La literatura nacional acaba en los Pirineos - Nagari Magazine
Pese al mucho revuelo mediático que ha creado, la última novela de Michel Houellebecq:
Sumisión, es un buen texto. Al menos es más inteligente que polémico. El libro se sustenta en una elipsis estructural magnífica; y la construcción del personaje del narrador y sus complejas relaciones con sus progenitores, que son el motor que impulsa al desenlace final, está muy correctamente elaborada. Bien es cierto que nos encontramos con ciertos tics propios del autor, como las explícitas escenas sexuales, la crítica sistemática al pensamiento que surgió del mayo del 68 francés o las reflexiones de un intelectual de derechas. Solo a partir de ahí se presenta el conflicto que parece existir entre el islamismo y la sociedad francesa: “estallará necesariamente una guerra civil entre los musulmanes y el resto de la población”.
Contra lo que cabría esperar, el autor introduce ese tema con delicadeza, mediante un narrador que es profesor de universidad y especialista en Joris-Karl Huysmans, escritor francés del siglo XIX conocido por su repudio de la modernidad y su conversión final al cristianismo. Así que la novela, más que hablar del conflicto cultural con el Islam, habla de los problemas que subyacen a una sociedad que ya no cree en nada, cuya última estación es el descreimiento de la generación del 68. De ahí que el narrador viva en completa soledad pese a sus varias amantes, y tenga una existencia para la que no encuentra sentido, cuyos culpables son esos supuestos progresistas multiculturales: “los votantes de la Hermandad Musulmana procedían en un 99 % del Partido Socialista”.
Claro que la novela contiene un discurso en torno a la islamofobia. Pero es una construcción sutil elaborada mediante dos estrategias que lo alejan del panfleto. La primera es la mención del narrador y de algunos personajes a referentes que apelan al cristianismo medieval y al concepto de invasión, sin hacer una crítica frontal del islamismo contemporáneo. Ejemplos de ello serían la “iglesia fortificada construida para resistir los ataques de los infieles”; el hecho de que “Carlos Martel derrotó a los árabes en Poitiers en 732 y detuvo así la expansión musulmana hacia el norte”; las menciones a la gran civilización que fue la cristiandad medieval o la cita a la
Chanson du Roland.
La segunda es poner los comentarios más polémicos siempre en boca de otros personajes creados con una aureola controvertida, como Lempereur, antiguo miembro de los “Indígenas Europeos”, que básicamente son un grupo de tipos xenófobos que afirman: “somos los indígenas de Europa, los primeros ocupantes de esta tierra, y rechazamos la colonización musulmana”. Pero que acaba la frase diciendo: “rechazamos igualmente a las empresas norteamericanas y la compra de nuestro patrimonio por los nuevos capitalistas llegados de la India, China, etcétera”. Y el lector se podrá indignar con la muy neutra calificación de identitarios para estos tipos sospechosos, aunque se encontrará en pocas páginas con esta afirmación: “no éramos ni racistas ni fascistas, o sí, para ser honesto, algunos identitarios no estaban muy lejos de ello”, que lo pone todo en su sitio.
Así, si el problema es el choque entre la laicidad y el Islam de una Europa que se suicida, como certifica el narrador en su visita al bar del hotel Metropol de Bruselas y con la afirmación: “el verdadero enemigo de los musulmanes, lo que temen y odian más por encima de todo, no es el catolicismo: es el secularismo, el laicismo, el materialismo ateo”, entonces, por qué lo resuelve el autor desde un punto de vista nacional, con referencias literarias siempre de la tradición francesa, como Huysmans y sus contemporáneos, hasta el punto de que gracias a que en Francia triunfa el islamismo moderado, el país se convierte en el nuevo centro de la Unión Europea con la entrada en la misma de los países del Magreb y Turquía.
No puedo dejar de leer con ironía la chauvinista afirmación del narrador: “habrá una propuesta de directiva imponiendo el francés, paritariamente con el inglés, como lengua de trabajo de las instituciones europeas”, que es lo que verdaderamente interesa a la ciudadanía francesa. Pero también con tristeza, en especial, cuando estamos hablando de un autor, como Houellebecq, que revolucionó las letras francesas con su reivindicación de la ciencia ficción y el inglés Aldous Huxley en
Las partículas elementales. Un autor tan inteligente que curiosamente es capaz de hacer decir a su narrador: “no estaba muy convencido de que la república y el patriotismo hubieran podido “dar lugar a algo”, aparte de a una sucesión ininterrumpida de guerras estúpidas”.
Parece que desde que ha vuelto a residir en Francia el autor se ha olvidado de que existe un corpus literario europeo que se inicia en Rabelais y Cervantes. Parece que se olvide de que dos de los nombres reales que más critica: Manuel Valls y David Pujadas, no tienen apellido francés sino catalán (el primero es efectivamente catalán de nacimiento). Para el narrador todo el problema es nacional (en el arcaico sentido que da el estado-nación, y que lo que más le preocupe sea que “[L]a verdadera agenda de la UMP, al igual que la del PS, es la desaparición de Francia, su integración en un conjunto federal europeo”.
Está claro que uno de los grandes obstáculos para la creación de un proyecto común europeo es el chauvinismo de los distintos estados miembros, y el francés es uno de los estados que más pecan de eso. Posiblemente ese sentir ha llegado a la literatura de Houellebecq. Pero la verdad, difícil lo tiene Francia para solucionar un problema de esta envergadura por sí sola. De la misma forma que la modernidad fracasa en España porque es un estado construido en torno a la fe única y a la Reconquista, que unifica en torno a un credo y expulsa a los herejes, y esa relación entre la identidad nacional y la fe católica hace fracasar todos los intentos de modernizar el país, Francia se refunda tras la Revolución Francesa en la laicidad como elemento identitario nacional básico tras un siglo de haberse desangrado por culpa de las guerras de religión que dividieron al país muchas veces entre católicos y hugonotes. Así que en mi opinión, ese intento de recuperar la espiritualidad está condenado al fracaso, al menos si se realiza en clave nacional, de la misma forma que intentar reconstruir ahora las literaturas nacionales en cada estado en una Europa global está condenado al fracaso, aunque ese intento produzca novelas inteligentes.