La literatura es siempre una pulsión.
Pero dentro de todas las corrientes que pretenden gobernar esa
pulsión, no queda nada claro por qué una persona empieza a escribir
sobre su vida, se utiliza a sí misma como objeto narrativo. Ese
viaje maravilloso en submarino hasta las entrañas de la identidad,
de difícil explicación, es el que están sustentando toda esta
serie de narrativas del yo.
John Maxwell Coetzee (Ciudad del Cabo,
Sudáfrica, 1940), premio Nobel de literatura, en 2003, con una
decena de ensayos y más de 10 novelas a sus espaldas, algunas con el
reconocimiento unánime de crítica y público, como Desgracia
(1999), no lo necesitaba. Y, sin embargo, se puso a escribir sobre su
existencia. Lo hizo en 3 volúmenes: Infancia (1997), Juventud
(2002) y Verano (2009). Lo hizo, también, alejándose del yo
narrativo. Los dos primeros libros están escritos en tercera
persona. El último riza el rizo: un biógrafo académico del autor
se entrevistas con las personas que, al parecer, marcaron su vida.
Toma notas y a partir de ahí transcribe sus testimonios. Agárrense,
en toda la tercera narración: ¡el autor está muerto! Literal, no
en el sentido de Roland Barthes.
De todos los escritores contemporáneos,
Coetzee es quizá el que con más crudeza disecciona los
sentimientos, los anhelos y las contradicciones humanas, además de
hacer uso de un fino análisis intelectual de la realidad. Basta con
leer Hombre lento (2005). En la narración novelada de sus
memorias tampoco hace concesiones, esta vez consigo mismo. De ahí la
razón de sus recursos. Con la tercera persona logra llegar a unos
niveles de autocrítica a los que pocos escritores serían capaces de
llegar. Y con los múltiples narradores de su última entrega, se
distancia por completo de sí mismo. Es más fiero que Per Olov
Enquist, también
tratado en esta serie, que utiliza el mismo
recurso narrativo, y mucho más incisivo.
En el primer volumen, el tratamiento
del niño que ignora a su padre y ama a su madre, pero no puede
demostrárselo por esa sociedad machista en la que vive es conmovedor
por lo de terrible que se oculta tras las palabras de ese narrador
distante. De la misma forma, la dictadura infantil que imponen los
afrikaners en el colegio se muestra como una suerte de
dominación cultural racista y cruel. El autor pertenece a ese grupo
étnico por parte de padre, aunque este ha luchado en la gran guerra
al lado de los ingleses. Pero a la hora de definir su religión se
equivoca y se menciona católico. Es entonces cuando sufre en carnes
la persecución que los protestantes de origen neerlandés ejercen
sobre judíos y católicos. También se lee la mirada curiosa,
inquisitiva, afectuosa hasta cierto punto del niño Coetzee por la
gran comunidad sudafricana: los africanos de origen, los negros (pp.
93 y 101), tan maltratados en aquellas tierras. A grandes rasgos,
esas son las tramas del primer volumen, junto con el descubrimiento
de la lectura (de Enid Blyton a los clásicos) y la tensión entre la
vida en el campo y en la ciudad, a la que regresan los Coetzee para
que el padre intente una carrera de abogado en solitario y fracase
estrepitosamente. Con ese fracaso se cierra la primera narración.
La segunda: Juventud, se inicia
de nuevo en Sudáfrica. Pero enseguida cambia el foco de la acción a
Londres. Las ansias por convertirse en un bohemio (pp. 10-11), un
poeta, son el motor que lleva al joven Coetzee a dejar su país y
embarcarse en la aventura europea. No es para nada lo que él
esperaba. Se convierte en un eficiente y aburrido programador
informático que trabaja primero para IBM y después para la más
flexible empresa que colabora con el Ministerio de Defensa
británico, mientras realiza un doctorado para la Universidad de
Ciudad del Cabo sobre Ford Madox Ford y es incapaz de poner en limpio
su vida sentimental (pp. 66-70). Aquí reaparecen sus filias por los
rusos y sus fobias por los ingleses en plena crisis de los misiles de
Cuba (p. 84), además del cricket, omnipresente en la primera parte
de su vida. Aunque esta es la historia de formación del joven
Coetzee como escritor en un mundo cambiante y revolucionario, como es
el de la década de 1960, y aunque la tensión entre el matemático
que deja de serlo y el poeta que se transforma en narrador es tema de
máximo interés para mí por mi mochila personal, este es el volumen
que menos me ha interesado; tal vez porque se fundamenta en un estilo
triste y notarial que no es el que suelo esperar de este viejo
escrito sudafricano, ahora australiano, y que tanto admiro, no solo
por su escritura y su altura intelectual, también por su honestidad,
que tal vez esté detrás de sus decisiones artísticas aquí
también.
Y llegamos así al castillo de fuegos
de artificio que supone la última de las tres entregas: Verano.
El relato de la amante judía casada con un importante hombre de
negocios del que se libera con Coetzee como sujeto interpuesto, de la
tía cariñosa que trata a ese miembro especial de la familia, de la
madre brasileña de una joven alumna del profesor Coetzee, de dos
antiguo colegas del autor, un hombre y una mujer, que lo conocieron
en circunstancias diferentes, junto con una amalgama de notas y
fragmentos confusos que inician y cierran el relato. Voces de otros
para componerse a uno mismo, en sintonía con la construcción de
personajes que realiza Roberto Bolaño en Los detectives salvajes.
Todo compuesto por un biógrafo con veleidades artísticas que hace
ejercicios de composición. Pero que, con todo, acaba armando un
retrato vital del Coetzee adulto muy veraz.
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