Cabría preguntarse
cuándo desapareció la palabra rock del vocabulario de la cultura pop. Si la
clave de la cultura pop es la actitud, no hay nada con tan clara actitud
rebelde como el rock. Y sin embargo, ya nadie habla de actitudes rock. Todo lo
ha absorbido el pop.
A esa situación se
enfrenta Gopegui en su novela Deseo de
ser punk (2009). Una reivindicación de la música rebelde, dura, roquera,
frente a lo blando, melódico y dulce. Es decir, una crítica a lo más pop del
pop desde el rock porque: “Lo malo que tienen las canciones de mis padres es
que no son del todo horribles, no son del todo pop. Pero son tan mentirosas y
tan blandas.” (p. 52) La narradora se enfrenta así a La Oreja de Van Gogh,
Bonnie Tyler, Los Secretos, The Beatles, Arctic Monkeys y Belle and Sebastian.
Y, con el paso de las páginas, va abrazando consecutivamente a Extremoduro, a
Reincidentes, a Fe de Ratas, a Leño, a Foo Fighters, a AC/DC, a Red Hot Chili
Peppers y a Guns N’Roses. Para llegar finalmente a su música: los vídeos de
Johnny Cash actuando en la cárcel, y el sonido roquero de Detroit personificado
en Iggy Pop, protagonista de la portada y con el que se cierra la novela.
Entre medio, se teje
una trama sencilla. Martina se enfrenta a sus progenitores en el momento en que
muere el padre de su mejor amiga: Vera, que también es un referente para la
narradora. Por primera vez, empieza a sacar malas notas y a preocupar a sus
padres en el momento en que su hermano mayor ya se ha emancipado. Esto se
acentúa con el duelo por la muerte del padre de Vera y la consiguiente huida,
con algunos tintes de relación lésbica germinal. En paralelo, la narradora
construye su rebeldía desde la búsqueda de su propia música, y esto la lleva a
aliarse con distintos personajes, como los muchachos que regentan una tienda de
discos, que se convierten en sus cómplices. Pero las cosas se complican cuando
su padre, técnico de sonido, pierde el trabajo. Y su hermano se mete en un lío
que puede hacer abortar sus planes revolucionarios. Incógnita que no se despeja
hasta el final.
Para llevar a buen
puerto sus propósitos, Gopegui adopta una máscara. Narra desde la voz de una
adolescente de dieciséis años: Martina, que se rebela contra la música de sus
padres para buscar la suya propia. Es una voz sincera, por el léxico juvenil y
la sintaxis sencilla que utiliza para convertirse en una voz verosímil. Sin
duda, la mejor de las estrategias desarrolladas en el escrito. Se me antoja que
la clave para que funcione reside en que a Gopegui, la autora, le cuesta muy
poco meterse en la piel de esa narradora. Está muy cerca, como si se hubiera
imaginado a sí misma con dieciséis años en el 2009, y eso la hace creíble. La
narradora combina las referencias a grupos de rock y letras de canciones con el
poema más conocido del mexicano Jaime Sabines (1926-1999), una referencia culta
más al alcance de la autora que de la narradora. Eso corroboraría mi hipótesis.
A través de esa máscara, Martina disecciona muchas de las obsesiones de
Gopegui: su particular mirada feminista, su preocupación por la injusticia
social, su desprecio por las modas.
No es el único
recurso. La narradora es una teconofóbica que prefiere lo analógico a lo
digital (p. 85). Y afirma escribir en un cuaderno en segunda persona a un
compañero del colegio: Adrián. Un muchacho con el que inicia una relación (se
enrolla con él, como diría Martina) justo en la frontera entre la primera y la
segunda parte del libro. Un tropo magnífico, como ya me anunciara Eloy
Fernández-Porta, porque ese joven es el que más sabe de música en el instituto,
el que tiene más discos. Y con ese gesto, Martina se empodera. El lugar desde
el que escribe respeta además, la máxima de la narradora sobre la literatura.
Esa que afirma: “Si un tipo empieza a contarme algo y me convence, sigo con él
aunque su libro tenga quinientas páginas. Cuando lees, alguien está contigo
contándote cosas. Y si ese alguien tiene actitud, o por lo menos intenta
tenerla, le escuchas.” (p. 72)
La voz de Martina
tiene actitud, una actitud roquera, algo que se reitera en varias partes del
escrito (p. 89). Y trata de convencerte de su verosimilitud. Lo que no me
convence es la selección musical de la autora. No quiero caer en el error de
confundir voz narradora con autor. Pero si realmente la máscara que desarrolla
el texto esconde a la Gopegui real, la persona lectora se enfrenta a sus
gustos. Si es así, muchas veces me desorienta por estereotipada. ¿Quién
considera a Bonnie Tyler como un mito del pop más allá de Dalí? O, ¿cómo es
posible que padre e hija apenas coincidan en la canción “Grândola, Vila Morena”
(p. 145), si no es por las afinidades políticas de la autora? Por momentos se
me antoja que Gopegui confunde gusto estético con clases sociales. Y ahí no podría
andar más desencaminada. Cualquier sociólogo le explicaría que los heavies de hoy
en día son chicos de clase acomodada, hijos de gente con estudios medios y
superiores, y no los proletarios chavales de barrio de los años 80. La novela me
parece una respuesta estética a Héroes
de Loriga dieciséis años después (por ejemplo, en sus críticas a lo fantasioso,
a la estética del videoclip, o a Bowie). Pero un estudio histórico detallado
del pop/rock anglosajón demostraría que este ha ejercido de ascensor social, de
la misma forma que lo hace el fútbol en Latinoamérica. A fin de cuentas, Bowie
empezó trabajando de electricista. Y el cantante de Belle and Sebastian era conductor
de autobús. No se puede ser más obrero. Si esta afirmación fuera cierta, solo
la podría entender por la carga elistista que toda la música anglosajona tiene
en las culturas de habla hispana, solo al alcance de los niños bien, donde se
pierde ese rol del ascensor social.
Por suerte, en el
encuentro entre Martina, Vera y Jimena, la amiga del padre de Vera, se opera un
giro que salva todo el texto. La narradora se identifica con el rock de Detroit
(p. 134). Uno de los más contestatarios y politizados sonidos rock del siglo XX,
personificado en MC5, en The White Stripes o en el que se va a convertir en su
héroe: Iggy Pop, el líder de The Stooges. Más tarde se le unirá Johnny Cash (p.
162). Y ahí entiende este lector que Gopegui domina los referentes del pop y el
rock mucho mejor de lo que parecía hasta ese instante. Y que ha estado jugando
con eso más allá del estereotipo, lo que me parece muy inteligente.