Partamos
de una premisa básica:
El
universo surgió de un punto a partir de una singularidad que denominamos Big
Bang.
Bien,
tal vez sea excesivo. Quizá se haya tratado de una premisa demasiado básica.
Busquemos un corolario:
Esa
singularidad requiere de un creador (léase Dios).
Pero no
está ni mucho menos claro que Dios exista (al menos, no todo el mundo se pone
de acuerdo en este punto). Así que debemos replantearnos el corolario desde una
perspectiva más humana. Allá vamos:
Kurt
Vonnegut es Dios.
Al menos lo es en El desayuno de los campeones. Y además, construye el entramado de la novela a partir de una singularidad, por lo que nuestra premisa básica ahora sería:
La
singularidad en la que se basa El
desayuno de los campeones es
el encuentro entre el escritor Kilgore Trout y el empresario Dwayne Hoover.
A partir
de ese encuentro imaginario entendemos la extensión previa de páginas y páginas
de fascinante narración fragmentada, hipotéticos argumentos de novelas y
relatos de ciencia-ficción, recuerdos sobre la Gran Depresión, detalles
científicos y técnicos de un autor que descree de la ciencia y la tecnología,
reflexiones sobre la sociedad americana y la evidente presencia del autor, que
deja clara al lector su posición de creador de la obra que está leyendo en el
momento clave de la narración.
Un
universo fragmentario que bebe de la influencia de escritores que se plantearon
la autoridad de la autoría a principios del siglo XX como Unamuno o Pirandello,
y que Vonnegut recupera desde una perspectiva más popular para dar forma a una
de las obras fundamentales del posmodernismo americano. Un libro plagado de
ciencia y tecnología, escrito por un autor que descree de la ciencia y la
tecnología de su época. Un Big Bang de páginas y narraciones en el que
merece la pena sumergirse.
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