Esta serie continúa
la radiografía de la cultura pop en la literatura española en Barcelona en una
trayectoria lógica. Tras hablar del Watusi, resulta de recibo hablar ahora de
Kiko Amat (Sant Boi del Llobregat, 1971). Conocí a Amat tras entrevistarlo para
el monográfico de Nagari sobre
Barcelona, aunque sabía de su obra previa y de ahí mi interés en hablar con él.
Después hemos coincidido un par de veces. Pero en la última pareció
sinceramente incómodo y no me acerqué ni a saludarle. Supongo que se trata de
Barcelona, de la atmósfera nociva que se respira en los ambientes literarios de
una ciudad que, como afirma uno de sus personajes, “te hace hibernar” (El día que me vaya no se lo diré a nadie,
p. 194).
Así las cosas, como
no tengo deudas con el autor, ni espero nada de él, este no es un texto que
pretenda congraciarse, ni hacerle un guiño, ni dar jabón, ni nada por el estilo,
sino un ejercicio de crítica honesto y justificado. Amat es un símbolo de la
cultura pop en la literatura catalana escrita en castellano, tanto desde la
literatura como desde la prensa escrita, no solo por la reivindicación de
ciertos autores, sino por el uso sistemático de las citas musicales que realiza,
y es de justicia que aparezca en esta serie.
Aquí trataré sobre
las novelas en las que Amat pone a la cultura pop en el foco central: El día que me vaya no se lo diré a nadie
(2003), Cosas que hace BUM (2007) y Rompepistas (2009), dejando fuera su
último trabajo de ficción: Eres el mejor,
Cienfuegos (2012), todas en Anagrama.
Cabe decir que el
primero de los libros: El día que me vaya
no se lo diré a nadie, resulta bastante irregular, como es propio de una
primera novela. Al carácter naif del personaje masculino se contrapone la
dureza de la protagonista femenina: Octavia. Pese al esfuerzo imaginativo que
realiza el narrador omnisciente, el libro se me antoja cursi, no por el
previsible encuentro sentimental que al final queda abierto, sino por esa
apología de la paternidad y la salud que aparece en mitad de una elucubración
de Julián (El día que me vaya no se lo
diré a nadie, pp. 144-146), y que más recuerda a los atávicos deseos de descendencia
de mi padre que al proyecto de un escritor pop. Pero cabe reconocer que la
reivindicación de los clásicos del soul (Smokey Robinson, Curtis Mayfield), y
de algunas bandas míticas del pop anglosajón (Go Betweens) que realiza el
narrador es la propia de un autor que se declara mod. A esa marca de la casa
cabe añadir la mención a escritores pertenecientes a los Angry Young Men, como
John Osborne. La capacidad de estructurar una trama con distintos personajes y
elementos argumentales que operan todos una función en el texto sirve para
acabar de componer un cóctel más prometedor que tangible.
En esta línea
cronológica que aquí trazo, se observa un notable salto de calidad en la
segunda novela: Cosas que hacen BUM.
Para empezar. el arranque corta el aliento, además de servir al autor para
reivindicar su anglofilia a través del relato biográfico del ficticio Pànic
Orfila, alter ego Situacionista y a posteriori vorticista del autor. Pero en
los momentos en los que el narrador toma aire, la construcción de las frases
destila un tono poético que escaseaba en el primer trabajo: “El septiembre de
aquel año fue fresco y dulce, y por las noches el viento traía en brazos a un
invierno aún niño, débil, que crecía poco a poco, desnutrido.” (Cosas que hacen BUM, p. 47). También se
observa una mayor profundidad en las reflexiones: “Las palabras, por falsas que
sean, tienden a quedarse grabadas en la mente. La duda nace de esas palabras” (Cosas que hacen BUM, p. 79).
El escrito narra la
biografía de ese alter ego: Pànic, en clave de novela pulp de aventuras. Y créanme que, hasta bien mediado el libro, la
historia es atractiva y engancha. Pero a partir del momento en que en el texto
se organiza el triángulo amoroso entre Pánic, una joven estudiante
universitaria llamada Rebeca, y una pequeña revolucionaria vorticista de nombre
Elvira, se diluye la tensión. Y los diálogos, hasta ese momento con chispa, se
dejan llevar por los tópicos: “Lo que te jode es que Elvira esté conmigo ahora”
(Cosas que hacen BUM, p. 245). A este
lector le da la impresión de que el autor engarza, una tras otra, una serie de
anécdotas personales sin ninguna estructura que bien podrían haber buscado
acomodo en una de las múltiples posibilidades que permite la literatura testimonial,
pero no en una novela.
