El Tractatus Logico-Philosophicus, además de ser uno de los ensayos clásicos
de la filosofía del siglo XX, es el tratado que va a influir de forma determinante
al posestructuralismo, al distanciarse de forma crítica del aparato lógico de
Bertrand Russell y postular el lenguaje como la base del conocimiento humano.
El Tractatus es la clave de lo
que se ha dado en llamar el giro lingüístico, que ha llevado a pensadores como
Michel Foucault, Judith Butler, Jacques Derrida o Roland Barthes a plantear el
conocimiento humano, incluido el conocimiento científico, como algo de
naturaleza relativa y condicionado por el lenguaje en el que se formula. Este
libro, que pretende “trazar un límite al pensamiento,” (16) más que
transformarse en la obra racionalista que pretendía, se ha convertido en el
símbolo del relativismo cultural del ser humano. Es cierto que Wittgenstein
cambia el foco de la realidad de los objetos a los hechos (proposición 1.1), y
que tiene en cuenta los límites de nuestros sentidos (proposición 2.0232), así
como la necesidad de contrastación con la realidad (proposición 2.022), y la
demostración de que la verdad de las matemáticas reside en que es un lenguaje,
que desarrolla en el punto 6, por lo que sería un producto propio de la
episteme moderna. Pero a partir de la importancia del lenguaje, da paso a la
arbitrariedad en la construcción del conocimiento (proposición 3.342) y al
hecho de que es el lenguaje la clave de todo nuestro pensamiento, como se
desarrolla en el punto 4, llegando a la conclusión de que “[t]odas las
proposiciones de la lógica dicen lo mismo. Es decir, nada.” (95) Por lo que los
límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo (proposición 5.6),
con lo que se inicia el proceso de disolución del sujeto y la consideración
relativa del conocimiento científico que capitaneará el posestructuralismo.
Sin embargo, la obra capital del denominado segundo
Wittgenstein ha supuesto para la literatura escrita en español otra clase de
influencia, de tipo creativo, que no deja de ser curiosa y significativa. Para
mostrar este influjo, lo contrastaré con un poemario: Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del tractatus, de
Agustín Fernández Mallo, y con el relato de Salvador Elizondo: “Tractatus
rethorico-pictoricus.”
El poemario de
Agustín Fernández Mallo que, pese a ser una obra prematura, ya contiene todos
los rasgos estéticos de la poética del autor, realiza una aproximación muy
personal al clásico de Wittgenstein. Para empezar, lo observamos en la
estructura a partir de fragmentos más o menos breves que se encadenan en el
libro. Después en el estilo sentencioso que se percibe al leer fragmentos como:
“El destino de la memoria [ese órgano poroso] no es olvido; es la infidelidad.”
(17) Pero, sobre todo, al afirmar: “Nuestra historia fue una ecuación. Un acto
de fe,” (37) equipara la historia amorosa que está poetizando a una ecuación y,
por tanto, al aparato lógico que desarrolla Wittgenstein en el Tractatus.
A partir de aquí, los fragmentos del poemario se construyen según el espacio
dual que se elabora en el Tractatus entre tautología y contradicción:
“quien pierde exactamente Todo gana exactamente Nada, y esa contradicción te
paraliza,” (47) o “[t]e busco y te encuentro. No te busco y también te
encuentro.” (49) Dualidad que se resolverá más adelante a partir del concepto
de límite y, más concretamente, de “límite del lenguaje,” (77) en completa
analogía con el pensamiento que desarrolla Wittgenstein en el Tractatus.
La afinidad es tal, que a partir de este punto se cita de forma literal el
nombre del filósofo (79, 80, 100), así como su obra magna, nombrando
explícitamente el punto 7 del Tractatus: “De lo que no se puede hablar mejor es
callarse.” (Wittgenstein 149). Fernández Mallo compara a Wittgenstein con un
místico (101), y esa es la clave para comprender la interpretación y la
utilización del Tractatus por parte del poeta. Según afirma Eduardo Moga
en el prólogo de la obra, Fernández Mallo toma el Tractatus como una
obra poética, y a partir de ahí se aplica a escribir un poemario que concibe
las afirmaciones de Wittgenstein como poesía.
El segundo de los textos: “Tractatus rethorico-pictoricus,”
tal como su propio nombre indica, realiza una aproximación irónica. A partir de
la estructura del Tractatus, lo que
desarrolla Elizondo es un tratado sobre pintura. Lo significativo del caso es
que Elizondo llega a unas conclusiones muy similares para la pintura a las que
Wittgenstein desarrolla para la lógica. Ambos textos pretenden organizar la
experiencia, y Elizondo alude de forma irónica a la calificación de clásico de
todo tratado (466). Ironía porque el autor ya sabe de la imposibilidad de
articular una axiomática perfecta: “El orden que este tratado de la pintura ya
inconcluso y fallido instaura es el orden que rige construcciones como la
matemática axiomática.” (466) Pese a la componente irónica, el autor sabe de la
naturaleza metódica de su texto y de la necesidad del rigor, y por eso apela a
la tradición (467). Cuando equipara escritura a pintura por sus relaciones con
tiempo y espacio (468), nos está dando la clave en la que se compara con el Tractatus. A partir de aquí, nos
encontramos con un verdadero tratado sobre la pintura, que pretende desentrañar
los enigmas que la luz produce en nosotros, mediante la forma de pintar un
kaki, lo que, de manera irónica, demostraría que todos los sistemas de
conocimiento son isomorfos, no importa a partir de qué tipo de experiencia se
fundamenten. Por eso concluye que: “La escritura de un tratado no puede ser
considerada más que como la obra generosa del espíritu.” (475)
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