martes, 10 de marzo de 2020

Documentar la vida - Suburbano

Documentar la vida - Suburbano



Hoy quiero dedicar mi entrada sobre la literatura en primera persona a aquellos autores que combinan su narración del yo con la documentación de otras vidas, contemporáneas o anteriores, para reforzar su escrito. Se trata de un diálogo entre dos géneros de no ficción tan conectados que solo un prefijo hace mutar la palabra original, de biografía a autobiografía.

Quiero tratar este diálogo desde una obra excelsa y otra notable. La primera es El Reino, de Emmanuel Carrère (1957). La segunda, La ciudad solitaria, firmada por Olivia Laing (1977). Si en la primera, el autor, a partir de su experiencia religiosa previa, trata de reconstruir los orígenes del cristianismo, en la segunda, la autora intenta expresar su soledad en Nueva York a partir de otras experiencias similares de artistas erradicados en la gran manzana. Si en el primer libro, el evangelio de San Lucas, la vida de Lucas, y de su maestro: Saúl, hoy identificado entre los creyentes como San Pablo, vertebra la narración, en el segundo son los artistas: Edwar Hopper, Andy Warhol, David Wojnarowicz, Henry Darger, Klaus Nomi, y sus vidas, sus obras, su timidez, la soledad experimentada entre los rascacielos, lo que da forma al libro. Si en el libro de Carrère la metodología resulta fundamental, llegando a hacer una comparativa con la de la gran escritora de novela histórica en francés: Marguerite Yourcenar (pp. 314-5), en favor de un método más visual, más cinematográfico, en el de Laing es el flujo de la narración y las historias los que actúan como vasos comunicantes. Si en El Reino la documentación manejada por el autor resulta abrumadora, en La ciudad solitaria lo es la selección artística, que ejerce como criba de contenidos. Si el escrito de Carrère se organiza como una investigación personal, dirigida por los impulsos que generan los recuerdos de una fe que se perdió, compartimentando de forma clara la parte vivida respecto de la parte inventada, el de Laing lo hace según la estructura del ensayo, vertebrando los capítulos según los distintos autores, para acabar de perfilar el texto como se organiza una novela, con un capítulo, el sexto: “El principio del fin del mundo”, que concentra la crisis; no es otra que la que supuso el virus del SIDA para Nueva York, personificado en Wojnarowicz y Nomi. El Reino ha permitido a este lector descubrir elementos humanos en la construcción de una ideología que va a pervivir por más de 2000 años, de manera hegemónica en muchos períodos. La ciudad solitaria me ha ayudado a conocer la obra de algunos artistas fascinantes, como Wojnarowicz y, muy especialmente, Darger, autor de la obra escrita más extensa, con más de 15000 páginas, y una existencia por completo en el anonimato; y la vida de otros como Hopper o Warhol. El de Carrère es un tema muy original, el de los orígenes del cristianismo. complementado por la confesión personal del autor. El de Laing está más trillado, tanto por el territorio como por el tema que se acaba convirtiendo en el detonante de la crisis: el VIH, del que se ha escrito mucho desde la década de 1980. Ese es el elemento que impide a La ciudad solitaria elevarse a los niveles de excelencia de El Reino de Carrère. Sin embargo, tratar la gran ciudad contemporánea por antonomasia como un monumento a la soledad, por momentos insoportable (p. 19), sí me parece original. Por otra parte, en ambos casos la historia personal es lo menos interesante. Parece una excusa que permite echar a andar el otro engranaje del texto, que es el que da verdadera potencia al motor narrativo. Lo interesante es reflexionar sobre cómo las biografías ajenas influyen en nuestras vidas. La historia del cristianismo primitivo, de sus protagonistas, de los engranajes que lo construyeron, le permite a Carrère entender las razones que le llevaron a abrazar la fe en un momento crítico de su vida, y a convertirse en un agnóstico después (pp. 101 y 119), lo que para el escritor y guionista francés acaba suponiendo un sinónimo gracias a su trabajo (p. 357). La relación de la soledad con los artistas en Nueva York le permite a Laing construir su identidad sexual (p. 110), y entender los motivos de su peculiar infancia en Reino Unido. En ambos casos, las biografías explican la autobiografía.

