En los distintos intentos experimentales que han enriquecido
la historia de la literatura, la naturaleza individualista de la literatura
occidental ha pretendido reinventar muchas veces la estructura del relato como una
nueva forma de contar historias, sin pensar que esa estructura es una
construcción social colectiva de las buenas historias, como demostró Vladimir
Propp. Curiosamente, esas voces “experimentales” no tienen en cuenta muchas
veces la dificultad que existe al tratar de explicar la experiencia desde ese
corsé formal, que puede llegar a ser un ejercicio más experimental que el
propio experimentalismo. Qué incómodo resulta percibir lo artificial de la
crisis que acontece en el último tercio de una novela que se está leyendo con
gusto, y qué provechoso resultaría utilizar esa estructura, crisis incluida,
para plasmar en el caos de nuestra existencia las cosas que de verdad nos han
importado. Da lo mismo que nunca se alcance la objetividad cuando el placer
reside en sumergirse en lo que se cuenta. Pero para ello cabe renunciar tanto a
la idealización individualista de autor como al concepto de genio, y utilizar
otras varas para medir la imaginación, ya que experiencia todos atesoramos
llegada una edad. Afortunadamente, hace ya unos años que la experiencia vivida,
lo autobiográfico, el testimonio plasmado en el papel, están tomando
protagonismo en el mundo literario. Aquí
se ha tratado del tema en más de una ocasión, aunque no
siempre el autor lo haya resuelto de manera brillante. Pero para hacer
justicia a este autor del que voy a hablar hoy, y de la crítica en la
literatura española, pues el texto ganó el Premio de la Crítica en 2011, cabría
escribir sobre uno de los libros pioneros en esta tendencia. Se trata de un
libro en el que asuntos familiares reales construyen el centro de la trama, no
es otro sino Tiempo de vida, de
Marcos Giralt Torrente (Madrid, 1968).
El tercer libro de largo aliento de Giralt Torrente —que no
la tercera novela—, hijo del pintor Juan Giralt (1940-2007) y nieto del
prestigioso escritor Gonzalo Torrente Ballester (1910-1999), está dedicado al
primero. A diferencia de otros textos de esta temática que he leído, el
narrador deja claro pronto que no se va a esconder tras cualquier tipo de
máscara de ficción: “Hablar por primera vez con la propia voz. Una sensación
nueva que aturde: no poder inventar.” (p. 13) Se aleja de forma explícita de la
ambigua autoficción: “Aunque mi oficio supuestamente sea el de imaginar vidas, no
puedo imaginar las distintas posibilidades de la mía.” (p. 122) Eso le va
llevar a hacerse preguntas de calado sobre la escritura autobiográfica: “¿Cómo
construir con la memoria una historia equilibrada cuando tan sólo disponemos de
una mirada, y esa mirada está tamizada, influida además, por nuestro propio ser
único?” (p. 49) A partir de ahí el autor-narrador muestra la tremenda
complejidad de desnudarse ante la audiencia lectora. No pretende agradar. Y el
conflicto que subyace entre padre e hijo, que es grande, se desarrolla a través
de una historia de burgueses bohemios y decadentes, pese a que en muchos momentos
pasen graves dificultades económicas. Además de la separación de los padres y
del temprano abandono del progenitor de sus obligaciones morales, se narra la
gran renuncia de la madre y el hijo: la pérdida de la asistenta interna (p. 46).
Y se habla del dibujo que Joan Miró le dedicó al autor (p. 40). O se menciona
la esmeralda que el autor-narrador regala a su mujer para su boda (p. 95). Ese
es el nivel. Pero se agradece esa sinceridad después de leer y escuchar a tanto
poeta del pueblo de familia bien que se arroga la representación de las clases
bajas. Al menos Giralt no engaña a nadie. La parte en que más me carga, sin
embargo, es la de las justificaciones propias y ajenas, que se pueden encontrar
en las páginas 138 y 139. ¿No basta con narra la vida para que la persona
lectora saque sus propias conclusiones? ¿Hay que dirigirla?
En cuanto al estilo, el uso de recursos estilísticos
elevados que embellezcan el texto brilla por su ausencia. Apenas se utilizan
metáforas y estas son muy contenidas (“me pregunto si mido bien el carillón de
recuerdos con el que pretendo acercarme a una objetividad imposible” [p. 72]).
Se utiliza muy a menudo el presente y se narra buena parte de los hechos de
forma notarial, como el tono del duelo que aquí se cuenta. Se mantiene así
hasta el final, pese a atravesar pasajes trágicos. Eso muestra que el
autor-narrador ha pensado mucho la relación íntima entre la forma y el
contenido, y en que la enfermedad del padre no apantalle el resto de la
narración, el resto de su vida, como se observa desde el arranque del libro. Ya
solo por ese magnífico arranque, en el que el autor avisa del uso preferencial
que va a hacer de la repetición como recurso estilístico, merece leerse.
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