Cada
vez es más evidente el hecho de que la ciencia-ficción de hoy poco
tiene que ver con lo que se consideraba el mainstream
del género hace unas décadas. Sí, es cierto que siguen existiendo
esas sagas claramente sci-fi,
especialmente en el mundo anglosajón. Pero parece que eso se está
quedando para la fantasía. Poco a poco, la ciencia-ficción parece
estar conviritiéndose predominantemente en un género culto. Hasta
tal punto, que autores considerados excelsos por la crítica como
Pynchon o el tristemente desaparecido Foster Wallace, la utilizaron
en su momento para algunas de sus más ambiciosas novelas.
Que
algo ha cambiado ya lo afirmaba Robert Juan-Cantavella en una
entrevista junto a Hernán Francese que ya anunciamos en esta
bitácora. La obra de escritores prestigiosos, considerados cultos
por la crítica, como Rodrigo Fresán o Jonathan Lethem no hacen más
que corroborarlo.
Otro
día hablaremos de Fresán y su magnífica El
fondo del cielo.
Hoy le toca el turno a una de las novelas de Lethem que más apostó
por esa “otra ciencia-ficción”: Cuando
Alice se subió a la mesa,
tercera obra de su extensa producción, que alcanzaría el éxito de
público y crítica con libros como La
fortaleza de la soledad
o
Huérfanos
de Brooklyn.
En
Cuando
Alice
se subió a la mesa,
evidente homenaje a la Alicia de Lewis Carroll tal como indica el
nombre de la protagonista, no nos encontramos con un mundo
fantástico, ni con ciencia-ficción al uso. Nos encontramos con la
realidad, o con lo que las convenciones sociales determinarían como
realidad. En concreto, con la realidad que se respira en el campus de
una ficticia universidad del norte de California, con la relación
entre un antropólogo y una investigadora en física. Hasta que
aparece “la ausencia” y lo cambia todo. ¿Y qué es la ausencia?
El producto de una investigación en física para tratar de crear un
universo en miniatura. Un experimento fallido que produce un ente que
arrebata a Alice (la investigadora en física) de los brazos de su
amado Philip (el antropólogo). Y este debe reaccionar, lo que sí
dara lugar a universos fantásticos.
Cabe
decir que Lethem expone en la novela el enfrentamiento entre ciencias y letras de forma brillante y respaldado por una
excelente documentación. La ironía de Philip, el narrador, alcanza
tanto a los postulados de la física teórica como a las bases de la
antropología social. Así que el lector queda convencido de lo
relativo de ambos conocimientos. Sin predominio de ninguna de las
partes. Más que de debate entre dos culturas, habría que hablar de desencuentro entre conocimientos limitados. Hay además, metáforas deliciosas, como la de los dos
ciegos, personajes indispensables de la novela. El libro se disfruta
emocional e intelectualmente. Y por supuesto, existe el pasaje propio
de la ciencia-ficción más clásica, en que el autor nos muestra su
visión del todo. Eso sí, siempre desde otro tipo de
ciencia-ficción.
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