¿Puede un acontecimiento traumático ser el detonante de una carrera literaria? ¿Puede este suceso, claramente autobiográfico, servir de material novelístico? ¿Puede la narración de unas imágenes que aterrarían a cualquiera, de cuerpos muertos, con el olor de la muerte en el ambiente, que nadie desearía vivir, contarse de una manera eficiente y veraz y suponer la piedra de toque de un estilo incipiente? Este lector se para a reflexionar, y piensa en Primo Levi y en Imre Kertész, y el acicate literario que el Holocausto supuso para ellos, y opina que sí, que Ramón González (Daimiel, 1984), testigo del atentado perpetrado por un grupo terrorista en la sala Bataclán de París el 13 de noviembre de 2015, durante el concierto de Eagles of Death Metal, es bien capaz de iniciar su carrera publicada (que no literaria) con Paz, amor y death metal (Tusquets, 2018), con la narración de aquellos terribles hechos.
El autor empieza el relato in medias res, con los
terroristas dentro de la sala y las balas silbando sobre su cabeza. Lo hace a
partir de una descripción muy sobria y de un punto de vista autoficticio. No sé
lo suficiente sobre la vida de González como para afirmarlo por su biografía.
Pero sí se percibe que la compañera del protagonista: Paola, no coincide con la
persona a la que está dedicada el libro: Mariana, que tampoco coincide con
ninguno de los otros nombres que aparecen. Ahí es donde creo que entra lo
autoficticio, en la conformación de los personajes que acompañan al narrador.
El texto se estructura a partir de la realidad, es decir,
del atentado. El narrador no solo describe ese instante, también lo que sucede
después de la tragedia, escenas si cabe más interesantes, porque nunca se
narran, porque la literatura parece siempre fascinada con la culminación del
dolor y no con el trauma silencioso que acompaña a los supervivientes. Es lo
más valioso del libro, y la demostración de que la realidad construye
estructuras narrativas distintas a las de la ficción, en cierto modo
innovadoras.
Las reflexiones del narrador, como la que realiza en torno a
la violencia en la página 57, no son nada del otro mundo. Sin embargo, es de la
simple narración de los hechos de donde este lector extrae análisis e
informaciones de mucho interés. Por ejemplo, entre las páginas 46 y 53 se
desarrolla la escena en que el narrador ha logrado refugiarse en una habitación
de Bataclán y se reencuentra con su novia. Uno de los momentos más
significativos se muestra cuando los allí presentes se dan cuenta de que no
tienen la misma información, que en función de las consultas con sus celulares
el relato de los hechos no resulta igual. Es la demostración del solapamiento
real-virtual en el que vivimos, una extensión de nuestra realidad física.
Después está la narración de los detalles, como la primera
compra por internet de la pareja (p. 86), la primera vez que regresan a casa
después de los hechos, que no dice nada y a la vez muestra el miedo sordo que
atenaza a los protagonistas. Se trata de una estrategia muy efectiva para
enfrentarnos a un escritor que empieza, y al que se debe otorgar cierta
confianza, en especial, por los hechos que relata y que, más allá de los
recursos autoficticios, ha vivido en carnes. Es más, la narración postraumática
es muy contenida, muy precisa, excelente. Y se convierte en el motor del relato
mediado el escrito. Si el narrador es capaz de contarlo, será capaz de
superarlo. Ese trauma y el discurso que se construye de forma continua—frente a
la policía, frente a los distintos psicólogos y psiquiatras, frente a los
amigos, frente a la familia— es lo que estructura el escrito en la segunda
parte. Es más, la formación discursiva que elabora frente a los terapeutas es
lo que permite al narrador contar con precisión y una sencillez envidiable,
para acabar cerrándolo desde la analogía que el recuerdo mental del trauma
tiene con la literatura que planea por todo el texto: “¿Eso quiere decir que
llegará un día en que mi recuerdo del Bataclán no será más que una ficción?”
(p. 191). Ahí queda. Bienvenido a la literatura.
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