"Los escritores somos los sastres de la nada. No me parece un mal oficio": Entrevista a Eduardo Ruíz y Roberto Valencia - CTXT
Roberto Valencia (Pamplona, 1970) [a partir de
aquí RV] y Eduardo Ruiz (Culiacán, 1983) [a partir de aquí ER] acaban de sacar
libro. No es el mismo, ni mucho menos, el primero ha publicado una
novela: Al final uno también muere (La navaja suiza), y el
segundo una colección de relatos: Cuantos de los tuyos han muerto (Candaya).
Pero este lector leyó los dos y encontró muchos puntos en común y notables
analogías, tantas que han dado lugar a la conversación a cuatro manos y dos
voces que ahora sigue, en la que ahondan en algunas de las imágenes de sus
libros, por momentos, de mucha profundidad. Espero que disfruten de ella tanto
como yo disfruté escuchando las respuestas y organizando el debate.
PREGUNTA: En la novela de RV: Al final uno
también muere, los personajes mueren de continuo. De tan cotidiana, el
lector se olvida de la muerte. Y los personajes del libro de relatos de ER se
pasan todo el tiempo tratando de obviarla pese a que esté muy presente en sus
vidas. ¿se puede hablar de la muerte?
ER: Creo que sólo podemos hablar de los
alrededores de la muerte. La experiencia misma es imposible de aprehender:
siempre experimentamos la muerte del otro, nunca la propia. El valor
especulativo de un discurso que pretenda internarse en la muerte en sí, en el
fenómeno de la muerte propia, pueden tener un valor intenso y un resultado
interesante. Lo logra, me parece, Danilo Kis en el primer cuento, «Los durmientes», de La
enciclopedia de los muertos. Sin embargo no puedo dejar de ver cierto
solipsismo en este tipo de relatos (en un cuento de John Barth, curiosamente,
creo que también es el primero de Perdido
en la casa encantada, se percibe este intento, o uno semejante, si es que
la referencia de la historia no es a la muerte sino al momento previo al
nacimiento). Solipsismo porque la muerte, creo yo, y es lo que intento abordar
en mi libro, es algo que siempre le ocurre a otros. Es la herida de los otros
en mí. Y me parece también que es lo que hace RV en su libro: para hablar de la
muerte, de la muerte propia, es necesario volver a ella. En el ojo de la muerte
no hay lenguaje. Como tampoco lo hay en el ojo del dolor, del placer, de
cualquier afectación. Ahí solamente hay experiencia, el lenguaje ha de venir
después, si es posible. Esta es una de las nociones de Jankélévitch en su libro
La muerte, que para mí es una lectura
fundamental en este sentido.
RV: La muerte es un tema más o menos recurrente
en poesía, pero menos en narrativa. Pero he leído pocos libros que traten de
afrontar directamente el tema, probablemente por lo imposible que resulta. Está
claro que la racionalidad y la narratividad
tienen un problema con ello. La muerte del otro, la agonía, la estupefacción
ante sus consecuencias en el recuerdo o el temor por su llegada han suplantado
una posible mirada frontal del fenómeno. Así que en mi novela he jugado a
estilizar ese juego semántico tan paradójico al que estamos tan acostumbrados,
que es el de fingir que el significado del término refleja lo opuesto. Porque
las religiones y cultos nos han convencido de que, cuando te mueres, en
realidad no te mueres: tan sólo te transformas. O bien dejas atrás lo accesorio
–la materialidad–, o bien te fundes con el todo, o bien vives en otras
reencarnaciones. Pero cuando decimos “me voy a morir”, una resistencia
semántica –también psicológica– nos impide aceptar el término en todas sus
consecuencias. Yo he intentado hacer de este equívoco un punto de explotación
literaria.
ER: El asunto de la transformación es
interesante. La idea de que la muerte es proceso y no acabamiento es un
mecanismo de postergación frente al acontecimiento. Ver a la muerte a los ojos
es ver los ojos del muerto, y ahí, lo sabemos, ya no hay sino la posibilidad de
una memoria que se irá fraguando de ahí en adelante. La esperanza de la transmigración
de las almas es un proceso de negación, me parece, ante la fisicalidad de la muerte: los gestos, los olores, el peso de los
cuerpos, la burocracia que viene después, ¿qué se hace con los restos, con los
objetos que el muerto ha dejado?, todo esto es una responsabilidad que tenemos
para con los que mueren. De ahí los ritos funerarios que, es verdad, cada vez
se han ido alejando más de los deudos y se endilgan a profesionales,
intermediarios. La muerte nos arroja a un contacto nuevo con el cuerpo de los
otros, y con el propio cuerpo. Es un asunto de corporalidades también. La idea
de la transformación vacía al cuerpo de todo valor, nos lleva al culto a la
imagen bidimensional, la fotografía, por ejemplo. En «El sanatorio de la
intemperie», uno de los cuentos de mi libro, el problema es ese: el cuerpo del
personaje que muere, o está por morir, se encuentra impedido, pero algo en su
interior, la identidad, podría ser, parece que permanece intacto, pero
incomunicado. ¿Qué se hace en esos casos?, cuando la transformación es tan
lenta, cuando el paso de un estado a otro es tan penosamente lento, es la
pregunta.
