Aquí pueden ver publicada mi última colaboración en la revista Sub Urbano de Miami:
ANTONIA
Cuando entró en la sala donde se ubicaba el aparato, lo hizo a regañadientes. ¿Por qué se habría empeñado el neurólogo en realizarle una resonancia magnética? Total, si los despistes que había tenido en los últimos meses eran cosas propias de la vejez.
Tal vez el doctor pensaba que con subirse a una camilla y meter la cabeza en ese singular anillo blanco se solucionaban todos sus problemas. Como si sus problemas se pudieran solventar de forma sencilla después de tantos años.
Tal vez el doctor pensaba que con subirse a una camilla y meter la cabeza en ese singular anillo blanco se solucionaban todos sus problemas. Como si sus problemas se pudieran solventar de forma sencilla después de tantos años.
La señora González supuso que al intentar ayudarla, al neurólogo le quedaría la conciencia más tranquila. A fin de cuentas, eso es lo que intentan hacer los médicos: salvar a sus pacientes sin que su acción conlleve ningún sentimiento de culpa.
Contempló la pulimentada frialdad de la superficie del aparato. No la satisfizo en absoluto. Pero su esposo, con impaciencia una vez más, censuró su parsimonia: Desde luego Antonia, pareces alelá.
Resentida, decidió aceptar el brazo blanco de la enfermera. El mismo que desde hacía unos minutos se ofrecía ante su vista. Se aferró a él para llegar hasta el aparato y la muchacha respondió al apretón con una sonrisa.
Subirse a la camilla no fue fácil. La señora González se sintió torpe y ante el comentario jocoso del marido dudó por un momento. Pero la incertidumbre por saber que sucedería disipó todos sus miedos. La camilla se movió de forma automática y ubicó la cabeza de la señora González dentro del anillo. Al principio solo notó un leve zumbido. No fue hasta un poco más tarde, al alinearse el espín de sus electrones gracias al campo magnético, cuando lo descubrió. La máquina la había conducido a otro plano mental. Uno que coincidía exactamente con la engalanada avenida de los domingos por la que la señora González lucía su belleza en la adolescencia.
Escuchó su nombre: Antonia. Decidió no responder a la llamada. Siguió caminando con el garbo que le proporcionaban sus elevados tacones de quinceañera mientras hacía caso omiso a los gritos de aquel bruto que pretendía hacerse pasar por su esposo cuando ella ni estaba casada. Aquel tipo que la llamaba desde el otro lado de la avenida.
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