En torno a Roberto Arlt circula la polémica de que era un
mal escritor. Esa polémica, elaborada desde el entorno literario de los amigos
de Borges, y alimentada por el propio escritor, que reconocía haber aprendido
mediante las malas traducciones de los clásicos que abundaban en la Argentina
de la época, ha llegado hasta nuestros días. No hace tanto tiempo que enfrentó
a Ricardo Piglia, máximo valedor contemporáneo de Arlt, con Roberto Bolaño, que
en uno de sus ensayos, reunidos por Anagrama en Entre paréntesis, consideraba que Arlt no estaba a la altura de
poder compararse con Borges, justo lo contrario de lo que defiende el narrador
de Piglia en un pasaje de Respiración
artificial.
Para juzgar por sí mismo, uno lee a Arlt, concretamente, Los lanzallamas, segunda parte de Los siete locos, en donde se narra el
desenlace de ese grupo de desquiciados a partir sobre todo de los movimientos
de Remo Erdosaín: el inventor asesino. La novela se acaba de reimprimir junto a
su primera entrega por la recién aparecida editorial Piel de Zapa. Allí,
ciertamente, uno encuentra pasajes terriblemente escritos, como “se preguntó
qué era lo que buscaba en aquella casa terrible, sin sol, sin luz, sin aire,
silenciosa al amanecer y retumbante de ruidos de hembras en la noche” (33),
además de las intempestivas notas del comentador, que rompe el ritmo de la
lectura al intentar explicarlo todo, por no hablar de los errores de
composición que se detectan pese a tratarse de una ficción que se estructura en
torno a una crónica.
La novela no puede considerarse en mi opinión de realista,
pues es tal la angustia que viven los personajes, y tan extremas las
situaciones a las que se abocan, que más que de novela realista debemos hablar
de novela existencial y hasta psicológica; incluso de novela heredera del diecinueve
latinoamericano, porque todos los personajes viven en su torre de cristal y
porque Remo recuerda mucho al Cacio de La
raza de Caín. También de novela política, muy política, tanto que las
palabras del Astrólogo recuerdan a los personajes del teatro existencial de
Sartre. Pero sobre todo, de novela total, de novela que bebe mucho de las
vanguardias históricas, en donde se describen de forma literaria los mismos
elementos que conforman la narración, desde las profecías de Nostradamus hasta
la máquina de gas que persigue Erdosaín, ese terrible personaje que acapara la
acción, aunque el pensamiento lo acapare el Astrólogo y la mala fama el Rufián
Melancólico—que apelativo tan hermoso y terrible al mismo tiempo—. Hasta el
punto de que, pese a las irregularidades mencionadas, la novela alcanza en
contraposición momentos sublimes, como: “El gato tendría ganas de pasear,
salió, vaya a saber dónde anduvo metido. Para eso es gato. Y al volver, como
encontró la puerta cerrada, esperó a su patrón. El gato tiene al hombre… pero
al hombre ¿quién le abrirá la puerta misteriosa? (184),
Y todo eso, lectura incluida, se justifica cuando la persona
lectora descubre que la novela fue escrita en tiempo récord y recuerda el
prólogo con el que el autor iniciaba el texto y en donde afirmaba que escribir
suponía para él “un lujo”, pero que terminaba diciendo: “Nos lo hemos ganado
con sudor de tinta y rechinar de dientes […] A veces se le caía a uno la cabeza
de fatiga pero… mientras escribo estas líneas pienso en mi próxima novela. Se
titulará El amor brujo y aparecerá en
agosto del año 1932./ Y que el futuro diga” (9).