Las noticias falsas, los noticiarios elaborados a la medida
del que los encarga, no son cosa solo de nuestros días ni del ínclito Donald
Trump. Forman parte de un hilo de conexiones guadianescas que van apareciendo
en la historia cultural. Esa es la realidad que lleva a Luis Alejandro Ordóñez
a perseguir una obsesión que le ronda desde que lee una anécdota en El año de la muerte de Ricardo Reis, la
novela de José Saramago, y, como buen narrador y buen periodista, necesita
saber más de esa historia, como el yonqui necesita cada vez más de la droga que
le permite tener un motivo para vivir.
Y Ordóñez se adentra en la anécdota: el New York Times que
John D, Rockefeller (1839-1937) se hacía confeccionar cada día, publicado solo
con buenas noticias. Y trata de reconstruir la historia, no solo de ese diario
de encargo, también de cómo llega la noticia a Portugal con motivo de la muerte
del millonario y cómo le alcanza a Saramago, que era un adolescente cuando
murió Rockefeller. Y se sumerge en la historia. Y deja volar su imaginación y
reconstruye el caso de la recepción de la increíble, la absurda noticia del
multimillonario norteamericano que se hace confeccionar tan excéntrica
publicación. Y construye una historia que ubica a un joven periodista con
ínfulas literarias tras la pista de esa noticia y en competición con las otras
cabeceras lisboetas, en un entorno aderezado por Ricardo Reis heterónimo del no
mucho antes fallecido Fernando Pessoa, también citado. Y va más allá y se
imagina al redactor de esa publicación de encargo, que no puede ser otra cosa
sino un escritor, un narrador de historias que por la fortuna de conocer al
viejo Rockefeller consigue darle un giro a su destino y dejar su trabajo en la
construcción para dedicarse al sustento de la pluma, aunque sea inventando las
noticias que transmite a su benefactor a través de ese periódico tan personal,
ese diario hecho a medida. Y por eso, ante la noticia de la muerte del viejo
Rockefeller, el narrador se imagina a Benjamin, que es el nombre que Ordóñez ha
decidido para ese autor desconocido que obró el milagro de transformar las
noticias con su inventiva, confeccionando su último ejemplar de encargo, que es
el que descubrirá la prensa lisboeta y, más tarde, Saramago e incluso Juan
Carlos Onetti o Juan Gabriel Vásquez. Y se entiende que Benjamin quiera
entregar su último ejemplar y para ello vaya tras la tumba en la que está
enterrado el millonario.
Y todo lo que buenamente les he intentado resumir, lo narra
Ordóñez con la prosa directa y efectiva de un buen narrador y un buen
periodista: “Al menos la foto era lo suficientemente grande como para mostrar
al anciano en toda su dignidad. El hombre que quería vivir 100 años y que
regaló casi toda su fortuna a la caridad. Qué mal gusto, no mencionar eso y en
cambio tildarlo apenas de «Rey del petróleo»” (p. 52).
A veces el texto crece con la ayuda de internet (p. 110),
otras del archivo y, las más, de la imaginación. A través esos tres vectores, hace
reflexionar a este lector sobre la naturaleza de las noticias falsas tan de
nuestros días, aunque Ordóñez le deje claro que no son solo de estos días, dejándole
un buen sabor de boca al finalizar el texto. Así que lean El último New York Times. No les decepcionará.