Debo confesarlo. La crónica sentimental de la periferia
española durante la Transición y hasta nuestros días quedaba por hacer. El Manolito
Gafotas de Elvira Lindo (Cádiz, 1962) estaba bien. Pero la autora no
alcanzó a volar más allá de la infancia de su personaje pese a los intentos
posteriores con otros arquetipos. Campo Rojo (Candaya 2015), de Ángel
Gracia (Zaragoza, 1970), en cambio, fotografía muy bien el período. En mi primera lectura de
esa novela apelé a los recuerdos y a la infancia vivida. Pero es más que eso.
Se trata de un contratexto de La familia de Pascual Duarte que denuncia
la violencia que surge desde la infancia y que Cela justificaba, hasta hacerla
partícipe de los conflictos políticos de España. Sin embargo, debo confesarlo,
el travelling que nos lleva desde la fotografía de Gracia hasta la España
actual lo ha trazado a la perfección el editor y escritor Agustín Márquez
(Madrid, 1979) en su primera novela: La última vez que fue ayer, también
publicada en Candaya.
Debo confesarlo, la novela narra una historia de la
periferia tan anónima que los personajes de la pandilla del narrador quedan
caracterizados por nombres tan anónimos como Chico A, Chico B… etc, que hacen
que también el territorio donde se desarrolla la acción, ese barrio que
menciona el narrador, sea un terreno anónimo: la periferia de una gran ciudad,
que bien podría ser Madrid, o la Zaragoza de Gracia, o la banlieu de
París.
Debo confesarlo, lo mejor de la novela es el tono. Esa voz a
medio camino entre la niñez y la adolescencia del narrador que proyecta esas
imágenes tan oníricas: “las ambulancias utilizan las sirenas para ahuyentar a
la muerte” (p. 30), otorgando esa pátina de surrealismo realista que envuelve
todo el escrito, pero que es capaz de narrar historias potentes, de
presentarnos personajes matizados, de hacernos llorar y reír al mismo tiempo,
de conmovernos.
Pero también debo confesar que al principio me costó entrar
en el texto. Esa poética de la sordidez que tan diseminada estaba en los
primeros capítulos: “a veces me masturbo con un preservativo, pajas de lujo,
las llamo” (p. 24), frenaba mi lectura. Sin embargo, conforme se avanza, esa
poesía se va imbricando en la narratividad del texto: “Se enciende una luz, la
pupila del monstruo se dilata, deja entrar la luz y ya nada escapa a su mirada.
¡Estamos vigilados! ¡Estamos en el aire!” (p. 47). Y entonces los sonidos
reverberan en las páginas, como el mechero de Chico C, la protesta vecinal, o
la ironía al presentar al político. Todo eso converge en la parte del texto que
más me gusta: el capítulo 3, con su galería de personajes suburbiales y muy
matizados:
El vecino del cuarto primera del
portal de al lado, que vivió en el extranjero antes de venirse al barrio donde
vive su hermano, que es el pajarero del barrio, que vive pared con pared con el
camello, y que no solo eso, que también crían juntos canarios, que le gusta el
Valdepeñas a diario, contra las depresiones y los aniversarios, ha hecho una
tentativa de inventario de objetos y situaciones con el tamaño de la lágrima
que acaba de derramar al contar al camello, después del concurso, en el bar de
mi abuelo, cómo perdió a su prometida allá, la del síndrome de Ondine, en los
Estados Unidos” (p. 73).
Y la constatación de que el barrio está cambiando. Y así
llegamos a la década de 1990, al mágico año 92, a la entrada del neoliberalismo
en España, con sus centros comerciales (p. 99) y sus publicistas consumiendo
cocaína (p.105), y la reforma del bar del abuelo del narrador (p. 107), y los
coches caros (p. 115), y la prueba de que los pobres son tan míseros como los
ricos (p. 134). Se cierra el libro, esa crónica sentimental de la periferia
urbana española, con un último capítulo muy emotivo y un gran final, una
confesión, no sin antes constatar el dolor y la razón del proceso de trauma que
ha sufrido durante todas sus páginas el narrador (negación, negociación,
enfado, indiferencia y aceptación), aunque no confesaré las razones de ese
trauma para no incurrir en un spoiler.
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