P: ¿Es la escritura y, por ende, la literatura
el espacio para hablar de un tema considerado tabú en la sociedad occidental?
ER: El
tabú, me parece, es una cuestión cultural no necesariamente exclusiva de
occidente, aunque tal vez sí perfeccionado, pero hoy en día, el vitalismo
capitalista obliga a los individuos a no pensar en los finales, en el verdadero
consumo, o la verdadera consunción de los cuerpos y las ideas, que es, desde
luego, la muerte.
RV: Cuando me preparaba para escribir mi novela
leí algunos libros sobre la muerte. El que alude Eduardo de Jankélévitch –que
es un texto esencial– y otros. Edgar Morin da alguna perspectiva antropológica
en El hombre y la muerte. Ahí explica
que el ritual del enterramiento tiene grandes consecuencias sobre el modo en
que nuestro antepasado primitivo va adquiriendo su plena condición de humano, y
creo recordar que menciona que el enterramiento también ha tenido en algunos
casos la misión más funcional de esconder ese resto del ser humano que empieza
a transformarse en algo sumamente desagradable una vez iniciado el proceso de
descomposición orgánica. Esto da qué pensar. Porque es cierto lo de las trampas
del vitalismo capitalista y también que, como bien apunta Eduardo, este régimen
económico no inventó el tabú de la muerte sino que “sólo” lo explotó. Pero la
vida no es un edén precisamente, y la degradación, sufrida al envejecer o al
deteriorarnos socialmente, tiene su culmen en la muerte. Ahora bien, ésta es
mucho más desagradable y enigmática de lo que podemos esperar en una vida que
ni siquiera haya satisfecho nuestras expectativas. Esconder que nos vamos a
morir supone un ejercicio de ceguera lamentable, sí, pero, dado el espanto que
promete la desaparición del cuerpo y de la conciencia, ¿cómo no sentir un poco
de piedad por este cerrar los ojos al horror?
P: Aunque la muerte no tenga lenguaje, sea pre
verbal, ¿creéis que se puede construir una tradición que cree un lenguaje que
vista esa nada?
RV: Serían simulacros apasionantes, sin duda.
ER: No creo que haya un lenguaje «de los
muertos», una forma de discurso que les dé otra palabra que no sea la palabra
viva, o la palabra de los vivos. Pedro
Páramo es esa síntesis. El primer problema sería comprender «esa nada» que
asumimos que es la muerte. Si la muerte nos es inaccesible, la nada lo es
incluso más. La teología de la negación ya lo ha intentado, y más allá de que
usa nuestro lenguaje para hablar de
la nada, el discurso que crea se centra en la negación de la experiencia, y la
muerte, sea como sea, es una experiencia. Lo que pasa es que sólo podemos
hablar desde este lado de esa experiencia. En ese sentido se justifica lo que
decía Roberto antes: la poesía se ofrece como el único lenguaje posible.
RV: Bueno, no lo digo yo. Ya lo afirmó
Heidegger, entre otros. La nada es una pared, un muro contra el que choca todo
intento de racionalidad, toda expresividad, todo cálculo empírico. Quizás por
eso una salida puede ser el recurso a lo poético, que parece sostener un
engarce con lo irracional más directo que lo narrativo o lo filosófico. Pero quizás
ni siquiera eso baste (de hecho, un personaje de mi novela hace serios intentos
por redactar cómo evoluciona la nada y fracasa estrepitosamente). En tu
pregunta, Carlos, formulas algo muy interesante: hablas de vestir la nada. Voy
a citar aquí una cosa del primer Wittgenstein que me gusta mucho, aunque no se
refiera directamente a lo inefable sino a las competencias del lenguaje.
