Autor: JORGE WAGENSBERG
Título: YO, LO SUPERFLUO Y EL ERROR
Editorial: METATEMAS DE TUSQUETS
Páginas: 283
Es de agradecer un libro en que un científico, una figura pública de la ciencia como es Jorge Wagensberg, ex director de CosmoCaixa y conocido ensayista y divulgador científico, pretenda crear puentes entre ciencia y literatura. Es de agradecer la colección de libros de ensayo en la que se publica el libro: Metatemas de Tusquets, dirigida por el propio Wagensberg (única en su género en el ámbito español junto con Drakontos de Crítica). Colección que no se conforma con haber publicado los títulos más mediáticos de la denominada Tercera Cultura –Brockman incluido-, sino que ha recuperado clásicos de científicos del siglo XX como Einstein, Schrödinger y Konrad Lorenz, así como algunos brillantes ensayos del pensamiento contemporáneo (René Thom, Ilya Prigogine, Stephen J. Gould o Lynn Margulis entre otros). Es de agradecer un texto que tras el prólogo se inicia con la siguiente frase (p. 19):
“Todo lo que no es la realidad misma es una ficción de la realidad. Cualquier representación mental de la realidad es ficción. La literatura es una ficción de la realidad. Cualquier género literario, incluido el ensayo, es en rigor una ficción. La ciencia también es una ficción de la realidad, pero una ficción todo lo objetiva, inteligible y dialéctica que, en cada momento y lugar, sea posible.”
Lo triste es que hayamos tenido que esperar hasta el número 100 de Metatemas para poder leer la opinión de Wagensberg sobre una influencia que muchos escritores contemporáneos -también españoles- están utilizando ya en sus ficciones, como es la interacción entre ciencia y literatura (por no hablar de los muchos escritores que la utilizaron en el pasado). Y que la calidad literaria de los cuentos que nos presenta Wagensberg deje mucho que desear.
El texto está dividido en dos partes. En la primera nos encontramos con un magnífico y original ensayista, algo que ya sabíamos (no es que lo diga yo, también lo han afirmado dos de los filólogos más importantes de este país como son Jordi Gracia y Domingo Ródenas en su libro El ensayo español, siglo XX). Wagensberg desgrana con sabiduría y sutileza las similitudes y diferencias metodológicas entre ciencia y literatura, que analiza mediante lo que él denomina los Tres Principios del método científico, que se exponen en el primer capítulo. El autor además, se apoya en metáforas muy sugerentes para apoyar sus tesis. Como la del árbol del capítulo 2, influencia posmoderna que le permitirá insertar en la segunda parte del texto una serie de fotografías de árboles rizomáticos. O la lotería cósmica de la página 44, que me parece una idea muy borgiana. No se puede negar que el “método” que utiliza el autor para comparar ciencia y literatura es cuando menos original. Y en el momento en que afirma que (p. 90) “el beneficio entre ciencia y literatura promete ser mutuo y fecundo”, este lector no puede estar más de acuerdo.
Pero Wagensberg desprecia el trabajo colectivo de la ciencia en algunos puntos de su exposición (cosa extraña para un científico dispuesto al debate entre científicos, sociólogos y antropólogos como el que entabló en el número 20 de la revista Archipiélago con Agustín García Calvo y Manuel Delgado) al no decir, por ejemplo, que la fórmula F = m·a no la postuló Newton de esa forma, sino que es la síntesis de su pensamiento en un lenguaje pretendidamente universal y en el que colaboró toda la comunidad científica. O al afirmar: “los principios del método científico están para depurar toda emoción personal del contenido de la ciencia”, donde no tiene en cuenta que esos principios están para intentarlo, aunque me temo que no siempre se consigue, como en el caso de Kepler, que quiso ver los sólidos platónicos tras los planetas y lo consiguió aunque no fuera cierto. Menos mal que los astrónomos que vinieron después supieron corregir sus errores y conservar los aciertos.
Parece que entre los científicos lo sociológico esté mal visto (aún recuerdo el bilioso comentario de Javier Moreno contra los sociólogos en una de las charlas del encuentro Ctrl-Alt-Del en La Casa Encendida de Madrid, concretamente, la dedicada a la relación entre ciencia y literatura). Supongo que se debe a los desmanes –que los hubo- de la sociología posmoderna para con la ciencia. Pero una visión crítica de los estudios sociológicos rigurosos no hace más que demostrarnos que la comunidad científica se estructura de esa forma porque la unión hace la fuerza. A fin de cuentas, ¿es el conocimiento quien elige la senda a desbrozar por la ciencia? ¿O es una comunidad, la científica, y de ahí el carácter irremediablemente humano de la producción científica y sus aciertos, así como su posible falibilidad? Precisamente, en la página 87, Wagensberg afirma que “ciencia es lo que los científicos dicen que es ciencia”. ¿Qué hay más sociológico que esa afirmación?
