En su última novela: Una
canción de Bob Dylan en la agenda de mi madre, Sergio Galarza (Lima, 1976) narra
en clave autobiográfica la relación con su madre. Como ha sucedido
recientemente con escritores que han alcanzado notable resonancia mediática, como
Karl Ove Knausgård, Galarza no hace uso de subterfugios y narra
directamente a partir de sus recuerdos, pero siempre con su madre como
protagonista, una madre a la que acaban de diagnosticar un cáncer en fase
terminal.
Se cuenta así la infancia de Galarza, la complicidad inicial
de aquel niño y su madre (aunque era el padre quien tal vez estuviera más cerca),
y la posterior separación de aquel muchacho de la secundaria que quería ser
rebelde y, por tanto, mal estudiante y futuro bohemio. El autor se apoya en
metáforas futbolísticas que se inmiscuyen hasta en la escritura, una escritura
que acabará justificando por su madre: “No disfruto más escribiendo un párrafo
con sustantivos sólidos de bajo y batería, adornados con adjetivos como punteos
delicados de guitarras de palo, que salvando un gol en la línea o metiendo un
pase entre las piernas.” (p. 18) No en vano, el fútbol es uno de los nexos de
unión entre madre e hijo. El otro va a ser la literatura, a partir de los
gustos comunes (Ribeyro, Bryce Echenique) y la pulsión narradora, pasional en
el caso del hijo, comedida cuando se trata de la madre.
Por en medio la persona lectora se encuentra con las
peripecias del emigrante. Podría decirse que puede ser habitual en la
literatura reciente. Pero Galarza lo narra de una forma tan ajena a los
tópicos, describiendo la situación de su hermana en EEUU, humanizando a los
policías o describiendo el proceso de las cartas de invitación en España, una
montaña de requisitos que cada vez crece más, que ese es uno de mis pasajes preferidos.
Capítulo aparte merecen los secretos familiares, a los que
el autor dedica una sección completa del libro. De entre ellos, sobresalen las
infidelidades del padre, narradas siempre de forma velada y sobrellevadas con
dignidad por la madre. Es a través de esa dignidad como la persona lectora
conoce, además del carácter de la progenitora, la realidad familiar de los
abuelos maternos de Galarza, también compleja.
En líneas generales, el autor utiliza un estilo muy conciso
y contenido, casi periodístico, para narrar, con una sintaxis poco subordinada,
pero con fogonazos de lirismo que aparecen en mitad de la narración:
“preguntándose si no caería en el desconsuelo para gente desesperada que se
traga cualquier sintaxis desnutrida de sudor como si fueran revelaciones
divinas” (p. 48). Esto es así hasta la última parte, la cuarta: “Adiós, mamá”, en
que el autor pone toda la carne en el asador. Contrasta notablemente con la
anterior, en donde Galarza ha descrito el último viaje a Madrid de su progenitora.
En ese fragmento la escritura es ligera y agradable. En la parte final, en
cambio, es descarnado. Desgrana los detalles de los últimos días de la
enfermedad de su madre y se despide. Pero elige muy bien los pasajes. Clava las
descripciones. Es un fragmento muy emotivo, que da a entender que Galarza se
entrega cuando debe entregarse, lo que muestra lo acertado de la estructura
narrativa. El libro se cierra con la declaración de intenciones del autor:
“Esto es una biografía que el lector puede interpretar como quiera” (p. 157).
Quizá sea el único pero que se le puede encontrar al libro. Este lector entiende
que para Galarza resulta importante resaltar en su despedida el rechazo a las
mentiras para cerrar el texto. Pero no creo que sea necesario explicitar ahí el
pacto autobiográfico. Es cierto que el autor avisa antes. Pero lo hace de una
forma más tibia, a través de esas metáforas futbolísticas (p. 18). Se asume que
la persona lectora ha aceptado leer hechos verídicos, así que el pacto ya se
había producido de antemano, y es la razón de tan destacada obra.
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