El claustro rojo.
Juan Vico.
Ed. Sloper. 2014. 132 págs.
Después de más de una década de predominancia de las referencias exclusivamente literarias en las obras narrativas, estética abanderada por nombres tan ilustres como los de Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas, Ricardo Piglia o Paul Auster, parece que nos encontramos en una nueva etapa en la que los autores se decantan por trabajar con otras referencias en sus textos.
Es el caso de El Claustro Rojo, de Juan Vico, una brillante colección de cuentos, reciente Premio Café 1916, con anterioridad denominado Premio Café Mòn, cambio nominativo que tan solo esconde las dificultades que la crisis está comportando para el mecenazgo de ciertos premios como este, que pretenden descubrir nuevas voces de la literatura española, y que han obligado a la editorial Sloper a un esfuerzo muy loable por mantener el premio cambiando el nombre.
A modo de ejemplo, en el primero de los relatos, “Salida en falso”, el narrador afirma: “Por encima de todo aborreció el exceso de literatura que contamina tantas obras de arte, de igual modo en que yo probablemente abomino del exceso de literatura que lastra tantas obras literaria” (29). En el último, “Cuerpo presente”, en cambio, nos encontramos que el narrador afirma: “yo siempre había renegado de las novelas protagonizadas por artistas y escritores. Supongo que me hago mayor y cada vez soy más indulgente conmigo mismo” (124). Pero lo cierto es que el texto es indulgente con los artistas, no así con los escritores. Solo en dos de los relatos parece el autor coquetear con la literatura, pero es un espejismo. El primero es “Agosto”, donde se habla del escritor judío polaco Bruno Schulz pero en su vertiente de dibujante. Así, un relato que podría haberse construido como metaliterario por la relación que Schulz tuvo con Wittold Gombrowicz, se mantiene fiel a la apuesta de Vico. El segundo es “Moravia”, en el que la literatura parece la referencia principal en muchos pasajes. Hasta que el lector descubre que no, que es la pintura y que la literatura, en la figura del hijo del narrador, solo se convierte en el obstáculo que impide llegar a descubrir el misterio que se esconde tras la trama.
Vico sigue este patrón a rajatabla en todas sus composiciones, porque su apuesta estética es por el arte, y más concretamente, por el arte europeo, del que solo se aparta en “La espuma de los cangrejos”, dedicado al grabador japonés Hokusai, conocido por su famosa ola de Kanagawa. En su apuesta por un arte en su mayor parte ya desaparecido, se cumple lo que afirma uno de sus narradores, pues el autor está: “alejado tanto de la dura realidad del momento como de las tendencias estéticas en boga” (83). Parecería extraño que uno de los escritores de narrativa metaliteraria más conocidos, como es Vila-Matas, eligiera este libro en su lista de lecturas. Sin embargo, su apuesta estética puede ser distinta, no así sus referentes, que se mueven en el mismo espacio cultural.
A modo de juicio general, cabe decir que los once cuentos que conforman el volumen se destacan porque las narraciones fluyen de una manera increíble, y por la solidez y precisión del estilo de Vico, aunque el autor haya elegido un número, el 11, que destaca como símbolo de imperfección. En este sentido, lo que mejor identifica su estilo es esta cita: “Decirlo todo sin apenas decir nada” (53). Definido el estilo, encontramos el motor que mueve a Vico en el último de sus cuentos: “Siempre queda mucho que contar, pese a que tengamos la sensación de que está todo dicho” (125).
Como ya se ha mencionado, el primer relato es una declaración de intenciones. El protagonista principal es un Edgar Degas del que el narrador habla como si de un testigo fiel se tratara—esa figura, la del narrador como testigo, es una de las estrategias comunes que atraviesan transversalmente todos los relatos—, y también la época, un 1914 que anuncia el fin de la gran influencia de las artes en la sociedad, y de la cultura europea como se conoció hasta entonces, con la llegada de la Primera Guerra Mundial y de guerras y vanguardias posteriores. El libro, por tanto, tiene ecos de Vértigo, de W. G. Sebald, y de esa visión decadentista del arte y la cultura europeas. Eso se observa a las mil maravillas en el segundo cuento: “Krumau”, que es un relato de iniciación de un joven preadolescente a través de la figura de Egon Schiele. Una historia donde se combinan a la perfección la experiencia artística y la sensualidad, como es propio de uno de los pintores que mejor retrató el deseo y a una de sus musas, Wally Neuzil. Juntos escaparon hasta el pueblo de la madre del autor, que da nombre al cuento. Esa sensualidad se vuelve a ver en “Canlassi” en torno a la obra del pintor Guido Cagnacci, uno de los más famosos pintores cortesanos de retratos eróticos del siglo XVII enfrentado ante la obra que supondría su madurez.
Si la sensualidad está muy presente en el libro, otro de los temas transversales de los relatos es la locura. “El Claustro Rojo”, el relato que da título a la colección, es un cuento que narra los últimos días del pintor Hugo van der Goes en el monasterio del mismo nombre, en donde se intentó suicidar, y cuyo tono oscuro personalmente me ha recordado al Umberto Eco de El nombre de la rosa. El narrador de “La herida mineral”, capaz de dar testimonio de la locura que se esconde tras la creación artística en la obra del famoso grabador Giovanni Battista Piranesi, que invadió de arrebatadoras pasiones los corazones de los románticos europeos con sus prisiones y sus ruinas romanas, es en sí un ensayo sobre la locura en su relación con el arte. La locura fue también una de las constantes en la vida de Arthur Cravan, al que Vico dedica uno de los mejores cuentos de la colección: “Tuyo es el siete”, donde narra su existencia en Barcelona a partir de una sesión de espiritismo tratada con ironía y que me devuelve los ecos de Sebald y del drama del Holocausto en la página 84. Sensación que se repite en “Agosto”.
Que los testigos que relatan los cuentos de Vico eligen personajes y momentos clave para entender el arte europeo se observa en los relatos mencionados y en los casos de la esposa de Henri Fantin-Latour, privilegiada narradora de “Fleurs”, observadora de cuadros en los que aparecen Baudelaire, Verlaine y Rimbaud. Pero esa visión del testimonio llega a nuestros días en el último de los relatos, “Cuerpo presente”, en donde el narrador tiene una extraña relación con una artista contemporánea y que encierra buena parte de la poética del autor. El cuento tiene muchos elementos propios de la literatura del terror y la abyección. Pero también esconde afirmaciones como:
“Giramos siempre alrededor de algo, es lo único que parece estar claro. Y ese algo tiene bastante que ver con el momento en que las manos palpan, la mente se vacía y el sexo babea. Lo demás son detalles, atrezo, condimentos. Literatura” (126).
Que es un buen resumen de lo que contiene este muy notable libro.