jueves, 17 de junio de 2010

UNA NOVELA DE CULTO


Que la novela de Javier Fernández Cero absoluto (Berenice, 2005) se está convirtiendo en un libro de culto se debe, entre otras razones, a la negativa del propio autor a volver a publicarla pese a peticiones de alguno de sus amigos como Vicente Luis Mora. Incluso la en principio anunciada segunda parte de la novela o el proyecto en Internet asociado han quedado parados. Es bien sabido que Fernández, que prepara su tesis sobre literatura en México, no está hoy en día muy interesado por la ciencia ni por la ciencia ficción. Las trayectorias de los escritores, a diferencia de las de los planetas del sistema solar, son libres e impredecibles y el autor de esta reseña se felicita por esa diversidad.



Respecto a Cero absoluto, se trata de una novela de ciencia ficción que juega con diferentes formatos tipográficos, especialmente los periodísticos, y en la que se narra una historia de conspiración global a partir de la conexión directa de los cerebros humanos a Internet y al software de los ordenadores. La trama general del libro ha sido criticada en algunos medios literarios por manida. En los foros de ciencia ficción fue acogida con comentarios entusiastas alternados con cierta incomprensión por una segunda parte ajena a los muy tópicos libros de la ciencia ficción española. Los mejores comentarios vinieron de críticos y escritores jóvenes que vieron en la forma arriesgada de narración el gran valor de la novela más allá de los lugares comunes de la ciencia ficción que el texto recorre.


Por ejemplo, la Realidad Virtual Real (RVR) es la protagonista principal. Debido a la interconexión cerebral de todas las personas, aquello que es ajeno a dicha RVR en la que viven diariamente la mayoría de los seres humanos se convierte en algo idílico y paradisíaco ansiado por toda la población. Es decir, la realidad primitiva simbolizada institucionalmente por el complejo turístico La Isla, una suerte de parque temático al más puro estilo de George Saunders al que todos los humanos quieren ir, aunque no se trate más que de una trampa. Eso y la implantación de chips en el cerebro de los protagonistas son las dos apuestas fantásticas del libro hasta que se entrecruzan en la búsqueda de la inmortalidad al final de la trama.


Al leer Cero absoluto uno se acuerda de 2001 (ya lo comentó Jorge Carrión en la desparecida lateral) de Akira y la actitud ética del científico ante su trabajo en la figura de la doctora Tetrallini, de los accidentes de J. G. Ballard, del cyberpunk de William Gibson, de las distopías, de la sociología de El señor de las moscas. No debería resultar extraño si tenemos en cuenta que es el propio Fernández quien hace autores de los textos periodísticos de la primera parte a grandes escritores de ciencia ficción. Se trata por tanto, de un homenaje al género y así es como se debería entender la trama. Por eso los accidentes descritos ballardianamente como: “Ricardo es rescatado de entre la humeante masa de chatarra, cromo fundido y chapa aplastada” (p. 121), se mezclan con hackers, implantaciones cerebrales y cyborgs propios del cyberpunk, e incluso con temáticas góticas virtuales, rosacruces, ocultismo y expresionismo computacional.


Sin embargo, es la manera de contar lo que da la excelencia a Cero absoluto. Para empezar, es una novela fragmentaria, por el recurso de los textos periodísticos pero también porque el autor utiliza las drogas y los falsos recuerdos del que parece el protagonista principal, Ricardo, para acentuar esa atmósfera de confusión y fragmentariedad. Después, la utilización de la telepatía en el grupo de niños que dicho protagonista encontrará en la segunda parte permite un fragmento de 10 páginas sin narrador («Martes: El venusiano»), sólo con alocuciones directas. De hecho, la telepatía le habilita para jugar con distintos registros literarios, trabajar con los recuerdos fragmentarios y más adelante, en « Jueves: El enjambre», utilizar el monólogo interior a múltiples voces. En « Miércoles: El mayor espectáculo de la Tierra», Fernández hace que las imágenes y los recuerdos almacenados en el cerebro de Ricardo –incluso en su subconsciente- aparezcan relatados por escrito mediante programas informáticos. Una influencia muy sugerente de las neurociencias en la narración. El cerebro de Ricardo tiene incluso un cortafuegos que impide a los terroristas acceder a la información más reveladora. Con esta innovación estilística el autor elimina al personaje del relato sin necesidad de eliminar la historia. Al contrario, se utiliza para que la niña telépata, Robin, interactúe con las imágenes mentales de Roberto. Se observa que el autor ha puesto en práctica la metodología de ensayo y error que suele utilizar al escribir para dar con estas novedosas técnicas. En el último capítulo, sin embargo, utiliza un recurso más conocido, el uso de la grabadora para simular un discurso cercano al de la mente, algo que ya utilizara David Lodge en Pensamientos secretos sin ir más lejos.


En definitiva, no busquen una originalísima idea de ciencia ficción en esta novela porque no la hay. Lo que hay es un homenaje, y literatura experimental de alta calidad. Una novela de culto, ya digo.