La novela de Juan José Becerra (Junín, 1965): El espectáculo del tiempo, segunda publicada en Candaya de las varias de este autor argentino, se enmarca dentro del repunte de lo autobiográfico como material para la escritura que está teniendo lugar en la literatura mundial. Y, ciertamente, el autor utiliza las estrategias propias de la escritura del yo para componer el libro. Pero cabría extenderse más en las características del texto para comprender el rol de las vivencias autobiográficas en un escrito que trata de reflexionar sobre el paso del tiempo y sus mecanismos emocionales.
Para empezar, el
autor es consciente de los distintos yoes que nos acompañan durante toda
nuestra existencia, y eso afecta tanto a la escritura como a la reescritura (p.
41), así como a la economía narrativa del texto. Por otro lado, se trata de una
novela que se apoya en la autoficción: “Tuve que decirle que lo que le había
contado no era cierto (si fue o no fue cierto, lectores, ustedes nunca lo sabrán)”
(p. 95). Pero Becerra tiene el detalle de construir al narrador como un
personaje, al dotarlo de un nombre distinto, aunque cercano al autor: Juan
Guerra. Esta simple estrategia tiene notable tradición en las letras en
español. Ha sido desarrollada por autores como Roberto Bolaño con Arturo
Belano, Javier Marías con Jacobo Deza, o el recientemente fallecido Ricardo
Piglia y su Renzi. Cabe pensar que el resto de los personajes que aparecen,
aunque identificables para el entorno cercano del autor, transitan las páginas
del libro con nombres distintos a los de las personas reales que los
inspiraron. Este hecho aleja a Becerra del fenómeno Knausgård y su saga
autobiográfica: Mi lucha, muy
proclive a revelar intimidades de terceras personas.
En El espectáculo del
tiempo, en cambio, la intimidad siempre pertenece al narrador mediante sus
relaciones familiares, sus amistades o las experiencias sexuales, muy aireadas
y detalladas en el escrito, a menudo crueles, a veces repetitivas, aunque
fundamentales para comprender la psicología del narrador. La estrategia
fundamental para que todas estas intimidades de distinta índole se entrecrucen
en el texto es la estructura. A partir de un momento determinante, como el
nacimiento de un hijo, se vuelve por asociación al recuerdo previo, la
concepción, en donde un nuevo elemento, en este caso la cámara de vídeo en
manos de un cinéfilo, cobra una importancia inusitada. Se abre así un universo
de posibilidades narrativas.
Sin duda, esta organización estructural es lo mejor de la
novela, pues a través de esas asociaciones temáticas y temporales, el lector se
va encontrando con los episodios que llenan la vida de Juan Guerra, natural de
Junín, propietario de un cine, sin desvirtuar el carácter caótico de los
recuerdos, que se sintetiza en ese “No sé qué hice” (p. 432) para los años
1976, 1979, 1987 y 1988.
Como se puede observar, los pasajes se clasifican por el año
en que ocurrieron, único título que acompaña a los distintos capítulos y que,
como es lógico, se repite a menudo. La novela esté dividida en tres partes,
todas sin lema, aunque la segunda se compone únicamente de un relato de corte
apocalíptico. En la primera parte, la persona que lee se sitúa en el universo
de Juan Guerra: el divorcio de sus padres, la pasión por el cine frente a la
pasión por los aviones del padre, el primer amor, las primeras experiencias
sexuales, los amigos. Mientras que en la última se encuentra la síntesis de una
existencia, “el espectáculo del tiempo”, con el balance sobre la vida de los
padres, el desenlace de la brutal historia de amor de su amigo Lorenzo, la
paternidad, el incendio del cine o la desaparición del aeródromo de Junín.
La piedra angular del libro es el tiempo. No solo los años
que encabezan los capítulos, ni el tiempo que, hacia delante y hacia atrás, se
va conformando en el testigo estructural de las vivencias de los personajes.
También las reflexiones sobre la naturaleza del tiempo que va hilvanando el
narrador, que se acentúan en la última parte y relacionan al tiempo con el
espacio, para conformar un escrito tan compacto que hasta la elección de la
portada le hace juego.
No sé cuánto habrá tardado Becerra en componer este escrito,
lo que tampoco es muy importante porque hay escritores muy dotados. Lo
destacable es que se observa que es un texto muy trabajado, muy bien pensado,
en donde estilo, anécdotas y reflexiones se complementan en todo momento
componiendo una obra total pese a su fragmentación.
En definitiva, una novela sólida, de las mejores del año que
justo ha finalizado, en la que se observa el muy notable oficio del autor para
utilizar la experiencia biográfica como material narrativo. Tal es la pericia de
Becerra, que la primera parte finaliza con el discurso de Charly Hossinger, el
primer astronauta argentino. Su relato de la visión de la Tierra desde su
órbita, con la consiguiente carga de insignificancia de la humanidad frente al
universo, da pie al fragmento apocalíptico de la segunda: el fin de los seres
humanos, y prepara a quien lee para relativizar esa síntesis de una vida
humana. Todo un monumento a la existencia muy bien ponderado.