De las 10 citas que inician el libro, tres son las de Edgar
A. Poe, H. P. Lovecraft y Mary Shelley. Otras 3 son de Lacan, George Bataille y
Julia Kristeva. Así que ya saben de qué va esto, de terror, pero articulado por
una persona que domina la teoría literaria. Y así es, Mandíbula, la tercera novela de Mónica Ojeda, va de terror, del
terror a hacerse mayores de un grupo temible de adolescentes, alumnas de un
elitista colegio femenino, pero articulado de una forma
sólidamente literaria, y con ecos sociológicos de El señor de las moscas.
El escrito arranca con un alto grado de intriga, y con el
hecho contrastado de que Miss Clara, la profesora de lengua y literatura,
recién aterrizada en el colegio, acaba de raptar a una de las chicas, a Fernanda,
para darle un escarmiento. El lector se cuestiona por las razones de esta
situación anómala, mientras descubre los juegos sádicos de este grupito de
adolescentes, lideradas por Annelise. Esas razones están bien trenzadas en las
relaciones entre las muchachas y la profesora pero, por motivos obvios, no las
revelaré.
La persona lectora se encontrará mucho trauma adolescente, y
mucho miedo en ese paso de pubertad. Pero no solo entre Annelise, Fernanda,
Ximena, Analía y las gemelas Fiorella y Natalia, las integrantes de ese grupo
de púberes fascinadas por las historias de terror y el Dios Blanco, también en
la historia de Clara, la profesora, recién aterrizada en el colegio, y que
esconde un episodio de vandalismo perpetrado contra ella por unas antiguas alumnas,
y una relación muy tóxica con su madre, ya fallecida.
Pero a mí, la novela de Ojeda me ha parecido algo más que
eso. A este lector la ha dado la impresión de que se enfrentaba a un texto
moral, un escrito que criticaba la sociedad ecuatoriana, con sus desigualdades
sociales, a partir del comportamiento de un grupo de adolescentes caprichosas y
unos docentes trastornados. A mí, el texto me ha recordado a la operación que
Mario Vargas Llosa perpetró con la sociedad peruana a partir de novelas como La ciudad y los perros o Los cachorros. Si la sexualidad ocultaba
ese mundo moralmente corrompido en el nobel peruano, en Ojeda, son el sadismo,
el terror y las odiosas relaciones con los adultos, las que articulan la
crítica. De ahí citas como la que sigue:
“En su casa todas se sentaban muy
bien e iban a la iglesia y comían con cuatro cubiertos y dos tipos diferentes
de copas y usaban servilletas de tela y jamás decían malas palabras y sonreían
con recato y se mantenían secas y limpias y rezaban antes de dormir y antes de
comer y, en silencio, pensaban en historias de terror que de verdad asustaran
porque asustarse era emocionante hasta cierto punto, pero nunca hasta el punto
de Annelise, que quería mirarse de frente con el cocodrilo del manglar aunque
Fiorella le hubiese dicho que tenía la lengua como el cadáver de un cóndor en
los roquedales.” (p. 90)
El personaje de Annelise es el más inquietante. Se trata de
un personaje maquiavélico, capaz de mover los hilos de la trama desde la
crueldad y el morbo a partir de las debilidades de los otros (otras en este
caso). El perfil siniestro siempre encierra un gran magnetismo para los
lectores. A fe que Ojeda lo consigue activar con Annelise, mientras construye
una notable empatía en torno a Fernanda.
En definitiva, quien se atreva a adentrarse por los
siniestros pasadizos que propone Mandíbula,
se encontrará con un excelente ejercicio literario de una autora que conoce el
oficio, desarrollado con un notable uso del lenguaje, y una capacidad asombrosa
para componer la trama desde distintos planos con estrategias narrativas
distintas para cada uno de ellos, que alterna en cada capítulo: una
focalización rayana al flujo de conciencia, el uso de voces y sonidos externos
en el desarrollo mismo de la narración que me han recordado a alguno de los
recursos que utiliza George Saunders en 10
de diciembre, la conversación sin acotaciones, el diálogo donde solo
conocemos la voz de uno de los interlocutores, el ensayo literario. Y, por
encima de todo, la metáfora de la mandíbula que da título al libro, la imagen
de la madre, protectora y destructora a la vez, que toda mujer parece llevar
dentro.
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