jueves, 5 de marzo de 2020

La última vez que fue ayer: Una confesión - Nagari Magazine

La última vez que fue ayer: Una confesión - Nagari Magazine


Debo confesarlo. La crónica sentimental de la periferia española durante la Transición y hasta nuestros días quedaba por hacer. El Manolito Gafotas de Elvira Lindo (Cádiz, 1962) estaba bien. Pero la autora no alcanzó a volar más allá de la infancia de su personaje pese a los intentos posteriores con otros arquetipos. Campo Rojo (Candaya 2015), de Ángel Gracia (Zaragoza, 1970), en cambio, fotografía muy bien el período. En mi primera lectura de esa novela apelé a los recuerdos y a la infancia vivida. Pero es más que eso. Se trata de un contratexto de La familia de Pascual Duarte que denuncia la violencia que surge desde la infancia y que Cela justificaba, hasta hacerla partícipe de los conflictos políticos de España. Sin embargo, debo confesarlo, el travelling que nos lleva desde la fotografía de Gracia hasta la España actual lo ha trazado a la perfección el editor y escritor Agustín Márquez (Madrid, 1979) en su primera novela: La última vez que fue ayer, también publicada en Candaya.

Debo confesarlo, la novela narra una historia de la periferia tan anónima que los personajes de la pandilla del narrador quedan caracterizados por nombres tan anónimos como Chico A, Chico B… etc, que hacen que también el territorio donde se desarrolla la acción, ese barrio que menciona el narrador, sea un terreno anónimo: la periferia de una gran ciudad, que bien podría ser Madrid, o la Zaragoza de Gracia, o la banlieu de París.

Debo confesarlo, lo mejor de la novela es el tono. Esa voz a medio camino entre la niñez y la adolescencia del narrador que proyecta esas imágenes tan oníricas: “las ambulancias utilizan las sirenas para ahuyentar a la muerte” (p. 30), otorgando esa pátina de surrealismo realista que envuelve todo el escrito, pero que es capaz de narrar historias potentes, de presentarnos personajes matizados, de hacernos llorar y reír al mismo tiempo, de conmovernos.

Pero también debo confesar que al principio me costó entrar en el texto. Esa poética de la sordidez que tan diseminada estaba en los primeros capítulos: “a veces me masturbo con un preservativo, pajas de lujo, las llamo” (p. 24), frenaba mi lectura. Sin embargo, conforme se avanza, esa poesía se va imbricando en la narratividad del texto: “Se enciende una luz, la pupila del monstruo se dilata, deja entrar la luz y ya nada escapa a su mirada. ¡Estamos vigilados! ¡Estamos en el aire!” (p. 47). Y entonces los sonidos reverberan en las páginas, como el mechero de Chico C, la protesta vecinal, o la ironía al presentar al político. Todo eso converge en la parte del texto que más me gusta: el capítulo 3, con su galería de personajes suburbiales y muy matizados:

El vecino del cuarto primera del portal de al lado, que vivió en el extranjero antes de venirse al barrio donde vive su hermano, que es el pajarero del barrio, que vive pared con pared con el camello, y que no solo eso, que también crían juntos canarios, que le gusta el Valdepeñas a diario, contra las depresiones y los aniversarios, ha hecho una tentativa de inventario de objetos y situaciones con el tamaño de la lágrima que acaba de derramar al contar al camello, después del concurso, en el bar de mi abuelo, cómo perdió a su prometida allá, la del síndrome de Ondine, en los Estados Unidos” (p. 73).