Wittgenstein, en el Tractatus, afirma
que el lenguaje disfraza el
pensamiento del mismo modo que la forma externa de un vestido no permite
reconocer la forma del cuerpo que viste. Es decir, que el lenguaje, igual que la ropa hace con el cuerpo, no revela la esencia
de algo sino que la deja adivinar, la sugiere o, simplemente, la encubre por
completo. Algo así serían nuestros intentos de acariciar la muerte con la
escritura: vestidos que le ponemos a la nada. Los escritores somos los sastres
de la nada. No me parece un mal oficio.
P: ¿Nunca podemos hablar de nuestra propia
muerte? ¿Solo podemos relatar la muerte de los que nos rodean?
ER: Me parece que toda experiencia requiere de
la interlocución para consolidarse como un cuerpo discursivo. El soliloquio, el
monólogo interior, son registros narrativos destinados a un otro, no son
inmersiones verdaderamente privadas. La muerte es un fenómeno, pero requiere
del componente acontecimental para
que podamos hablar de ella, es decir, requiere de coordenadas de espacio,
tiempo, cultura, etc., para que podamos, en principio nosotros, y luego los
demás, aprehenderlas y hacerlas propias, «aproximárnoslas». Testamento y
testimonio son palabras que yo encuentro importantes en este sentido. Hablar de
la muerte es hablar de un muerto, o de los muertos. Un muerto preciso, con
nombre y apellido. Por eso uno de los epígrafes de mi libro es un verso del
poeta Jordi Virallonga que dice que la muerte no es la muerte, sino un muerto. Podríamos preguntarnos,
entonces, si un acontecimiento no narrado es un acontecimiento que no ha
sucedido. Como aquel planteamiento del árbol que cae en el bosque, cuyo ruido
no escucha nadie. Ese nadie, ¿quién
es?, y, de la misma manera, ese alguien, el oyente, el testigo, ¿quién es? Es
un dividuo a quien construimos mediante lo que decimos. Yo soy el resultado de
lo que se me ha relatado, de forma directa o indirecta. Derrida habla del
proceso de «dar la muerte», es decir, notificar la muerte de alguien a alguien
más. Ahora bien, creo que narrar la historia de la muerte, no la mera
información, significa otra cosa, algo así como «dar la vida», en el sentido en
el que la historia, el relato, es la vida en uno y en los otros, la vida
sucediéndose. Por tanto, creo, tanto en el libro de Roberto como en el mío, se
trata de una cuestión de resistencia, íntima y pública resistencia. Y resistir
es hablar y es estar vivos.
RV: Sí, además, Jankélévitch analiza algo
sumamente importante que nadie nos ha explicado. Y es que, al no poder hablar
de la muerte –porque no la conocemos, ni siquiera a través de una posición
vicaria de proximidad cuando le llega la hora a algún familiar o amigo–, todos
los intentos que realicemos para hablar de ella inevitablemente terminarán en
nuevas imágenes o reflexiones sobre la vida. Pensar la muerte, hablar sobre la
muerte o escribir acerca de la muerte reafirma la vida. Nada más: no podemos
arañar demasiados milímetros –ninguno, me atrevería decir– con las uñas de
nuestros instrumentos del conocimiento o del arte la capa de misterio que
acoraza el fenómeno de la desaparición. Claro que uno de los ejes fundamentales
de la vida es esta aproximación, a distintas velocidades, a ese agujero negro,
por lo que pensar la muerte conlleva, al fin y al cabo, asumir que la vida no
tiene una entidad absoluta sino muy relativa: está continuamente apresada o
determinada o coloreada por el misterio de su caducidad, por el gran freno que
experimentamos en todo momento de que ninguna experiencia absoluta –ya sea
intelectual o física– es posible en vida.
ER: Por eso creo que la escritura sobre la
muerte es una escritura contra la muerte. No ya como una forma de purgarla o
vencerla, sino como una resistencia. El principal rasgo vital es la
resistencia, creo yo, ante el dolor y la muerte, pero una resistencia que
implica convivencia constante.
RV: ¿Una forma de resistencia contra lo que
comúnmente se llama “la muerte en vida”? Sí, en ese caso sí. Pero en muchas
ocasiones la escritura no lleva a ninguna parte. En ausencia de talento, de
intuición literaria, de bagaje cultural o de perspicacia, la escritura se
convierte en un ejercicio vano, repetitivo, ausente y hasta egocéntrico. Perdón
por la ironía, pero ese tipo de escritura también se consolidaría como una
forma de muerte (en vida, además).
