La cultura pop ha
sido durante mucho tiempo considerada como algo ajeno a la cultura hispana.
Algo importado desde los centros anglosajones a la periferia que habla, entre
otros idiomas, en español, como un producto solo para las élites. Pero los
tiempos han cambiado mucho y, mal que le pese a Trump, muchos de esos hispanos
viven y/o nacen en uno de esos centros anglosajones, como es EEUU, según da
cuenta Suburbano número a
número. Por otro lado, en el marco de la cultura contemporánea, las fronteras
que dividían centros y periferias se han diseminado y son muchos los nodos del
mundo hispano que producen buena cultura pop. Pienso en Buenos Aires, el DF o
Barcelona, sin ir más lejos.
Por eso inicio hoy
una serie de textos sobre cultura pop en español. Lo hago a partir de lo que
más conozco, la literatura española peninsular. En un recorrido cronológico,
trataré de trazar las líneas estéticas de la confluencia de la cultura pop con
la literatura española reciente.
Comienzo por el final,
con el que podríamos considerar uno de los últimos narradores españoles
imbuidos por el pop: Pablo Rivero (Gijón, 1972). Su última novela, Érase una vez el fin (Anagrama 2016), viene
avalada por Kiko Amat, conocido escritor, crítico y gurú de la cultura pop de
Barcelona, que no es poco. Sin embargo, cuando se empieza a leer el texto uno
se lleva una sorpresa. Una mención a Chopin, cuatro metáforas y/o símiles en
menos de dos páginas (“crujen los huesos como si quisieran despegar los unos de
los otros”, “las notas se precipitan sobre mí igual que el granizo demoledor de
la primavera”, “resplandecen las palabras, que van desfilando como en un
interminable poema” y “van rodeándome cada vez más personas, como los lobos
momentos antes de un festín”), y el habitual rol del macho alfa para describir
las relaciones entre hombres y mujeres: “todas las camareras guapas me quieren esperar cuando acaba
la jornada” (9).
De la primera
objeción se recupera muy bien el narrador con las menciones a Nick Cave, a
Cohen, a Lou Reed o a la Piaf. Y más aún cuando se descubre su pasión por
Polonia, su oficio de músico en un hotelucho, refugio de yonquis y trasnochados,
y el hecho de que se encuentra viendo la película El pianista cuando le acontecen tantas metáforas. Precisamente, ese
segundo aspecto, el exceso de lirismo, queda más que atenuado en los siguientes
pasajes con la narración de una serie de escenarios sórdidos que acogen al
narrador. El tercer pero, en cambio, se va agrandando con la notable misoginia
que desarrolla la voz narradora al pasar las páginas. Misoginia que contrasta
para mal con la imagen que se da de la madre del protagonista. Un esquema que
podría resumirse en el clásico ibérico: “todas putas menos mi madre, que es una
santa”. Y eso no lo lleva bien quien esto escribe pese a que se admire del
poderío narrativo de este cronista de la miseria de un Gijón posindustrial que
cada vez se viene a menos. Pero a partir de ese instante el narrador entra en
una vorágine de autodestrucción sin límites, que se lleva por delante a la
madre y a quien haga falta para caer en el lodo de la ignominia, y llegar hasta
el fondo al intentar robarle la merienda a unos niños (p. 90). Entonces todo
encaja: las contradictorias opiniones políticas, los problemas con las nuevas
tecnologías y la TV. Y uno entiende que se enfrenta a un narrador nato. Un
escritor excelente. Alguien que encara sus conflictos desde la literatura. Alguien
que incomoda al lector para hacerle reflexionar. Alguien capacitado para
describir lo que nadie se atrevió a narrar. Una bofetada a la cultura bien
pensante, que siempre trata a los pobres con condescendencia y paternalismo y
que en este libro sale muy mal parada. Literatura de esa España que se creyó
rica hasta que la crisis económica la puso en su sitio:
“Las cacas y meados de nuestros padres empezaron a dar un asco tremendo.
Y vinieron los sudamericanos para lavarles los huesos envueltos en pellejo y
para hacer lo que nosotros no queríamos. Aunque los políticos siguieran
desempolvando viejas rencillas y utilizando el discurso caduco de la guerra
civil como eficaz medida de controversia, la verdad es que ya nadie se acordaba
de aquellos tiempos. Fueron muriendo los que sobre el asiento de algún parque o
sentados sobre la mesa de alguna tasca antigua, asidos a un vaso de mal vino,
de vino barato, decían recordar haber pasado hambre o miseria o dolor” (p. 39).
Rivero se acerca al
pop desde la crítica más despiadada y la conciencia de clase obrera, como ya
hicieran los Angry Young Men británicos. También desde la autodestrucción, como
Bukowski.
Es en ese viaje a
los infiernos cuando aparece lo mejor de Rivero. La razón por la que se ha
convertido en un hijo de puta: “Fue así, consintiendo las calumnias ajenas,
como se transformó mi alma, casi incorrupta hasta entonces, en un auténtico
saco de mierda” (p. 92). Esa confesión redime al narrador y le permite vivir
los mejores momentos. Lo han echado de casa pero Valeria, una de las camareras
del hotel, proveniente del Este de Europa, lo protege de sus deudores y lo
cuida. El narrador empieza a desarrollar un sentimiento empático por Valeria y
las otras muchachas del establecimiento. Hasta que llega la trampa en la sala
de cine en la que ve El pianista. Y en
ese instante se cierra el círculo y llegan las metáforas.
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