Texto leído en el homenaje al 60 aniversario del nacimiento de Roberto Bolaño, celebrado en Girona el pasado 29 de abril de 2013 y publicado en la revista SUB URBANO:
Me compro un ESTIMULADOR DE RECUERDOS®, casco de última generación incluido. Cuando el chico de mensajería puerta a puerta me lo entrega, no sé muy bien que hacer con él. Otra adquisición compulsiva y estúpida. Hasta que me vuelve a la memoria el apartamento familiar en la costa, a sesenta kilómetros de la ciudad; la escenificación del ascenso social de mi padre. Y decido que es el espacio idóneo para estrenar mi nuevo artilugio.
Por el camino pienso que gracias al ESTIMULADOR® rescataré las tardes de mi infancia frente al televisor. Los episodios de Los Ángeles de Charlie y las retransmisiones deportivas de todo tipo. Aunque entonces no tenía amigos. Y temo verme de nuevo solo ante la pequeña pantalla, o leyendo cualquier cosa que hubiera caído en mis manos. Un Mortadelo, La Ilíada, o esa enciclopedia familiar en la que figuraba que el poema clásico de Homero era un libro imprescindible que yo no entendí.
Mejor recuperar los pensamientos del joven estudiante de física. El seguidor de Cosmos, la serie divulgativa de Carl Sagan. El tipo que pretendía emular a los otros héroes griegos: los antiguos sabios y su afán por medir y desentrañar los misterios del universo. Pero mientras aparco el coche, rememoro que esa fue la época de mis grandes sesiones masturbatorias frente a los libros de Electricidad y Magnetismo. Así que lo más probable es que contemple al pajillero que descubría que la ciencia de la segunda mitad del siglo XX poco tenía que ver con esa idea romántica de la persecución del conocimiento.
Así que nada más abrir la puerta me encamino a lo que fue mi habitación. Espero reencontrarme con el muchacho que escuchaba las canciones de The Smiths y Golpes Bajos. El aspirante a esteta. Sin embargo, nada más colocarme el casco y activar el ESTIMULADOR DE RECUERDOS® a partir de su consola con pantalla táctil, conectada al equipo mediante cable USB, veo en tercera persona al chaval que fui. El que trabajaba de camarero en una heladería de la costa tras el crack de la economía familiar y la crisis del petróleo. El que vivía del turismo, igual que aquel escritor chileno que transitó estas playas pero sin su heroicidad. Visiono el radiocasete que nos regalo mi padre en la época de vacas gordas, y las cintas con las canciones escritas a bolígrafo en el cartón de la tapa. Después sigo al muchacho de un lado a otro de la habitación. Viste pantalones negros, tienen manchas de lejía en los bajos pero la raya impecable. La camisa blanca y los zapatos negros. En la silla, la prenda distintiva del establecimiento: el chaleco verde oscuro con reborde negro, propio de un camarero de Vacaciones en el Mar, o de un casino de Las Vegas para nuevos ricos. Menos mal que en la escena no veo la pajarita postiza que se enganchaba mediante laña a la altura de la nuca y que acababa de proporcionarnos esa imagen de pingüinos.
No la veo ni cuando, sobreexcitadas ya mis neuronas con el equipo electrónico, retorno automáticamente a aquellas jornadas de doce horas sin festivos, donde parece que lo contemple todo como si tuviera una cámara de vídeo en la cabeza. Reaparezco en el sótano de la heladería, húmedo, lúgubre, desangelado, a la hora del breve descanso antes de la avalancha de clientes. Y redescubro en primer plano la cortina ondulada que nos separaba del resto del mundo, verde aterciopelada por la cara externa, la que veían los clientes, gris sintético desde la perspectiva de los trabajadores; entonces se descargan las caras de mis compañeros, Los Camareros: Quílez, Manu y El Meneos, esa gente que había abandonado los estudios a los trece años, morenos, sonrisas pícaras; después se suceden las imágenes de excursiones nocturnas a locales plagados de trabajadores del sector turístico y extranjeras adolescentes ligeras de cascos que incluyen sórdidas sesiones de cine porno en el privado junto a otros tránsfugas de la madrugada que huelen a tabaco negro y comentan la película con voz varonil, o escenas en los grandes núcleos de costa -Blanes, Lloret- donde presencio las peleas de mis compañeros contra los turistas ingleses, sus éxitos sexuales con las extranjeras consumados sobre la arena de la playa y otras escaramuzas a las que yo soy ajeno y que completaban su quadrivium particular antes de la tragedia: sexo, alcohol, peleas y éxitos de las radiofórmulas.
Tras despojarme del casco de última generación me asalta la duda. Me intriga saber por qué en algunas evocaciones aparezco como un personaje más y otras parece que las esté grabando con una cámara de video. Consulto en la pantalla el pdf con el manual de instrucciones del ESTIMULADOR®, mi última adquisición compulsiva y estúpida. No encuentro nada.
© 2013, Carlos Gámez. All rights reserved
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