P: El nexo común, sin embargo, más allá de la
muerte, me parece que es el de la muerte de familiares y, por extensión, las
relaciones con la familia. Un abuelo, un padre, una madre y una hermana mueren
en la novela de RV. Una abuela, un padre (varias veces), una madre y al menos
un hermano lo hacen en los relatos de ER. ¿Es a partir de la muerte de los
familiares, como hacían las culturas neolíticas, como podemos articular un
discurso sobre la muerte?
ER: La épica está en la historia familiar. Y la
muerte de un miembro de la familia, o del clan, por decirlo de una manera más
amplia, un miembro de la tribu, pone en riesgo nuestra propia supervivencia. En
Antropología del paisaje, Tetzuro
Watsuji explica la forma en que las sociedades primitivas concibieron la idea
de dios: en los grupos que vivían rodeados de una naturaleza exuberante, en el
Amazonas, en la India o Pakistán, en Mesoamérica, el dios cobraba cuerpo en los
elementos de la naturaleza: ríos, lagos, el fuego, los animales; en cambio, en
las culturas del desierto, por ejemplo en Oriente Medio, en la tradición
judeocristiana, de la cual también deriva el Islam, se forjó la imagen de un
dios persona: en ambos casos se debe, dice Watsuji, a la idea de la
supervivencia: en la selva, el jaguar o el elefante, la lluvia o la sequía,
ponen en riesgo la vida del grupo; en el desierto, son los otros seres humanos
los que amenazan o salvan nuestra propia existencia. Entonces, la muerte de
alguien en la tribu, en la familia, despierta el terror, la incertidumbre, por
la propia muerte. En la muerte del otro es donde puedo ver mi propia muerte.
Tal vez, en las sociedades «occidentales» u «occidentalizadas», el tabú de la
muerte del que se hablaba antes es una herencia de la tradición judeocristiana,
de ese miedo germinado en los vivos con la muerte de sus congéneres. Creo que
esto intento explicarlo en «El sanatorio de la intemperie», en las palabras
finales que hablan de la incapacidad de dotar de una épica a la muerte del
personaje llamado El indio. La incapacidad, aparente, de no poder darle un
lenguaje, de no poder crear un discurso.
RV: La familia es, creo, el gran tema de la
literatura estadounidense, y también un núcleo esencial en otras tradiciones
literarias y culturales. De ahí que las experiencias de la muerte estén teñidas
con los afectos y usos familiares. Pero eso está cambiando. Cada vez más nos
morimos solos, no porque elijamos la soledad como un modo auténtico para
nuestra propia defunción –tal y como proponen desde distintas posiciones filósofos
como Cioran o Heidegger– sino, simplemente, porque la civilización actual está
desarrollando ese gran experimento de desmigar los clanes y las familias en
beneficio del individualismo. Dado que resulta una novedad en la historia
humana el hecho de que, cada vez más, los seres humanos vivan solos en sus
apartamentos de solteros o de divorciados, también ahora morimos solos. No sé
si esta tendencia a la disgregación se mantendrá en un futuro amenazado por la
ruina medioambiental y el deterioro económico, pero sospecho que la soledad en
la muerte supone una contradicción: si verdaderamente no hay modo humano de
conocer qué es la muerte, experimentarla en solitario no contribuirá en nada.
Morir solo, implícita o explícitamente, le resta humanidad al desgarro final.
ER: Esa idea de la muerte en soledad es justo lo
que el tabú reconvertido en rasgo capitalista ha logrado, como dice Roberto,
porque la naturaleza de nuestra aproximación a la muerte es comunitaria. Y por
«naturaleza» me refiero a un modo histórico de enfrentar la muerte, de
compartirla. La comunidad se forja desde una oposición a la inminencia de la
muerte, en pos de la supervivencia. La muerte en solitario anula la posibilidad
de una comunidad, y finalmente no es una consecuencia de la alienación contemporánea
sino el punto de partida: si el morir en solitario no provoca a nadie, si no
hay desgarro ante ello por nuestra parte, entonces a partir de ahí solamente
nos queda la indiferencia.
P:
En este, sentido, pensando en los narradores colectivos que utiliza ER, ¿creéis
que en el futuro la humanidad podrá alcanzar expresiones culturales colectivas
sobre la muerte diferentes a las que ya existieron antes? Ese es un tema
recurrente en la literatura fantástica contemporánea y me gustaría escuchar
vuestras propuestas.
