Además de la influencia de la ciencia en su obra, Sierra apuesta en todo momento por la interacción con las nuevas tecnologías, lo que le ha llevado a ser considerado un escritor mutante o pangeico. Ya en El espacio aparentemente perdido hace una ferviente apología de Internet como el lugar de las relaciones intelectuales futuras (Sierra, 1996; 138-140). En La felicidad no da el dinero, el texto se estructura a partir de una serie de direcciones de Internet de las que se advierte al principio que algunas son falsas. Los correos electrónicos desentrañan una parte de la trama científico-tecnológico-económica que subyace en Efectos secundarios. Y en Intente usar otras palabras, la utilización sistemática de Google como una máquina panóptica que permita conocer el grado de fama del individuo, y del que Sierra llega a proponer el verbo –guglear-, y los mensajes más comunes que el famoso buscador proporciona al usuario –de ahí el título del libro-, así como fragmentos de bitácoras o traducciones pedestres extraídas de Google, complementan el texto fragmentario relatado por el joven escritor.
Las influencias en un buen lector
En la trayectoria de Sierra se observan dos vectores que dirigen su obra: la evolución de su pensamiento y la influencia de la literatura posmoderna anglosajona. De la crítica a la Big Science, aunque con una notable interacción entre cultura libresca y científica que se puede leer en El espacio aparentemente perdido, donde los viajes a una Italia llena de arte del pasado se contrasta con una estancia en Los Ángeles, la ciudad posmoderna por antonomasia, se pasa en La felicidad no da el dinero a una estética ciberpunk. En este libro, el papel de la ciencia se combina con entornos opresivos altamente tecnificados y elementos propios de la novela negra. Y en la trama, los gobiernos autonómicos utilizan la ciencia, la tecnología y, muy especialmente, las ciencias sociales y la estadística a su antojo para su propia promoción (Sierra, 2000; 72). También se construye un contexto en el que la tecnología rodea a los personajes y la publicidad les bombardea con mensajes plagados de contenidos científicos, prueba del ascendente de Don DeLillo en la obra del autor, como (Sierra, 200; 128):
“La publicidad dice que la L-carnitina, las ceramidas, la cafeína y algunas citoquinas frenan la acumulación de grasas. Los creyentes gelifican y masajean sus piernas cada mañana, «reestructuran sus tejidos», se privan de comer, denominando «dietas hipocalóricas» a la inanición. Usan pomadas reafirmantes con magnesio y silicio. Beben mucha agua, se retuercen como condenados en máquinas alquímicas, frecuentan las clínicas de los discípulos del inmortal Bálsamo.”
Además, la continua información de noticias científico tecnológicas que demuestra que la ciencia es actualidad, como el descubrimiento de planetas en sistemas extrasolares o la resolución de teoremas de la matemática barroca, que se observa que hacen mella en el ciudadano medio cuando Betty, sobrina de uno de los protagonistas, habla de Roberto A., un conocido que llega a afirmar que “la violencia doméstica es provocada por la presencia de neurotoxinas en la carne de vacuno” o “que Einstein tenía pruebas de que es posible predecir el futuro” (Sierra, 2000; 110). Esta permeabilización de la ciencia entre los ciudadanos llega en la ficción del autor hasta los poderes religiosos cuando se habla de la encíclica papal «De Humanae Genoma» donde se “establece con claridad los elementos génicos que puede modificar un creyente sin cometer delito contra natura” (Sierra, 2000; 151).
El ciberpunk vuelve a estar presente en Efectos secundarios, aunque se trata de un ciberpunk que ha pactado con el sistema en la figura de Janús, el antiguo pirata informático, ahora colaborador de una multinacional del sector. Es más destacable la sombra de Ballard y DeLillo que se detecta en la referencia continua a catástrofes, a edificios aterradores y accidentes de automóvil, y en el bombardeo mediático de la industria farmacológica al ciudadano medio y la teoría conspiratoria que presiden la novela.
