viernes, 6 de octubre de 2017

Un testimonio profundo - Nagari Magazine

Un testimonio profundo - Nagari Magazine


En su última novela: Una canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, Sergio Galarza (Lima, 1976) narra en clave autobiográfica la relación con su madre. Como ha sucedido recientemente con escritores que han alcanzado notable resonancia mediática, como Karl Ove Knausgård, Galarza no hace uso de subterfugios y narra directamente a partir de sus recuerdos, pero siempre con su madre como protagonista, una madre a la que acaban de diagnosticar un cáncer en fase terminal.

Se cuenta así la infancia de Galarza, la complicidad inicial de aquel niño y su madre (aunque era el padre quien tal vez estuviera más cerca), y la posterior separación de aquel muchacho de la secundaria que quería ser rebelde y, por tanto, mal estudiante y futuro bohemio. El autor se apoya en metáforas futbolísticas que se inmiscuyen hasta en la escritura, una escritura que acabará justificando por su madre: “No disfruto más escribiendo un párrafo con sustantivos sólidos de bajo y batería, adornados con adjetivos como punteos delicados de guitarras de palo, que salvando un gol en la línea o metiendo un pase entre las piernas.” (p. 18) No en vano, el fútbol es uno de los nexos de unión entre madre e hijo. El otro va a ser la literatura, a partir de los gustos comunes (Ribeyro, Bryce Echenique) y la pulsión narradora, pasional en el caso del hijo, comedida cuando se trata de la madre.

Por en medio la persona lectora se encuentra con las peripecias del emigrante. Podría decirse que puede ser habitual en la literatura reciente. Pero Galarza lo narra de una forma tan ajena a los tópicos, describiendo la situación de su hermana en EEUU, humanizando a los policías o describiendo el proceso de las cartas de invitación en España, una montaña de requisitos que cada vez crece más, que ese es uno de mis pasajes preferidos.

Capítulo aparte merecen los secretos familiares, a los que el autor dedica una sección completa del libro. De entre ellos, sobresalen las infidelidades del padre, narradas siempre de forma velada y sobrellevadas con dignidad por la madre. Es a través de esa dignidad como la persona lectora conoce, además del carácter de la progenitora, la realidad familiar de los abuelos maternos de Galarza, también compleja.

En líneas generales, el autor utiliza un estilo muy conciso y contenido, casi periodístico, para narrar, con una sintaxis poco subordinada, pero con fogonazos de lirismo que aparecen en mitad de la narración: “preguntándose si no caería en el desconsuelo para gente desesperada que se traga cualquier sintaxis desnutrida de sudor como si fueran revelaciones divinas” (p. 48). Esto es así hasta la última parte, la cuarta: “Adiós, mamá”, en que el autor pone toda la carne en el asador. Contrasta notablemente con la anterior, en donde Galarza ha descrito el último viaje a Madrid de su progenitora. En ese fragmento la escritura es ligera y agradable. En la parte final, en cambio, es descarnado. Desgrana los detalles de los últimos días de la enfermedad de su madre y se despide. Pero elige muy bien los pasajes. Clava las descripciones. Es un fragmento muy emotivo, que da a entender que Galarza se entrega cuando debe entregarse, lo que muestra lo acertado de la estructura narrativa. El libro se cierra con la declaración de intenciones del autor: “Esto es una biografía que el lector puede interpretar como quiera” (p. 157). Quizá sea el único pero que se le puede encontrar al libro. Este lector entiende que para Galarza resulta importante resaltar en su despedida el rechazo a las mentiras para cerrar el texto. Pero no creo que sea necesario explicitar ahí el pacto autobiográfico. Es cierto que el autor avisa antes. Pero lo hace de una forma más tibia, a través de esas metáforas futbolísticas (p. 18). Se asume que la persona lectora ha aceptado leer hechos verídicos, así que el pacto ya se había producido de antemano, y es la razón de tan destacada obra.

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