RV: Estoy seguro de que el
ser humano seguirá fabricando imágenes aparentemente nuevas –individuales o
colectivas–, porque la muerte representada tiene su propia sociología. Quizás
por debajo aparezcan los arquetipos de siempre, pero las imágenes del futuro
sobre la muerte pueden estar relacionadas con el desmantelamiento de la noción
clásica de ser humano en el actual medio hipertecnologizado, la amenaza –real o
no– que supone el transhumanismo científico para la noción de identidad, o la
soledad contemporánea. Pero quizás esto revele solo los intentos de expresión de
una élite intelectual que estará al día, informativa o económicamente, de los
avances en tecnología. El resto del mundo seguirá sintiendo la muerte como un temor
abstracto cuyas representaciones clásicas –el esqueleto, el túnel, etc.– no
logran abarcar en su aspecto inefable.
ER: Quizás no ha cambiado
tanto nuestra forma de hablar de la muerte. Los modelos que presentan la
fantasía y la ciencia ficción no están lejos de los modelos religiosos más
primitivos: aquello que decíamos antes sobre la trascendencia, la
transformación, la existencia posterior a la muerte. Cierto es que los
contextos cambian, y que las formas de abordar los fenómenos pueden parecer
diferentes, pero creo que, en esencia, el relato de la muerte no es sino la mirada
con la que nos asomamos a la oscuridad de la muerte. No es «el relato de la
muerte» sino «el relato de quien mira a la muerte», o en todo caso, de quien
mira a los muertos. El relato de una forma de mirar, a fin de cuentas.
P: Por otro lado, está la transmisión de las
tradiciones y los ritos en los discursos fúnebres. La narrativa cristiana,
originaria de los desiertos, desembarca en América durante la Conquista y da
lugar a una fusión de otros ritos funerarios conectados con la santería y con
otras perspectivas. Es cierto que se impone desde una posición de fuerza. Pero,
¿hasta qué punto es importante esa transmisión y esa fusión entre tradiciones
para modificar el contexto?
ER: Creo que la pregunta va sobre las cuestiones
de la moralidad, sobre la noción religiosa de que muerte y vida son parte
mínima del proceso de pugna entre el bien y el mal y que de ahí se deriva la
elección moral de los miembros de la comunidad, una elección moral que define
el comportamiento y la convivencia. Si se piensa así, la muerte es el mal y la
vida el bien. Aunque creo que habría que entenderlo con una ligera
interpretación de los términos, refiriéndonos a «bien» como un objeto o como
una dádiva, prácticamente, y al «mal» como la carencia, la ausencia y la
pérdida. En ese sentido, la vida es un «bien» que se tiene y la muerte es el
final de ese bien. Variados discursos filosóficos y religiosos abundan en estas
interpretaciones. Entonces, si pensamos en la transmisión de estos discursos,
en cuando nos encontramos con las nociones de «tabú» o de «misterio». La
muerte, como el sexo, en el habla común, se puebla de eufemismos, metáforas,
modos variados de enunciación que desvían la atención hacia estructuras de
discurso que pretenden suavizar o dulcificar o romantizar la muerte. Creo que
esto proviene, justamente, del hecho de que son, por lo general, los padres,
quienes nos hacen saber por vez primera de estos asuntos, el sexo y la muerte,
y lo hacen, muchas veces, desde el pudor, el miedo, la precaución. El cine,
sobre todo, y en buena medida la literatura, han ayudado a esos procesos de
romantización. Así como hay un amor romántico, así hay una muerte heroica. En
«Una voz sin cuerpo», uno de los cuentos de mi libro, en el que dos hermanos
especulan sobre la herencia de la ceguera familiar, reciben de los padres el
relato de la ceguera, sobre todo del padre, que es el ciego, y a partir de ahí,
principalmente el hijo mayor, construye un discurso de la ceguera que le hace
indispensable, con el paso de los años, cumplir el pronóstico de la heredad, so
pena de dejar de ser miembro de la familia.
P: Otra línea transversal que atraviesa las
páginas de ambos ejemplares es el humor. ¿Creéis que la ironía es un antídoto
contra la muerte y el duelo que provoca?
ER: En mi caso creo que la ironía viene desde
las circunstancias, desde el estado de cosas, principalmente en México, que se
sucede en torno a la muerte. No es tanto un antídoto que venga desde los personajes.