Ya la primera frase (Sierra, 2002; 9):
“La vibración telúrica de las excavadoras y martillos neumáticos difunde –como se extiende el líquido inyectado en el músculo glúteo- por las anfractuosidades de la corteza, aprovecha la elasticidad de las rocas pulverizadas y los apelmazados residuos orgánicos que componen la capa más externa de la Tierra para viajar hasta las puertas del infierno y rebotar contra las rocas silicoaluminosas, más densas y compactas, regresando a la superficie deformada en seísmo casi imperceptible, silencioso y continuo como el crecimiento del cabello”
supone una declaración de principios, tanto del estilo subordinado que utiliza la metáfora científica antes mencionada, como de la carga de contenido al explicitar la agresión que la tecnología hace al medio y las repercusiones que conlleva. Visión que vuelve a observarse en otros pasajes como cuando habla de una ciudad que “se construyó imitando el orden dictado por los dioses, obedeciendo a la matemática celeste plagada de triángulos y obediente a los círculos” (Sierra, 2002; 13). Y que describe como un organismo vivo que fagocita incluso a los individuos que la habitan. Punto de vista negativo que entronca con elementos mitológicos para significar esas ínfulas de los humanos para creernos dioses gracias al uso de la ciencia y la técnica pero que conlleva “militares medidas de seguridad”, “códigos digitales”, “videocámaras” y “pistolas automáticas”. Y también, la continua obsesión por el malestar físico y psíquico, por la ingestión de fármacos, por los productos de bioestética producidos por el omnipresente instituto Oribashi-XTO (Sierra, 2002; 124):
“Nuestra piel es de Oribashi, nuestros ojos de Microopticals, nuestros dientes de MJD Dental Corp., nuestro corazón de Lugal, nuestro cerebro empieza a ser de Neurogold y sus patéticas drogas de la felicidad. En estos momentos, las personas sanas tomamos más fármacos que los enfermos, ese ha sido el gran negocio de la industria farmaceútica, darse cuenta de que la salud podía explotarse mucho más que la enfermedad”.
En Efectos secundarios nos encontramos dentro de un posthumanismo tecnológico que afecta a todos los individuos, desde los frecuentadores de gimnasios, hasta los adictos a los videojuegos, pasando por los “refrescos de última generación” o los amantes de la pseudociencia. Donde las grandes empresas farmacéuticas, las estadísticas, los patrones de consumo y los parámetros económicos y demográficos tienen el control sobre amplias capas de la sociedad. Un control que tratarán de romper otros lobbies para implantar unas nuevas reglas del juego pero en las que también están interesados los mismos grupos farmacéuticos dominantes, con lo que el individuo es impotente a su control tal como se observa en el desenlace de la trama. Como dice el autor, “al final, todo es intoxicación sin tratamiento” (Sierra, 2002; 236).
La influencia de DeLillo también es notable en el relato «Alto voltaje», al mostrar el inevitable conflicto entre ciencia, tecnología y sociedad cuando el protagonista, redactor para una revista sensacionalista donde no están claros los límites entre divulgación, ciencia y paraciencia, debe entrevistarse con un concejal, responsable de unas instalaciones de alta tensión que podrían ser perjudiciales para la población. Resulta interesante cotejar ese argumento con este fragmento del White Noise de DeLillo (edición de Seix Barral 2006, p. 231):
“La cuestión real es el tipo de radiación que nos envuelve todos los días. La radio, la televisión, el microondas, las líneas de alta tensión a unos metros de la casa, el radar que detecta la velocidad a la que conduces por carretera. Durante años nos han repetido que se trata de dosis débiles y que no son peligrosas.”
Respecto a la perspectiva de la ciencia en el cuento, resulta significativa la frase utilizada por el concejal en la entrevista: “Hemos realizado mediciones en todos los pisos. Eso es un hecho. Un hecho incontrovertible”. A lo que responde el médico del pueblo páginas más tarde diciendo: “Aquí nadie espera a que la ciencia le indique lo que debe hacer”. Precisamente, en el relato se afirma que la verdad no se puede alcanzar y el narrador, personificación del afán científico, tampoco lo consigue. Desiste porque la ciencia resulta incapaz de pronunciarse ante problemas como el planteado. En realidad es la enfermedad y la vulnerabilidad del hombre lo que preside el cuento.
Finalmente, en Intente usar otras palabras ese tipo de influencia se hace más sutil al presentar a la numerosa tecnología que nos rodea como un entorno yermo y frío que nos aliena, reforzando la profundidad del mensaje del libro (Sierra, 2009; 25): “Carlos Prats pierde el tiempo escuchando el casi imperceptible zumbido del aire acondicionado, las voces vecinas amortiguadas por los tabiques de Pladur, el chirrido del fax cada vez que evacua sus planas deyecciones blancas y negras”
En el sentido de la alienación creo que debería entenderse la “panoptofilia”, “el deseo de que alguien observe cada instante de nuestra vida” (Sierra, 2009; 145) o la aparición de “hombres-locomotora”, ventanas-máquina o escuchas telefónicas. Precisamente al teléfono se le califica como “la máquina de las mentiras” (Sierra, 2009; 285). Aunque es cierto que el narrador emite juicios positivos de la tecnología cuando se hace un buen uso. Es decir, que es el uso lo que define lo positivo o negativo de ésta.
¿Dos culturas señor Sierra?