Ahora bien, la
selección musical vuelve a ser excelente. La apuesta por el soul y el sonido
Motown es más alta aquí si cabe (Cosas
que hacen BUM, p. 28). Se observan, también, una serie de coletillas que,
con su sistemática repetición, dotan de oralidad al texto. Y a las referencias
a los Angry Young Men —en este caso, La
soledad del corredor de fondo de Sillitoe—, Amat incorpora los cómics de la
Marvel, las sagas de cf y los policíacos de Graham Greene. El compromiso con la
cultura pop es evidente, aunque también un cierto clasismo suburbial a la hora
de describir a personajes como el “Cansao” (Cosas
que hacen BUM, p. 165).
La línea cronológica
me hace avanzar y me lleva hasta Rompepistas.
A este lector se le antoja que esa es la verdadera primera novela del autor,
que los dos trabajos previos son ensayos que le acaban dotando de las
estrategias narrativas para escribir Rompepistas.
Es la política habitual de su sello: Anagrama, que suele creer en sus autores y
darles confianza cuando nadie los conoce y todavía están por hacer, hasta que
empiezan a producir obras significativas.
El caso es que esta
novela me gusta, me gusta mucho. Se trata de un Bildungsroman de un joven punk adolescente que se enfrenta a los
problemas que conlleva la madurez (sentimentales, identitarios, de
enfrentamiento generacional con los padres) en un territorio que nunca se
menciona por su nombre pero que se intuye que se trata del Sant Boi natal de
Amat. Es un relato que hacía falta en la historia de la cultura pop ibérica,
tan propensa a contar las vicisitudes de Kaka de Luxe y otras “movidas” de
niños bien, pero incapaz de pergeñar una biografía del primer grupo punk
español: La Banda Trapera del Río, nacida en Cornellà, muy cerca del ecosistema
que describe Amat en Rompepistas.
Qué duda cabe que la
historia le va al autor que ni pintada. Pero, además, los recursos que
despliega en este texto están mucho más cohesionados y conforman una excelente
novela. De entre todos, que son muchos, quiero resaltar la primera parte del
libro, el retorno del narrador a su pueblo, un brillante ejercicio de
descripción emocional del pasado a través de los sentidos. Después, el léxico
de barrio, con sus lapos y su lenguaje coloquial, que el narrador resalta de
forma muy ágil. Las continuas coletillas, que dotan de un excelente ritmo y una
oralidad verdaderas a la voz narradora: “No preguntéis”, “Échale la culpa al
boogie”, “Dar cera, pulir cera,” giros muy propios de la década de los 80. Las
catalanadas de un autor de origen catalán que escribe en castellano: “el
voraviu”, “¿Te has bebido el entendimiento, Magnum?”. El excelente contraste
que el narrador desarrolla entre los verdaderamente “chungos” y los que están
simplemente perdidos en la periferia. La estructura, el andamiaje de los recuerdos
organizado, esta vez sí, de forma sólida a tres niveles que mantienen la
tensión narrativa: el de la relación con Clareana, los de la infancia junto a
Carnaval y la historia en sí del narrador. Y la música, la música que acompaña
a un joven punk que crece en la periferia de Barcelona en los años 80: The
Clash, Generation X, The Jam, The Specials, Stray Cats, sin atisbo de elitismo
esta vez.
La novela es excelente
aunque no cuente nada especial, como es propio de la buena literatura. Amat
acaba llegando a su destino, a la trayectoria que parece haberse propuesto. En
la última novela que toco aquí es capaz de enfrentarse a temas mucho más
profundos de los tratados en sus entregas previas sin perder el humor ni la
apuesta por la cultura pop, y eso se va a seguir palpando en el último trabajo,
que aquí no disecciono por razones de coherencia temática. En Rompepistas destacan notablemente la
relación con los amigos (los Skinheads por la Paz, esos titanes de clase
obrera, y el inseparable Carnaval), la empatía que acaba desarrollando el
narrador con el matrimonio en crisis que representan sus padres, y el final,
honesto, íntimo y en sintonía con el arranque. Los narradores de Kiko Amat se
han hecho mayores pero siguen teniendo la rebeldía de sus primeros libros. Con
el apoyo de un estilo más contundente, más sólido, son absolutamente creíbles.
Así que mejor no perder de vista los trabajos futuros del autor.
NOTA: Sí existe una historia escrita de La banda trapera del río, la de Jaime Gonzalo, publicada en 2006: Escupidos de la boca de Dios.