Pero creo que desde mí procede como un reconocimiento del absurdo en una
realidad social y cultural que ha perdido, me parece, toda medida de los
acontecimientos en torno a la muerte, el sufrimiento y la injusticia. La frase
«me río para no llorar» es increíblemente popular en México. Creo que el humor
como antídoto ha excedido buena parte de la resistencia que como sociedad
habríamos de oponer a las circunstancias de la violencia y la muerte. Como si
fuera una forma de la resignación, del dejarse vencer. Reconozco, sin embargo,
que hay humor negro e ironía que son inherentes a los elementos contextuales,
al esperpento de la realidad mexicana. En cambio, el humor involuntario, ese
humor no perseguido, que nos golpea desde lo absurdo de los acontecimientos,
ese sí me interesa, ese humor, ese ridículo de lo que rodea a la muerte, sí es
parte intencional del libro.
RV: No hay antídotos contra la muerte. Ni
siquiera riéndonos un poco lograremos vencerla. Ahora bien, no reírse, tal y
como decía Luis Buñuel, supone desperdiciar la vida. «Un día en el que no te has reído es un día
perdido para siempre», decía Jean-Claude Carrière que decía el genio
aragonés. Sin embargo, creo que, en cuanto a tratar sucesos terribles, el humor
proporciona, no sólo un necesario descargo, sino también un buen método de
aproximación a ellos. Gracias al humor, liberamos nuestra atención,
relativizamos responsabilidades excesivas sobre acontecimientos ajenos a
nuestra voluntad y podemos afrontarlos con una dosis extra de serenidad. Para
terminar, diré que no hay mayor placer, me parece, que jugar a enrevesar
artísticamente –por medio de la ficción o de otros procedimientos– los rígidos
e ineludibles planes que la muerte tiene trazados para cada uno de nosotros. Ridiculizar
la muerte puede ser una pequeña venganza previa por lo que ésta nos reserva
para el futuro.
P:
¿Lo solemne requiere siempre de lo ridículo para que podamos soportarlo? En el
caso de la literatura, ¿para que podamos plasmarlo?
RV: Aleksandr Solzhenitsyn decía en una entrevista que no se puede escribir
literatura en tono elevado, y aunque no totalmente, sí estoy bastante de
acuerdo. Pero, antes que eso, tengo que decir que la muerte en sí –no la muerte
como duelo– tiene poco de solemne. Más bien parece un atropello, una chapuza,
un atraco. En mi novela considero la muerte como un despropósito que, incluso,
en un mundo posible, ni siquiera tiene el decoro de seguir el orden habitual de
lo empírico (las leyes físicas). No pretendo con esto sugerir –tal y como
pretenden algunos cultos– que la muerte pueda transformarse en una excepción
alentada por el orden divino. Tan sólo afirmo que la elevación a la categoría
de solemne de la calamidad de la destrucción supone, quizás, caer del lado de
algún tipo de nihilismo romántico que no me agrada.
ER: La solemnidad de la muerte es parte de esa
alienación, de la forma romántica del decir la muerte. De rodillas, al lado de
alguien que se muere, que ya se ha muerto, me parece imposible no comprenderlo.
Es, ciertamente, un atropello, como dice Roberto. Hoy en día se habla de la
dignidad en la muerte, es parte de muchas de las teorías contemporáneas no solo
desde el duelo sino desde la clínica. No hay dignidad en la muerte. La dignidad
sólo es posible en la vida.
P: ¿Es la muerte, la conciencia de ella, la
única forma de medir el tiempo?
ER: Platón decía que el tiempo es una imagen
móvil de la eternidad. La muerte es el quiebre en esa imagen móvil. La muerte
sería, entonces, una suerte de parteaguas, de frontera, de límite, como diría
Jabès, entre lo continuo que, nos parece, es la vida. Pero, a la vez, también
es que la muerte borra los límites, también difumina el tiempo como si se
tratara de una niebla. Ahí reside nuestra fragilidad. Somos, ante todo, una
muerte en curso, en potencia, en espera. Sobreviene una recursividad, entonces,
un bucle. Creo que eso es lo que podemos ver, con mucha fuerza, en el libro de
Roberto. La recursividad, quiero decir. En el cuento de «La garra de la
estatua» encuentra esa recursividad en el misterio del deseo, porque la
conciencia de la muerte, creo, está en la conciencia de un misterio, como diría
Rafael Cadenas, un misterio que es lo que nos empuja hacia el futuro, que
también, como la muerte, es incierto, pero que ofrece la posibilidad de un
porvenir. La muerte, como cancelación de un porvenir específico, o de las
formas específicas de un porvenir, es esa imagen detenida de la eternidad.