No creo que resulte muy apropiado plantear un problema de dos culturas en la literatura de Germán Sierra. Ni formular las dos preguntas que formuló C. P. Snow en su célebre conferencia. Si le pidieran que describiera el enunciado del Segundo Principio de la Termodinámica o el contenido de una de las obras de Shakespeare, no tendría mucha dificultad en responder ambas. Incluso alguno de sus personajes podría contestar sin inmutarse a la nueva versión de la pregunta, postulada por Stefan Collini en la introducción de la reedición de
The Two Cultures de 1993 (p. lxvi, la traducción es mía):
“Un analista económico chino de Singapur que envia un correo electrónico a su novio, diseñador de software americano, sobre el último poeta afrocaribeño que ganó el premio Nobel de literatura.”
En mi opinión, creo que Sierra supera ese debate dejándose llevar por su voraz curiosidad y su amplia cultura. No es el único caso, numerosos escritores posmodernos (DeLillo, Franzen, Sebald) tienen una actitud parecida sin necesidad de ser científicos que creo, es una solución verdaderamente inteligente para zanjar el tema. Pero además, Sierra utiliza el diálogo entre ciencias y letras para tejer su propio discurso. En su primer libro afirma: “En mi mente siempre coexistieron la atracción por la ciencia y por la literatura.” (Sierra, 1996; 52). Y conecta esas dos culturas en palabras de Antonio, el científico escéptico y a la par idealista (Sierra, 1996; 54): “la ciencia es un complemento del arte, [...] por sí sola no nos va a llevar mucho más lejos en el conocimiento, aunque todavía puede ayudarnos a mejorar nuestra tecnología durante mucho tiempo hasta que seamos capaces de dar un salto conceptual”.
Además, es capaz de criticar, en boca de alguno de sus personajes, las posiciones de las ciencias a partir de las letras y a la inversa (Sierra, 1996; 136):
“la ciencia [...] sigue empeñada en la búsqueda de explicaciones causales para categorías y conceptos que son puramente culturales, y, por lo tanto, acción del propio cerebro a través de la maquinaria del lenguaje, y fuera de toda posible explicación física.”
O de dar un repaso al realismo (curiosamente, al realismo científico, no al estético) para desenmascarar esa visión simplista de la que tanto uso ha hecho la denominada Tercera cultura para hacernos creer que estábamos acumulando verdad (Sierra, 1996; 137).
Al asimilar el ciberpunk en sus textos (una de las corrientes que menos ha influido en la literatura española contemporánea), Sierra construye un diálogo posmoderno entre ciencias y artes tal como aparece en La felicidad no da el dinero –que se repetirá en Efectos secundarios con Arturo y en Intente usar otras palabras con Pablo Melchor- y donde el ciberescritor se atreve con una propuesta artística denominada “transgénesis” claramente inspirada por la ciencia que él mismo define como (Sierra, 2000; 95): “un término inspirado en la genética molecular –organismos transgénicos: genéticamente modificados-, que pretenden mostrar un conjunto de nuevas estrategias de subjetivación cuyos efectos se dejan apreciar en múltiples aspectos de la cultura contemporánea”. Concepto que acabará realizando una simbiosis simbólica entre ciencias y artes al final del libro (Sierra, 2000; 190).
Asimismo, utiliza personajes que son capaces de mezclar insectos con letras como el zoólogo Jacinto Barrón en Efectos secundarios y que es capaz de reflexionar sobre las sociedades humanas y acabar afirmando (Sierra, 2002; 96): “Nosotros, los seres humanos, llevamos la cifra en nuestro interior (también las letras), nos hemos comido el tiempo y el espacio”.
O combinan saberes médicos con la lectura de William Carlos William para alcanzar la sabiduría del médico que aparece en «Alto voltaje». Y en otro relato del mismo libro, «Iones», se utiliza una subperspectiva para que los protagonistas se muevan dentro de un flujo de partículas, con las atracciones iónicas entre esas partículas-personas asociadas y la pertenencia a un todo que simula un ser vivo pluricelular, en una analogía perfecta entre sociología y biología y que presenta a la ciencia como un recurso literario que el autor sabe explotar muy adecuadamente.
Todo ello demuestra que la superación del debate de las dos culturas es posible sin necesidad de reduccionistas apologías científicas o literarias.
Las tensiones en la obra de Sierra
Para concluir, se puede afirmar que Sierra organiza todo su pensamiento a partir de tensiones como en el caso de la concepción barroca de la búsqueda del conocimiento –una suerte de sutil ciberbarroco- que tienen algunos de sus personajes y que el escritor siempre especifica como opiniones de éstos (Sierra, 2000; 175 y 2002; 82) y que contrasta con las numerosas críticas que se hacen al sentimentalismo fácil propio de la cultura de masas y los grandes medios de comunicación, y que son más cercanas a las técnicas que la Iglesia católica utilizó en el Barroco para llegar a las masas y alejarlas de los logros de la razón.
