Miami es una ciudad donde los trenes circulan a la altura de
los rascacielos, algunos pilotados por robots. Donde se realizan complejas
operaciones de cirugía por ingentes sumas de dinero en hospitales exclusivos. Es
un espacio en el que tienen lugar ocultas transacciones comerciales entre
poderosas corporaciones empresariales. Y un buen número de profesionales latinoamericanos
llegan cada día con la esperanza de una vida holgada. Esto último, junto a las
distintas oleadas de emigración cubana que arribaron a la ciudad en el pasado,
es la clave para entender el español que se usa en Miami. Todos esos elementos
se dan cita en Mandrágora (SED 2016),
la última novela de Camilo Pino (1970), escritor de Venezuela que habita la
urbe del sur de la Florida desde 2000.
Se trata de una historia en la que los géneros se contaminan
los unos a los otros y se organizan según los dos planos en los que se
desarrolla la narración. El presente, que tiene lugar entre Miami y Londres en
el año 2013, se puede leer como futuro, dados los aparatos de última tecnología
que aparecen y las formas de comunicación que ahí se operan. En esa parte, la
novela se entronca con la ciencia ficción en ese argumento que enunciara
William Gibson: “Future is now”. El pasado, en cambio, el de 2004 para ser
exactos, aunque camuflado tras una trama médica, se presenta a partir de la
elección del autor entre el vampiro y el hombre lobo. El narrador se decanta
por el hombre lobo, y esa parte del texto, hasta entonces con tintes de novela
de terror y suspense, se convierte en una muestra de relato real maravilloso
con la ayuda de Internet. Todo ello se conjuga en lo que el narrador considera
el arte por antonomasia para el siglo XXI: la pornografía (p. 87). Ese guiño,
como nos enseñara Bolaño, es posmoderno.
La novela cuenta la historia de M (apelativo muy kafkiano),
un ejecutivo de una opaca compañía capitaneada por el misterioso Míster Gamble,
que cree haber contraído una enfermedad venérea tras un encuentro con una
prostituta en Buenos Aires. A través de los dos planos antes mencionados, la
persona lectora presencia la ascensión profesional de M desde 2004 hasta 2013, y
los cambios en su vida familiar, mientras crece su deseo por rodar una película
X. Descubre entonces un film porno casero protagonizado por un conocido: Sebas,
hijo de su amigo Eddie, que vive en Londres, y la novia de este. Ahí se enreda
el argumento hasta converger las distintas tramas en un sorprendente pasaje
final en Londres, que culmina en un más sorprendente epílogo futurista en el
desierto de Nevada.
El narrador, omnisciente, desarrolla toda la trama de forma
precisa, como si operara con un bisturí. El mismo bisturí que parece manejar el
doctor Badur en la escena más espeluznante de la novela, cuando este toma una
muestra del tejido del pene del protagonista (p. 129), y el lector, si gasta
ese tipo de protuberancia, se estremece de los pies a la cabeza. Antes se ha
podido experimentar la angustia del emigrante en sus repetidas entradas a un
país cada vez más estricto con esta condición y su vulnerabilidad:
“M aprendió que la mejor manera
de salir bien de los interrogatorios consistía en seguir tres reglas sencillas:
1) Pensar lo que iba a decir antes de abrir la boca. 2) Hablar lento y parco.
3) No responder preguntas que no le hubieran hecho, y aunque siguiera esas
reglas, aunque se supiera inocente de crimen alguno, cada vez que lo
interrogaban se sentía a punto de perderlo todo, se daba cuenta de lo frágil de
su condición de emigrante, de cómo el antojo de un funcionario lo podía dejar
en la calle con un mar de deudas, presa de los abogados de bancarrota que salen
en los comerciales de los canales de televisión latinos y venden sus servicios
con acentos de parodia.” (p. 85)
Precisamente, esos acentos, los medios de comunicación y las
formas dialectales del español que conviven en Miami son los que acaban de dar
la forma de esta mirada, muy actual, a Miami y al mundo.