Y llegamos a la
última. Unos proyectos se acaban y comienzan otros. Aquí termina mi serie sobre
literatura española y cultura pop. Aquí se inicia una nueva serie sobre
literaturas del yo. Ambos campos convergen en Juegos reunidos, de Marcos Ordóñez, periodista y escritor, crítico
de teatro en Babelia.
Por un lado, Juegos reunidos es el libro en el que el
autor trata sus años jóvenes, a partir de un híbrido entre la autobiografía y
las técnicas de autoficción. Estamos hablando otra vez de Barcelona. Estamos
hablando de los años 70. El final del franquismo. El inicio de la transición.
Es el desembarco sin cortapisas de la cultura pop en la geografía española. Eso
se observa muy bien en el libro. La voz narradora hace mención al verano del
amor (1969), y lo junta con citas a Agatha Christie, Simon & Garfunkel, los
helados Camy, los tebeos de Ibáñez o las radioseries. Es una radiografía de la
fiesta del consumo que se inició en España con el desarrollismo, y que resulta
la antesala del desembarco pop. La carga de melancolía es notable. Todas esas
menciones se notifican en el escrito como pérdidas en este relato de formación.
También se notifica otro tipo de influencias más cultas, que parecen trazar el
recorrido intelectual, como la colección completa de premios Nadal (p. 40).
Con la muerte del
dictador, los movimientos contraculturales empiezan a campar a sus anchas. Con
ellos arriba la cultura pop de los hippies, que el protagonista abraza con
ganas, junto a la literatura de Manuel Vázquez Montalbán, en esa serie de
paralelismos que traza de continuo el libro entre la cultura literaria y las
otras culturas, más o menos populares, como el cine francés, mientras el
protagonista se va convirtiendo en el periodista que luego será. En ese camino de
formación se cruzarán producciones como American
Graffiti, la primera película de George Lucas, o el recuerdo de los
seriales radiofónicos, o la figura de Jaime Gil de Biedman (1929-1990), o las
revistas de tendencias de una adolescencia precoz (la revista Fans).
Como arqueología de
una Barcelona que desgraciadamente ya no existe, y como testimonio de los
hábitos de consumo cultural de aquella generación, la novela me parece
magnífica. Donde le veo peros es en el uso de la literatura del yo. Manuel Alberca
ya menciona a Ordóñez en El pacto ambiguo
como un autor ambivalente en el uso de la autoficción y la autobiografía refiriéndose
a un libro anterior: Una vuelta por el
Rialto. Alberca habla de un autor valiente que se atreve a narrar su propia
vida, pero a partir de toda una serie de artificios que acaban descolocando al
lector. Esa carencia también la encuentro en Juegos reunidos. Parece que el autor le tenga miedo a su propio yo.
Por ejemplo, en el fragmento en que narra su llegada al mundo de la juventud y
su salida de casa, lo hace a partir de otra voz narradora, la del primo del
supuesto protagonista, que no se llama Marcos, como cabría esperar, sino Mario.
Así, el autor está narrando su vida y, a la vez, no está narrando su vida. Está
narrando la de un tal Mario que no es más que un trasunto del autor, y lo hace
a partir de una voz interpuesta que debería dotar estos episodios de una mayor
objetividad. Para qué, si páginas más tarde volverá la voz en primera persona,
Patricia será de nuevo la Pepita que era al inicio de la narración, y Mario es
de imaginar que vuelve a convertirse en Marcos con su misma voz. Se me antoja
que todo el esfuerzo y la valentía que Ordóñez pone en desnudarse y narrarnos
con gracia los episodios más importantes de su vida se difumina con este tipo
de estrategias. Eso podremos contrastarlo con las futuras entregas de esta
serie, cuando descubramos a autores que se enfrentan y resuelven de otra forma
ese tipo de conflictos. Esto no ha hecho más que comenzar. Bienvenidos.