La secuencia lógica de mi serie, que rompí en la pasada
entrega, pretendía comparar la literatura del yo escandinava, a la que dediqué
mis dos primeras entradas, con el mismo fenómeno en España, a partir del enorme
éxito que ha acarreado la publicación de Ordesa,
de Manuel Vilas (Barbastro, 1962). Philip Roth,
el azar de su muerte, se cruzó por medio, como la muerte de los padres de Vilas
se cruza por la trayectoria literaria del autor aragonés para que acabe
escribiendo esta novela.
El libro de Vilas es un huracán, un terremoto en una
literatura tan pudorosa y católica como la española, donde los que practican la
autoficción siempre esconden su intimidad. Lo deja claro el mismo autor en este
artículo. Lo explicita en Ordesa: “No
me importa exhibir la vida de mi padre. Aunque en España nadie quiere exhibir
nada. Nos vendría muy bien escribir sobre nuestras familias, sin ficción
alguna, sin novelas. Solo contando lo que pasó, o lo que creemos que pasó.” (p.
127) Eso es mucho decir en un libro que parece no tener estructura más allá de
los recuerdos del autor=narrador (en este caso), con los que la persona lectora
tropieza de forma caótica.
Desde la cita inicial y la primera frase: “Ojalá pudiera
medirse el dolor humano con números claros y no con palabras inciertas” (p. 9),
este lector se ha encontrado un escrito arrebatador. No soy el único que lo ha
dicho a estas alturas, así que solo puedo sumarme a las múltiples voces que han
quedado subyugadas por el verbo de Vilas.
Es largo el camino que ha recorrido el autor desde aquella
discusión con el también escritor Diego Doncel (Malpartida de Cáceres, 1964).
En Lausana. Allá por 2012, en un congreso en homenaje a Juan Goytisolo donde el
malogrado escritor expatriado no apareció por motivos de salud. En aquella
ocasión, Vilas afirmaba que el mercado siempre acaba acogiendo al buen
escritor, y lo ejemplificaba en la figura de Roberto Bolaño. Ahora su
perspectiva ha cambiado. No hay más que ver las duras críticas que vomita sobre
el capitalismo (pp. 14-18). La crisis económica le ha pasado factura. Pero
también la vida, a partir de las experiencias que él mismo relata, algunas
arrebatadoras, como la borrachera que coge cuando le conceden el crédito con el
que comprará su piso; o el encuentro con el campeón español de boxeo ya
fallecido: Perico Fernández. Sus borracheras, su alcoholismo, se detallan en la
narración, a veces con imágenes muy hermosas: “Quien ha bebido sabe que el
alcohol es una herramienta que rompe el candado del mundo” (p. 91) Pero siempre
acompañadas del dolor del que se sabe enfermo.
Vilas construye desde la poesía, de ahí esa supuesta desestructuración,
que ilustra muy bien a partir del personaje real de la madre, una persona
caótica y desordenada, como el propio narrador, en su caso, a la hora de
exponer los hechos. En realidad, Vilas siempre mantiene el mismo proyecto desde
sus primeros libros en prosa, como España
(2008). Fue una forma de escribir que se inició con él y con la obra narrativa
de Fernández Mallo (A Coruña 1967), tal como postuló en su momento Eloy
Fernández Porta. Se basaba en utilizar la poesía como una guía para la
narrativa, a partir de una estructuración poética de las novelas. Que la prosa
de Vilas bebe de su poesía está más que claro. Eso se observa a la perfección
en el epílogo de este libro que hoy reseño, donde los lectores encuentran numerosos
poemas escritos con anterioridad a Ordesa,
pero de los que mama Ordesa. Por eso
cuesta encontrar la estructura interna del relato. Pero existe. Es poética.
Lo que sucede en Ordesa
es que el yo de Vilas ha llegado al centro de ese proyecto para relatar la
historia de sus padres desde la memoria. A partir de ese entramado reconstruye
la vida de la clase media española durante el franquismo. Pero es una historia
poética, o donde la poesía se convierte en la protagonista y los padres en
símbolos líricos, como simbólicos son los nombres que da a las personas que
aparecen en el texto, todos grandes de la historia de la música clásica. Vilas
funda el mundo a partir de esos nombres y de las palabras de su padre, como si
fuera un Dios (p. 97). Interpela a los que ya no están presentes, pese a que:
“El hecho de que jamás pueda volver a hablar con ellos me parece el acontecimiento
más espectacular del universo, un hecho incomprensible” (p. 121). Y construye
la vida de las personas de forma simbólica a partir de los objetos de consumo:
el aceite de oliva de la madre, el coche del padre. Son siempre objetos baratos
y, sin embargo, sobrenaturales (p. 175). A fin de cuentas: “El pasado son
muebles, pasillos, casas, pisos cocinas, camas, alfombras, camisas. Camisas que
se pusieron los muertos.” (p. 218) Resulta un recorrido lógico. Pero es, además
el camino a través del que Vilas acaba dando una vuelta al calcetín que llevaba
en Lausana, en su discusión con Doncel. Ahora es el buen escritor quien acaba
domando al mercado con esos recuerdos, aderezados con hermosas imágenes, un
mercado gris y deprimente como era el de la clase media-baja durante el
franquismo.
Y todo este recorrido sirve para comprender que el verdadero
Vilas, si es que eso existe, dada la complejidad de las personalidades humanas,
es alguien que tiene miedo: “en lo más hondo de mi psicología reina el miedo.”
(p. 40) Ese miedo se huele página a página, imagen a imagen, en Ordesa: “No puedes renunciar a la
catástrofe, es el gran orden de la literatura, el viento de la maldad y el
viento de todas las cosas que han sido.” (p. 197)
En conclusión, por la fuerza de las palabras del texto, y la
inteligencia en el uso del lenguaje, de la sintaxis, que rompe cuando le da la
gana con una potencia abrumadora, de las metáforas, de las imágenes, Ordesa es el libro del año. La grandeza
de Vilas, que se reinventa a cada paso, sigue creciendo. Eres grande, Vilas,
muy grande.