Quiero considerar la tercera novela de Miguel Ángel
Hernández Navarro (Murcia, 1977): El
dolor de los demás (Anagrama 2018), como la última entrega de una trilogía
que se inicia con Intento de escapada
(Anagrama 2013), la novela en que subyace una profunda crítica al mundo del
arte y, más concretamente, a la personalidad y la obra del artista Santiago
Sierra, y continúa con El instante de
peligro (Anagrama 2015), finalista del premio Herralde de novela, en donde
reflexiona sobre los límites entre el arte y la vida.
El mismo autor ha
hablado en términos parecidos, como si El
dolor de los demás representara el fin de un ciclo. Y bien parece que esta
historia, un true crime en donde el
mejor amigo del autor asesina a su hermana, se da a la fuga y luego se suicida,
es la que le permite hablar desde la voz más cercana a sí mismo, la más íntima,
después de haberse expresado a través de dos trasuntos, el de Marcos, el estudiante
de Bellas Artes acomplejado de Intento de
escapada, y el de Martín, el frustrado historiador del arte cuarentón de El instante de peligro. Para ello,
Hernández utiliza una serie de estrategias brillantes: el uso de la segunda
persona del singular para recuperar los recuerdos directamente relacionados con
el día del crimen de una forma creíble y tomando cierta distancia con ese otro
Miguel Ángel al mismo tiempo. A la vez, narra en presente y en primera persona
el proceso de recopilación de datos y redacción de la novela desde el momento
en que empieza a pergeñar el relato, tras una conversación con el también escritor
Sergio del Molino, intercalándolo con otros recuerdos anteriores, describiendo
su relación con Nicolás, su amigo, el homicida, con las familias de ambos, y
con las personas de la huerta de Murcia con las que se relacionaba, como la Julia.
Hernández combina la estructura de thriller de un episodio
sacado de la crónica de sucesos con la narrativa de la memoria. En realidad, el
autor utiliza la caja negra de la mente del asesino para explicarse. Es el
homicidio lo que recorta su perfil personal contra el horizonte de la realidad.
La estrategia se revela sin ambages cuando el autor recupera unas imágenes muy
importantes para él: la entrevista que le hizo un periodista de la televisión
de Murcia el mismo día de los hechos por ser el mejor amigo del asesino. La
narración de esa escena es el Rubicón que cruza el narrador para acabar
resolviendo el texto en la figura de la víctima: la Rosi.
Es entonces cuando se ve cerca de la Julia, su vecina, su
segunda madre, después de haber transitado la piel autoficticia del joven
estudiante enamorado de su profesora y fascinado con la sacralidad del arte,
que saltan por los aires a mitad de la narración, y del investigador extranjero
que ingresa en un instituto de investigación cargado de cinismo para volver a
reencontrarse con el arte, con la creación, a partir del recuerdo de su amante
muerta y de su relación con la artista residente en el instituto. Además, para
obtener el clímax, Hernández Navarro echa mano de una escena muy alejada de la
heteronormatividad machista de los protagonistas masculinos que pueblan la
literatura española reciente (El instante
de peligro, pp. 205-206). Martín, que podría haber sido uno más de los
machos dominantes fascinados por la atracción irresistible y el sexo fácil, se
convierte en una figura mucho más compleja por su experiencia con la su
sexualidad y, por la identidad que surge de ahí.
El de Miguel Ángel Hernández es un proyecto muy trabajado. En
el fondo, siempre escribe en torno al mismo tema: la representación del dolor y
cómo somos capaces de empatizar con él (Intento
de escapada, p. 24). Pero para hacer suyo el tema necesita construir un
nuevo lenguaje (“A veces siento que al nombrar las cosas con su término exacto
la realidad se vuelve más cercana, menos confusa [El instante de peligro, p. 111]), que le obliga a un proceso. Así,
deconstruye el arte como ideal para encontrar la parte de su esencia con la que
realmente se alinea (“El arte volvió a poseerme. Es curioso que para hacerlo
hubiera tenido que transformarse en vida” [El
instante de peligro, p. 167]), para acabar escribiendo su obra más exigente,
la que lo apela (“La única historia verdadera es la que nos abrasa, la que nos
habla, la que nos alude” [El instante de
peligro, p. 192]), con unos presupuestos renovados, con un lenguaje nuevo,
directo, alejado de la voz más académica que preside sus dos primeros trabajos
(porque “[e]l lenguaje cambia. Y con él el tratamiento de la actualidad. Y
también la producción y reproducción de la realidad” [El dolor de los demás, p. 139]). A través de la lectura de los 3
libros se observa que, en este proceso de crecimiento, es muy consciente de sus
limitaciones y sus posibilidades, que han crecido exponencialmente con cada
entrega. Si su primera novela es un relato cerrado, con un prólogo y un epílogo
que nos avisan del ejercicio autoficticio, en la segunda experimenta la voz de
la confesión a una Sophie ficticia (El
instante de peligro, p. 15), a la que dirige la narración en todo momento.
La tercera, el motivo principal de estas letras, es un escrito en carne viva en
donde Hernández se enfrenta con su pasado y su desarraigo. Es un proceso lento
desde la autoficción hasta el relato autobiográfico. El autor ha requerido de
tres pasos para acceder a una literatura más personal: la literatura de los
demás, del dolor de los demás. La arquitectura literaria y los recursos de los
que ha hecho gala para llegar hasta allí merecen el aplauso decidido de este
lector.
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