Hoy quiero dedicar mi entrada sobre la literatura en primera
persona a aquellos autores que combinan su narración del yo con la
documentación de otras vidas, contemporáneas o anteriores, para reforzar su
escrito. Se trata de un diálogo entre dos géneros de no ficción tan conectados
que solo un prefijo hace mutar la palabra original, de biografía a
autobiografía.
Quiero tratar este diálogo desde una obra excelsa y otra
notable. La primera es El Reino, de Emmanuel Carrère (1957). La segunda,
La ciudad solitaria, firmada por Olivia Laing (1977). Si en la primera,
el autor, a partir de su experiencia religiosa previa, trata de reconstruir los
orígenes del cristianismo, en la segunda, la autora intenta expresar su soledad
en Nueva York a partir de otras experiencias similares de artistas erradicados
en la gran manzana. Si en el primer libro, el evangelio de San Lucas, la vida
de Lucas, y de su maestro: Saúl, hoy identificado entre los creyentes como San
Pablo, vertebra la narración, en el segundo son los artistas: Edwar Hopper,
Andy Warhol, David Wojnarowicz, Henry Darger, Klaus Nomi, y sus vidas, sus
obras, su timidez, la soledad experimentada entre los rascacielos, lo que da
forma al libro. Si en el libro de Carrère la metodología resulta fundamental, llegando
a hacer una comparativa con la de la gran escritora de novela histórica en
francés: Marguerite Yourcenar (pp. 314-5), en favor de un método más visual, más
cinematográfico, en el de Laing es el flujo de la narración y las historias los
que actúan como vasos comunicantes. Si en El Reino la documentación
manejada por el autor resulta abrumadora, en La ciudad solitaria lo es
la selección artística, que ejerce como criba de contenidos. Si el escrito de
Carrère se organiza como una investigación personal, dirigida por los impulsos
que generan los recuerdos de una fe que se perdió, compartimentando de forma
clara la parte vivida respecto de la parte inventada, el de Laing lo hace según
la estructura del ensayo, vertebrando los capítulos según los distintos autores,
para acabar de perfilar el texto como se organiza una novela, con un capítulo,
el sexto: “El principio del fin del mundo”, que concentra la crisis; no es otra
que la que supuso el virus del SIDA para Nueva York, personificado en
Wojnarowicz y Nomi. El Reino ha permitido a este lector descubrir elementos
humanos en la construcción de una ideología que va a pervivir por más de 2000
años, de manera hegemónica en muchos períodos. La ciudad solitaria me ha
ayudado a conocer la obra de algunos artistas fascinantes, como Wojnarowicz y,
muy especialmente, Darger, autor de la obra escrita más extensa, con más de
15000 páginas, y una existencia por completo en el anonimato; y la vida de
otros como Hopper o Warhol. El de Carrère es un tema muy original, el de los
orígenes del cristianismo. complementado por la confesión personal del autor.
El de Laing está más trillado, tanto por el territorio como por el tema que se
acaba convirtiendo en el detonante de la crisis: el VIH, del que se ha escrito
mucho desde la década de 1980. Ese es el elemento que impide a La ciudad
solitaria elevarse a los niveles de excelencia de El Reino de
Carrère. Sin embargo, tratar la gran ciudad contemporánea por antonomasia como
un monumento a la soledad, por momentos insoportable (p. 19), sí me parece
original. Por otra parte, en ambos casos la historia personal es lo menos interesante.
Parece una excusa que permite echar a andar el otro engranaje del texto, que es
el que da verdadera potencia al motor narrativo. Lo interesante es reflexionar
sobre cómo las biografías ajenas influyen en nuestras vidas. La historia del
cristianismo primitivo, de sus protagonistas, de los engranajes que lo
construyeron, le permite a Carrère entender las razones que le llevaron a
abrazar la fe en un momento crítico de su vida, y a convertirse en un agnóstico
después (pp. 101 y 119), lo que para el escritor y guionista francés acaba
suponiendo un sinónimo gracias a su trabajo (p. 357). La relación de la soledad
con los artistas en Nueva York le permite a Laing construir su identidad sexual
(p. 110), y entender los motivos de su peculiar infancia en Reino Unido. En
ambos casos, las biografías explican la autobiografía.