RV: No hay conciencia plena de la muerte sino de
la vida. Si contestara de otro modo, me estaría contradiciendo. Pero lo que
dice Eduardo es sumamente sugestivo y lo vamos pensando a partir de cierta
edad. Jankélévitch lo dice muy claro: proyectamos por delante de nosotros
algunos futuros: tal o cual trabajo, tener hijos, la jubilación, etc. Pero son
futuros relativos, precarios. El auténtico futuro de cada uno de nosotros es la
desaparición. Es el último futuro. De ahí que la conciencia del tiempo sí que esté
mediada de algún modo por una anticipación del final que cambia nuestro modo de
abordar el hecho vital. Quizás es que cuando asumimos esto, se desmantela esa
manía de autorreferenciarnos que tenemos en la juventud, cuando nos creemos
inmortales, aportándonos una conciencia más relativa, más sesgada a cada
instante, más fatalista.
ER: «Quiero seguir vivo porque este es el único
lugar donde me puedo asumir», decía Gustavo Orpinela, un amigo querido que
murió de cáncer hace unos años. La posibilidad de asumirse, me costó mucho
tiempo concluir esto, es la idea de la conciencia de la vida. No el «aquí», que
decía él, no era el lugar, sino la posibilidad del pensar, del pensarse. Es
verdad que no hay conciencia plena de la muerte, sino de la vida, como dice Roberto.
Entonces, esa posibilidad de asumirse, es lo único que nos permite pensar el
tiempo, o darle forma, o hacerlo existir.
P: Ninguno de vuestros «narradores
del deceso» tiene hijos, que es el otro
reloj que puede marcar la medida del tiempo. ¿Fue esta una decisión premeditada
en cada uno de los casos?
RV: Recuerdo habérmelo planteado en algún
momento de la escritura pero me parecía tan monstruoso que el protagonista de mi
novela –que está en contacto permanente con la muerte– pudiera tener un hijo
que lo deseché. Esta decisión no tiene vigencia en la vida real,
afortunadamente.
ER: No lo pensé. En buena medida, el narrador de
todos los relatos de Cuántos de los tuyos
han muerto es, si no el mismo, uno muy parecido, y en términos generales
muy parecido a mí. Supongo que la perspectiva de esa mirada sobre la muerte
puede cambiar con la paternidad o la maternidad, pero me queda lejos esa
perspectiva. Ahora que lo pienso, creo que ninguno de los personajes sobre los
que he escrito, o desde los que he narrado, tiene hijos.
P: RV parte de una
narración fantástica para desembocar en una narración metafísica. ER empieza
trazando un discurso realista en sus primeros cuentos para ir diluyéndose en
una atmósfera espectral. ER afirma en la nota final de su libro que no hay
realidad ni ficción sino experiencia ¿El tema de la muerte es tan fuerte que
borra todas las convenciones narrativas?
ER: Creo que todos los temas deberían, de tanto en
tanto, derribar todas las convenciones narrativas. Creo que el sentido de la
escritura, y del arte en general, es el de buscar aproximaciones diversas a los
fenómenos que siempre nos persiguen. De todas las artes, la literatura es la que
se encuentra en un espectro de acción aparentemente más limitado: la palabra, a
diferencia de las materias primas de otras artes, es la materia mínima y última
de la escritura. No hay más. No creo que haya «nuevas formas de morir» o
«nuevas formas de amar» o «nuevas formas de odiar», en esencia. Lo que hay es,
en todo caso, una voluntad de mirar de otra forma, y en la búsqueda de esa otra
mirada reside la construcción de un lenguaje. Entendiendo por lenguaje no
solamente la perspectiva lexicográfica, sino también la sintaxis, la estructura
del discurso, la referencialidad, las maneras en que el texto interpela al
lector, es decir, la forma en que el texto se comunica con el lector para
producir algo que podría estar más allá del texto mismo, más allá de la
historia que se explica. Tal vez es verdad que la muerte, por su cualidad de
frontera y de fenómeno único, nos plantea la posibilidad de hurgar con mayor
intensidad en los límites de la escritura, que son los mismos límites de
la vida. En ese sentido, estoy de
acuerdo, porque un libro sobre la muerte es un libro contra la muerte. Si la
supervivencia nos obliga a la inventiva, a la creatividad, el diálogo con la
amenaza constante de la muerte, con su cercanía, forzosamente ha de modificar
nuestras formas de comunicación, los límites tradicionales y los que uno mismo
se impone.
