Me enfrento a la lectura de la última novela de Delphine de
Vigan: Basada en hechos reales
(Anagrama, 2016), la nueva estrella de la autoficción francesa, por la
recomendación del libro que Miguel Ángel Hernández escribe en su diario de
lecturas. Debo reconocer, como el autor murciano, que las primeras treinta
páginas son un ejercicio perfecto de cómo transmitir una intimidad creíble entre
escritor y lector. El tono, el grado de confidencialidad, la sinceridad, la
importancia de los hechos reales en la ficción, todo eso lo maneja a la
perfección. Pero llegado a un punto, el libro se me presenta como un falso
intento de veracidad.
La novela narra, en clave autofictica y con estructura de
thriller, los tres últimos años de la autora tras el éxito de su penúltima
novela: Nada se opone a la noche
(2011), una obra que se narra desde la realidad de la familia de la autora.
Trata, concretamente, del trastorno bipolar de la madre. Y supone un éxito
inesperado que le cambia la vida a la narradora, si en principio hemos de
suponer la distancia de esta con la autora.
Ese éxito la inmoviliza. Sufre los daños colaterales que
siempre tienen lugar cuando se utilizan personas reales en literatura. Recibe
anónimos, amenazas. Y eso afecta a su creatividad. Es incapaz de escribir una
línea. Ni siquiera un correo electrónico, mientras sus hijos gemelos abandonan
el hogar familiar para iniciar la universidad. En paralelo con esa crisis
creativa, Delphine, que como es de recibo en la autoficción, coincide en el
nombre con la narradora, conoce a una mujer: L. El único personaje que aparece
en toda la novela de una forma anónima, citado por la primera inicial de su
nombre. La narradora la identifica como la clave de su silencio. Pero L. no es
más que un subterfugio, una máscara, el espejo donde se mira y se interroga la
narradora (p. 72). Y acaba transformándose en su doble (p. 221-2). Esta
estrategia, construida de una forma tan ficticia que nadie del entorno cercano
de la narradora conoce personalmente a L., le permite enfrentarse al dilema
entre realidad y ficción, percatarse de la necesidad de realidad que reclama
hoy la ficción, asediada por otras formas, como las series de TV, o por nuevos
fenómenos como la posverdad.
L. pronuncia al respecto las frases más rotundas: “Los
lectores, puedes creerme, esperan otra cosa de la literatura, y con razón: esperan
lo Verdadero, lo auténtico, quieren que les cuenten la vida, ¿comprendes?” (p.
78) O: “No necesitas inventar nada. Tu vida, tu persona, tu mirada sobre el
mundo deben ser tu único material. “ (p. 95) Y en su defensa de la veracidad
articula el ya largo debate entre realidad y ficción, que también subyace en
las páginas de la novela.
Sin embargo, L. es lo peor del libro. Es cierto que más
tarde se nos revelará que se trata de un personaje que proviene de la
literatura. Pero ahí se observan las costuras de la invención. Si, como dice
Manuel Alberca, lo más interesante del juego autoficticio para el lector es
desgranar la realidad de la ficción, la novela de De Vigan no supone un
ejercicio intelectual muy elevado. Creo que hubiera sido más acertado mantener
a L. como un personaje fantasmagórico.
A partir de las referencias a Stephen King, la autora se
empeña en construir un thriller entre su narradora y el personaje de L. Un
thriller que finaliza con la narradora en el hospital, al borde de la muerte en
muy extrañas circunstancias. De forma que tanto los médicos como su entorno
cercano dudan de Delphine, de la narradora. Aunque al final de la novela la
autora va a abogar por la ficción frente a la realidad, se intuye en el texto
que Delphine, la real, la autora, ha sufrido un proceso en los últimos tres
años que le ha podido llevar a una crisis de pareja con el conocido presentador
francés: François Busnel, y a tener tendencias suicidas. Sin embargo, la autora
solo nos ha contado las cosas de su vida que cualquiera puede conocer
fácilmente: una relación sentimental que es pública, las consecuencias de un
éxito literario, la llegada de los hijos a la edad adulta. Existe pudor hacia
unos hechos que parecen haber sido traumáticos. Pero entonces, ¿para qué tanto
artificio? ¿Por qué no trabajar con los materiales reales que han llevado a la
crisis? Pese a la evidente capacidad para fabular de la autora, ¿no es más
potente indagar en ese territorio dramático que supone la pérdida del deseo de
vivir y cómo se ha llegado a él? Son preguntas que, desgraciadamente, no me
responde la última novela de Delphine De Vigan.
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