Sin embargo, flaco favor hace Wagensberg a la ciencia con la literatura que presenta en la segunda parte del libro, la de la aplicación en forma de cuentos de su teoría. Se trata de relatos de una calidad irregular, poco elaborados en su mayoría, con un trabajo léxico muy pobre, con errores básicos de punto de vista, ausencia de esas metáforas tan poderosas que utilizara en la parte ensayística, sin apenas estructura en muchos casos (una crítica imperdonable para alguien tan interesado por la estructura de las cosas como debería ser un científico). En definitiva, cuentos faltos de rigor.
Curiosamente, uno de mis recuerdos de la Facultad de Física era la importancia que el rigor tenía para los físicos –y que nuestros disgustos nos costaba a los estudiantes a la hora de los exámenes. Parece que Wagensberg no se ha enterado de que la literatura también es una disciplina rigurosa. Con otro estilo de rigor, donde la intuición, la corrección o el oído suelen ser más importantes que el método. Y en la que precisamente el cuento es el género que requiere de un rigor pluscuamperfecto por sus dificultades formales. Sino, que le pregunten a un escritor de relatos cuanto tarda en pergeñar un libro de cuentos. Alguien como Eloy Tizón, o como Miguel Serrano -de formación científica por cierto- que dedicó 6 años a componer Órbita, su último libro de relatos. O a alguno de los blogueros más preocupados por el cuento de las bitácoras hispanas, que saben de la dificultad de elaborar un cuento redondo, como Miguel Ángel Muñoz y su blog. O Sergi Bellver y la pasión por el cuento (y por otros géneros) que se respira al leer su bitácora. O Juan Carlos Márquez, un artesano del cuento desde sus dos vertientes, como profesor de escritura creativa y como uno de los cuentistas españoles más originales, que además de sus dos libros, Oficios y Norteamérica profunda, también publica piezas cortas en su blog. O el ya convertido en clásico Vivir del cuento de Antonio Jiménez Morato, ahora en su versión 2.0. O ese escurridizo hombre de barro que es Antonio Baez. O Jordi Roldán, cuentista muy interesado en las relaciones entre ciencia y literatura, ferviente seguidor de Wagensberg, que llegó a colgar diversas entrevistas en su blog, pero que a diferencia de éste, elabora mucho más sus ficciones.
Menos mal que Wagensberg es humilde en sus pretensiones y, tal como el mismo expresa, se conforma con que una de esas piezas de “literatura científica” sea del agrado del lector. Porque de los 108 relatos que componen esa parte del libro, yo sólo salvaría 9, y siendo benévolo.
Pienso en el affaire Sokal y me gustaría ver la reacción de los científicos si un literato se pusiera a hacer ciencia sin rigor. Precisamente, en este blog se realiza una defensa del diálogo entre las erróneamente denominadas dos culturas, pero tanto la ciencia como la literatura requieren de un rigor en su elaboración. Y no por ser respetado en una de estas disciplinas, se ha de ser bueno en la otra (el gran error de Platón), especialmente si no se le ha dedicado el esfuerzo suficiente.
La sociedad trata de estructurarse para que los productos culturales más válidos sean los que pervivan. La estructuración de la ciencia es evidente. Ya hemos hablado de ella. La literatura, con mecanismos igual o más complejos (editoriales, críticos, lectores, asesores, agentes), también lo intenta pese al mercado. Y si se manifiesta injusta, ya hay críticos o grupos emergentes que alzan su voz para intentar cambiar las cosas. Y con la llegada de Internet mucho más. Por tanto, productos de baja calidad que sólo se publican por el nombre del autor no ayudan a la literatura, ni en este caso, a la ciencia.
Vista la diferencia de nivel entre las dos partes del libro y el carácter vivencial de muchos de los fragmentos, el autor podría haber prescindido de la segunda parte. O haber utilizado el género diarístico, que casa más con su personalidad y se acerca de forma más natural al ensayo, para adentrarse en la narrativa. Porque las reflexiones que perviven en sus no-relatos (esta vez con carácter peyorativo), son interesantes. Y como suelen estar inspiradas en teorías científicas y el propio autor considera a la ciencia una ficción, resultaría de todo ello un libro ficticio y ensayístico muy interesante.
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