Y la constatación de que el barrio está cambiando. Y así llegamos a la década de 1990, al mágico año 92, a la entrada del neoliberalismo en España, con sus centros comerciales (p. 99) y sus publicistas consumiendo cocaína (p.105), y la reforma del bar del abuelo del narrador (p. 107), y los coches caros (p. 115), y la prueba de que los pobres son tan míseros como los ricos (p. 134). Se cierra el libro, esa crónica sentimental de la periferia urbana española, con un último capítulo muy emotivo y un gran final, una confesión, no sin antes constatar el dolor y la razón del proceso de trauma que ha sufrido durante todas sus páginas el narrador (negación, negociación, enfado, indiferencia y aceptación), aunque no confesaré las razones de ese trauma para no incurrir en un spoiler.

domingo, 27 de octubre de 2019

Las memorias de Richard Ford - Suburbano

Las memorias de Richard Ford - Suburbano



¿Cuál es la frontera que separa lo vivido de lo imaginado o lo supuesto? ¿Es siempre clara esa separación para el que escribe? ¿Dónde acaban las memorias y empieza la ficción? ¿Condicionan estas preguntas los métodos, la voz, la elección de los recuerdos? Sobre estas 3 preguntas, fundamentales en la literatura del yo, que se desarrolló por mucho tiempo al abrigo de la autoficción, aunque cada vez son más las opiniones que exigen más cercanía entre la voz narradora y el autor, se erige el libro-testimonio Entre ellos (2017) de Robert Ford (1944), dedicado a sus padres.

Ford ya era un conocido autor realista cuando se decidió a publicar estas memorias —una de ellas, la de la madre, elaborada mucho tiempo antes, aunque en el libro figure en la segunda mitad—. Se le consideraba uno de los puntales del dirty realism junto a Tobias Wolff (1945) y Raymond Carver (1938-1988). Había publicado la trilogía protagonizada por Frank Bascombe: El periodista deportivo (1986), El Día de la Independencia (1990) y Acción de Gracias (1996), todas ellas con una notable carga autobiográfica, su particular contribución a la gran novela americana desde una perspectiva autoficcional.

Y, sin embargo, en el texto que dedica a sus padres se decanta por quedarse con los hechos y alejarse de las suposiciones, o de las invenciones de la ficción. Delimita claramente la frontera entre la ficción y la no ficción. Y nunca se adentra en el terreno de la imaginación para narrar la historia de los recuerdos de sus padres. Elige las preguntas justas que le permitan reconstruir la historia y no inventarla (p. 17). Adopta una serie de consideraciones previas que alcanzan hasta el epílogo: “he tratado de no hacer grandes reivindicaciones de mis padres. En todo caso, he intentado ser cauto, de forma que mi propio acto de contar sus cosas y su influencia en mí no distorsione quiénes eran realmente.” (p. 155) Y las lleva a la práctica: “caer en la cuenta de que no se sabe todo es una actitud respetuosa, […] Mientras que si uno no sabe o solo se conjetura acerca de la vida del otro, se libera esa vida para que pueda ser más de lo que en realidad es.” (p. 28) Y eso le lleva a lúcidas reflexiones sobre la naturaleza de la memoria: “El tiempo recordado suele moverse y vagar.” (p. 52) Y de la vida: “es lo que sucede lo que importa, mucho más que lo que la gente, incluido uno mismo, piense sobre lo que sucede antes o después. Solo importa, o importa más que nada, lo que hacemos.” (p. 122) Y a darse cuenta de las limitaciones: “Lo gozoso que podía resultarle yo, lo gozoso que era para él tener un hijo, es algo que no puedo saber.” (p. 69) Además de la relación con los progenitores: “Los padres —por encerrados que estemos en nuestras vidas— nos conectan íntimamente con algo que no somos, y forjan una «ajenidad unida» y un misterio provechoso, de tal suerte que aun estando con ellos estamos solos.” (p. 90)

Esta soledad es la clave, el punto culminante de su escritura, lo que le permite a Ford describir las escenas que conforman una existencia, un carácter, una personalidad y, con ellas, una forma de mirar y de narrar tan propias: el infarto del padre, la muerte anunciada de la madre, las alegrías y las tristezas de dos vidas narradas sin aspavientos, y con una contención prodigiosa. Son las señas de identidad de uno de los principales autores estadounidenses vivos en su vertiente más biográfica.