RV: Déjame que conteste desde una perspectiva más
general. Es difícil saber si el lenguaje viene antes o después de la
conciencia. En lo que se refiere a mi experiencia, siempre me sentí cercano a la
vieja teoría de Humboldt: el lenguaje está intrínsecamente ligado al
pensamiento, y no viene antes ni después, sino que modela la abstracta masa de
sensaciones y de percepciones –la articula– a través de la formación de los
conceptos. La literatura, entonces, sería esa operación un poco forzada de inventar
–o de copiar– a través de ritmos, tonos o palabras, nuevos modos de enfrentarse
a la realidad. No existen novedades en la muerte, tal y como afirma Eduardo,
pero sí una amplia variedad de formas del lenguaje –Chomsky aseguraba que
infinitas– que posibilitarían esos nuevos modos de situarse frente a las cosas.
Esa es la razón de que, en ocasiones, no nos entendamos aunque hablemos el
mismo idioma, y de que si pudiéramos viajar en el tiempo, nos colapsaríamos en
una conversación con un castellano del siglo XVII. Uno de los protagonistas de
mi novela intenta definir en una tabla análoga al Excel los parámetros esenciales
del hecho de la muerte, para encontrar, a través de la combinación de esos
factores supuestamente objetivos, si es que el ser humano puede morirse de
modos diferentes. Fracasa, claro, pero no porque no sea estrictamente posible
una modalidad distinta de muerte –quizás lo sea y el ser humano no puede
acceder a ella–, sino porque la muerte no es accesible a la razón: sólo lo es
la vida, multiforme a la conciencia a través de las ilimitadas formas del
lenguaje.
P: Vuestros libros
apuestan por escrituras difíciles. La novela de RV tiene una sintaxis compleja
que me devuelve a William Faulkner, y la arriesgada puntuación en los cuentos
de ER me recuerda mucho a la escritura de James Joyce en el Ulises, por
no hablar del uso del monólogo en ambos textos ¿Estamos ante una época en la
que se recuperan elementos básicos del modernismo después de años de
denostarlo?
ER: Más que una recuperación es resultado de un
mestizaje de lecturas. Ciertamente Joyce, y Faulkner también, son referentes e
influencias importantes. Pero hay más, muchas más formas de escribir y de
pensar la escritura y, en este caso, la muerte y la ausencia, que han nutrido
mi forma de escribir y de pensar en la escritura. Esas influencias son tan
variadas como, tal vez, disímiles. Por lo que algunas se pueden percibir con
más fuerza que otras según el bagaje de cada lector. En todo caso creo que
estamos en una época en la que la literatura ha de encontrar aquello que la
hace diferente de otros modos de contar, de otras formas de decir, como son el
cine, la televisión, etc. Esa suerte de competencia no pasa por la imitación,
como muchas veces se intenta, o por la incorporación de elementos propios de
esas otras formas en la escritura. Munch decía que la fotografía nunca podría
superar a la pintura porque la cámara fotográfica no puede ser llevada al
interior del infierno. Se refería, creo yo, a los infiernos personales, a la
intimidad del dolor o, incluso, del goce. Son lenguajes diferentes y, por ello,
modos diferentes de decir. Creo que hoy la escritura, más que recuperar, o al
menos yo lo veo y lo intento así, ha de crear una palabra alternativa, no una
palabra histórica ni una palabra proféticas, ambas son formas del pasado, sino
una palabra inmediata, una palabra de lo inmediato, que no permite no llegar
tan tarde a los acontecimientos y a la vez no tratarlos de manera superficial,
que logre una afectación constante y actualizada. La sola recuperación no lo
permite. Es la eterna búsqueda de lo que no existe, quiero decir, del presente,
de lo que constantemente, mientras es,
ya va dejando de ser. Una palabra que
pueda ser y estar ahora y en cualquier otro momento de la historia.
RV: Me asombra el hecho de que algunos de los
procedimientos más estimulantes del modernismo literario estén en desuso, en lo
que se refiere a la escritura por parte de los autores, pero también olvidados
por los lectores. Puedo aceptar que algunos de estos procedimientos pertenecen
a su época, pero otros –como el monólogo interior– no tienen fecha de
caducidad. ¿Es que el siglo XXI ha producido por fin seres humanos sin
conciencia, seres humanos «liberados» de su
propio rumor interno? ¿Ha desaparecido la necesidad de saber qué elementos
–sociales, económicos, libidinosos, culturales– están firmemente anclados en el
fondo de nuestra conciencia, desde donde tiranizan nuestra conducta? ¿No radica
ahí parte del secreto de nuestra falta de libertad, de nuestra homogeneidad
como seres desvalidos e inconcretos?
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