. 11]). En cierta forma, estas letras son un reencuentro: el reencuentro con la persona que conocí para una entrevista que salió publicada en Quimera. Acababa de publicar Daniela Astor y la caja negra (Anagrama, 2013). Yo llegué como todo entrevistador que se precie, con algunas preguntas punzantes camufladas en una serie de interrogaciones reflexivas. Ella desmontó mi leve campo de minas con una inteligencia y una sutileza apabullantes. Fue entonces cuando mis sentidos se abrieron a la persona que tenía delante. Me había documentado para ese encuentro no solo con escritos, también había consultado las imágenes de la autora. La persona que hablaba delante mío con esa increíble perspicacia aparecía muy desmejorada. Se trataba de una autora que se consumía por su literatura, por hacer de su literatura un ejercicio de excelencia. Pues bien, Clavícula es el documento que certifica ese sufrir. En definitiva, y a modo de conclusión, el feminismo está ofreciendo en España buenas semillas para las persona lectoras. He aquí dos buenos ejemplos.