La columna de hoy trata de La hora violeta (Mondadori, 2013), el escrito que diera a conocer al gran público al periodista y escritor Sergio del Molino (Madrid, 1979). El entramado del libro es duro. Se trata del diario de un año del autor, desde que a su hijo de meses le diagnostican una leucemia muy agresiva hasta su muerte antes de cumplir los dos años.
Cabe calibrar la valentía de una persona que se pone a
escribir desde un dolor tan grande como el que experimenta el narrador del libro,
cuya distancia con el autor en este caso es mínima. Sin embargo, lo que más
impresiona no es la historia, desgarradora en sí misma, sino la falta de odio
con la que se conduce el narrador, y mucho más, teniendo en cuenta el personaje
ácido que se ha creado del Molino en facebook. Es cierto que el inicio del
relato es más sarcástico. Deja entrever la mala leche del ciudadano que tiene
que sufrir un desengaño médico, como el protagonista de Breaking Bad ante el diagnóstico de cáncer en el episodio piloto.
Pero pasado el primer tercio del texto, resulta impresionante la mirada descargada
de ira del narrador, como impresionante es la descripción del mundo de la
ciencia médica que nos envuelve cuando caemos enfermos: estadísticas, máquinas,
batas blancas que esconden personas en su interior. Para aumentar el mérito, se
añade la forma en la que el autor nos transporta hacia un desenlace que ya
sabemos resulta muy elegante.
El libro no hace juicios. Es decir, sí los hace, del
entorno, de la opinión de amigos y familiares, de los paisajes que contempla
debido a los viajes que conlleva el tratamiento médico de su hijo, del personal
médico que los atiende. Pero nunca de la enfermedad del hijo, nunca del dolor
de la familia, nunca del drama de la muerte. Hay una mirada muy humana de las
doctoras que ayudan a Pablo, de las personas que apoyan a los padres fuera del
hospital, de los padres que comparten la planta de oncología infantil. Se trata
de la mera descripción del dolor de un padre ante el sufrimiento de un ser
querido: su hijo. Pablo.
Del Molino es, además de un sólido narrador, un excelente
periodista. Eso se intuye en el episodio en que recuerda su cobertura de las
víctimas aragonesas de los atentados del 11M en Madrid (p. 65). Hilvana una
historia con los padres de un joven fallecido entonces, que muestran tanto la
dificultad de la tarea como el tacto en el tratamiento del tema. Quién le iba a
decir que años más tarde debería enfrentarse a la tragedia humana en primera
persona.
Sin embargo, no todo fueron luces en la lectura. Debo
reconocer que me choca la sintaxis en muchos pasajes del escrito. Me refiero a
esa sintaxis entrecortada que inicia las frases sin partícula verbal o con
pronombres relativos que la persona lectora se encuentra en frases del tipo: “Un
bebé de menos de un año dormido en un sueño inquieto, dolorido y pálido” (p.
37). Se trata de una forma de escribir muy común hoy en día. Muy usada por los
periodistas. Sin ir más lejos, una
reciente columna de Elvira Lindo abunda en esas oraciones entrecortadas. Yo
mismo las usaba a menudo en mis primeras publicaciones hasta que el consejo
siempre sabio de mi tutor: George Yúdice, me recordó la importancia de la
partícula verbal en una frase como la castellana, que no requiere de sujeto.
Puedo entender la idoneidad de ese recurso en literatura. A
fin de cuentas, yo también soy un fanático de Joyce. Y creo que en muchos fragmentos
del libro el autor lo utiliza con buen criterio para transmitir su malestar, su
sufrimiento, la experiencia que le quiebra por dentro, como en la frase: “Por
que el remedio no lo mate como ha matado a otros antes que él” (p. 44). Son
otros pasajes más sosegados, como el citado más arriba, los que me
sorprendieron. Pero llegué al final de la lectura, allí donde el autor confiesa
que, pese a su devoción por Umbral, de quien disecciona su Mortal y rosa (p. 177), el texto ha pretendido ser escrito como un
diario, con la inminencia de la escritura apresurada que conlleva el dolor; para
mantener la esencia de los sentimientos que tanto él como su mujer han tenido
que experimentar en este doloroso trance. Se entiende que es la escritura la
que ha conseguido aguantarlo de pie en todo momento, la sinceridad de la
escritura sin pararse a pensar en los recursos o en las formas. Y en ese
instante breve de conocimiento no le quedan a este lector más palabras para
enjuiciar la obra, sino la admiración.
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