Si bien Coda, la
primera novela de Esther García Llovet (Málaga, 1963), era un primer intento de
acercarse a la narrativa, un experimento sin coda, Submáquina (Salto de página, 2009), el segundo texto de la autora,
es ya una narración con todas las letras.
La novela parte de un difícil presupuesto: presentar la vida
de un personaje: Tiffani Figueroa, a partir de breves retazos de su vida. Y
hacerlo desde la ficción más absoluta, totalmente ajena a la autoficción y a
cualquier tipo de narración autobiográfica, como señala Fernando Royuela en el
prólogo. Titánica empresa. Aúna las teorías contemporáneas sobre el yo
escindido y la necesidad de la intersubjetividad, para construir al sujeto a
partir de las miradas de los otros y la confesión propia, aunque sea ficticia.
Y las combina con la tradición del personaje en literatura.
El libro se estructura en una serie de capítulos que
coinciden con las partes de un revólver y avisan de que la novela negra va a
sobrevolar de alguna forma la narración. La persona lectora se encuentra así,
de bruces, con un antiguo novio de Tiffani, un coach, o más comúnmente, un entrenador personal, que evita entrar
en las trampas dialécticas de su interlocutor en una serie de diálogos
construidos con la perfección de la ambigüedad y el doble sentido, y con un
excelente cierre. Pasa a conocer la primera experiencia sexual de una
adolescente que quiere llegar preparada a la que debería ser su primera cita y
degenera en una historia triste. La historia de sus “bodas brutas” (p. 40),
como ella misma la califica. Se sumerge en una compleja trama de realismo sucio
y relato policíaco en el territorio que cubre desde los suburbios del DF hasta
la frontera mexicana con EEUU, en donde Tiffani, ex policía, se desempeña al
límite de sus posibilidades y su melena rubia teñida, y comete un terrible
crimen. Aunque como avisa la contra, “tal vez lo horrible hubiera sido no
cometerlo.” A continuación lee la confesión de la prole abandonada por la
protagonista. Y contempla a Tiffani ganando a las cartas una y otra vez, jugando
al póquer con cartas de familias, en un bar en el fin del mundo. La narración concluye
frente a una Tiffani cuarentona y ya mayor que casa a su hijo y flirtea con el
joven camarero que la atiende, con quien la une un nexo de su pasado.
La fuerza de las escenas, de una literatura contada en
escenas, la influencia del cine anglosajón en imágenes como: “Caminaba sin
prisa, la ropa un poco grande y la cabeza a la sombra de la hiedra” (p. 85), la
mesura a la hora de elegir las palabras y las metáforas, la figura de Bolaño y
el gusto por el policíaco y el realismo sucio son las señas de identidad de
este relato de largo aliento y ritmo endiablado. Excelente continuación de su
primera entrega, en donde la autora se atreve a la compleja construcción
ficticia de una vida junto a otros personajes rotundos, como el manco Maffei,
el rusito Pogo, Edison o la Repa.
Sin embargo, pese a lo cierto de las palabras de Pogo cuando
dice: “la vida es lo más raro que me ha pasado nunca” (p. 103), la novela
adolece de los problemas de los que siempre adolece la ficción que pretende ser
realista: que muchos de sus pasajes resultan inverosímiles, como el abandono del
padre matemático, segundo marido de la Tifa, de sus obligaciones familiares tras
la huida de la protagonista. El intento de crear un ambiente familiar desolador
le juega aquí una mala pasada a la autora. Eso y la confusión que por momentos
preside el escrito son los únicos peros que le encuentro a esta narración,
magnífica por lo demás.
No hay comentarios:
Publicar un comentario