Otro ejemplo de ese juego de tensiones lo encontramos en el enfrentamiento entre el entorno ultratecnológico que nos rodea y la vuelta a un pasado natural bucólico e idealizado. Pese al ambiente altamente tecnificado en el que se desarrollan sus ficciones, suele haber en algún instante del relato un retorno a un pasado relacionado con el medio natural. En El Espacio aparentemente perdido con los recuerdos de la vocación científica del narrador. En La Felicidad no da el dinero, en el desenlace final de la trama, que tiene lugar en el pueblo de nacimiento de uno de los personajes y donde hay una escena sexual narrada a partir de metáforas relacionadas con la naturaleza, en contraste con todo el bombardeo científico tecnológico de los medios que acompaña a la novela. En Efectos secundarios, en la figura del suplantador de Valcárcel, que vive en un pueblo frente a lo agresivo de la ciudad. En el relato «Alto Voltaje», con las diferencias entre tecnología vieja representada por el tren y tecnología nueva representada por la electricidad y la energía que, como afirma el protagonista “ha cambiado por completo nuestras vidas” y donde la posible presencia de un elemento ancestral, un fantasma, se desvanece ante la aparición de la máquina que lo fagocita todo, el automóvil. Aunque es una percepción falsa porque el medio ambiente ya está manipulado, con elementos como los peces de piscifactoría de La felicidad no da el dinero, lo que intensifica aún más esa tensión, esa contradicción: el retorno a un pasado natural bucólico frente a la fascinación por la cibernética, contradicción que en mi opinión todos llevamos dentro -precisamente, ese conflicto es el tema central del recién publicado La melancolía del ciborg, de Fernando Broncano- y que no hace más que demostrar el carácter humano del pensamiento de Sierra.
Justamente el mensaje de su último libro, la necesidad de experimentar para no caer en la desidia más improductiva, que ya figuraba como una de las ideas de su primer libro, presenta otra de las tensiones existentes en el pensamiento de Sierra, a mi entender la más importante, que recorre toda su obra y que entronca con la ciencia en la concepción humana de progreso –sea éste falso o verdadero- y el enfrentamiento entre pasado y presente.
En la falsa cita del falso pensador, Walter Fleck, en el capítulo 63, se dice que los valores tradicionales de la cultura occidental, la paciencia y la meritocracia, han sido clave para el éxito de estas sociedades frente a la gratificación rápida de la era consumista contemporánea (el ejemplo ideal sería el del psicópata, incapaz de frustrarse si no consigue lo que quiere rápidamente). Esta cita incluye un análisis certero de nuestra sociedad. Como muy bien se indica, uno puede reinventarse si se prohíbe unas cosas y se permite otras que cambiarán la percepción social que se tiene de él. Cada cual elige la clase social a la que quiere pertenecer, al menos a simple vista. Pero lo chocante es que a esta situación se ha llegado intentando solventar las injusticias anteriores, tratando de romper el círculo elitista de la cultura y la burguesía, a la búsqueda de la eliminación del clasismo social (en analogía con el comunismo, aunque con otra estrategia). Un capítulo más de la lucha continuada que ha existido en Occidente para vencer los vicios morales de cada momento. En definitiva, una suerte de experimentación política. Precisamente, el consumismo pretende ser una respuesta a la lucha de clases. Gracias al consumismo ya no hay clases sociales y, de paso, se elimina al rival político. Es un ajuste del sistema para pretender ser más justo. Ese afán de experimentación y de justicia social sería un mecanismo básico de las sociedades. En eso estoy de acuerdo con el autor. Pienso que las formas se han de adaptar a los tiempos y que hay que denunciar los errores de cada momento. Pero no puedo escapar al conflicto que sutilmente se esconde tras los textos de Sierra. No sé si hay algo de nihilismo en ese planteamiento, si no nos estamos cavando nuestra propia tumba como sociedad con esos mecanismos. En este sentido, resulta reveladora la historia del personaje de Charivarri, diva del pop latino, ferviente seguidora de una moderna secta religiosa inspirada en antiguas tradiciones caribeñas. Charivarri se hace pasar por caribeña de nacimiento, pero en realidad es nacida en Toronto, lo que resulta mucho más revelador porque acaba escenificando la crisis de valores de Occidente. Crisis en la que todos estamos inmersos.
Bibliografía de German Sierra
El espacio aparentemente perdido, Debate, Madrid, 1996.
La felicidad no da el dinero, Debate, Madrid, 2000.
Efectos secundarios, Debate, Madrid, 2002 (Premio Jaén de novela 2000).
Alto voltaje, Mondadori, Barcelona, 2004.
Intente usar otras palabras, Mondadori, Barcelona, 2009.