Debo confesarlo. Yo también he acabado rendido a la prosa y
las psicogeografías de Iain Sinclair. Si, además, su prosa es vertida al
castellano por Javier Calvo, de quien conocemos, junto a sus novelas, su oficio
para mantener el espíritu de las obras que traduce del inglés, sin duda la
rendición y la admiración son las únicas reacciones posibles ante la obra de
este genial escritor nacido en Gales en 1943. En especial, cuando se leen
fragmentos como este: “La precisión del ballet de los gestos y las señales de
sus brazos mientras dirigía aquel torrente de palabras, cambiando de ritmo,
pellizcando con fuerza la colilla del cigarro entre el índice y el pulgar”
(95), que ponen en evidencia tanto la prosa poética que desarrolla el autor
como las dificultades con las que se encontró el traductor.
Esta combinación, que ya se produjera inicialmente en 2015
con la traducción de unas selecciones del libro donde Sinclair trabaja con
mayor detalle su psicogeografía personal, London:
City of Disappearances, publicado aquí como La ciudad de las desapariciones gracias a la buena labor de la
editorial Alpha Decay, ha vuelto a tener lugar con la aparición en el mismo
sello de American Smoke: Viajes al final
de la luz.
En este caso, se trata de la psicogeografía de Sinclair por
el vasto territorio norteamericano (incluidos Canadá y México). Como no podía
ser de otra forma tras leer en la primera página: “llegué a América con la
esperanza de volver a conectar con los héroes de mi juventud” (11), el
resultado final de American Smoke
resulta en una curiosa combinación. Un texto relacionado con la tradición
europea de la narrativa de viajes que elevaran a las cúspides de la alta
cultura autores recientes como Claudio Magris o W. G. Sebald, pero enfocado en
el malditismo cultural norteamericano. No solo en los beatniks, aunque estos
sean los principales protagonistas del trayecto cultural, también en los poetas
Charles Olson y Dylan Thomas, y los escritores Malcom Lowry y Roberto Bolaño.
El libro se configura como el intento de crear una nueva
mitología que sustituya la creada anteriormente por el autor en torno a un
Londres arrasado por la expansión inmobiliaria y el éxito (12). Y esa mitología
la construye en torno al oscuro Olson, En
la carretera de Jack Kerouak, la personalidad de William Burroughs, que
resulta “el gran encuentro” (195) del libro, los aullidos de Allen Gingsberg,
“un vampiro de fama, de inmortalidad” (145), y el México maldito que atrajera
en la misma medida a Lowry, a los beatniks y a Bolaño.
Para ello, Sinclair se apoya en sus amplios conocimientos en
cultura pop estadounidense, en unas descripciones increíbles de los ambientes
que recorre, y en una serie de entrevistas con personajes secundarios del
relato de la contracultura norteamericana, como el muy impactante Gregory Corso
o el poeta Gary Snyder y su particular visión de la ecología. Lo hace con una
curiosa estructura que divide el manuscrito en cinco partes: Océano, Fuego,
Humo, Montaña y Ceniza. El resultado es tan peculiar que en buena parte de los
pasajes la acción transcurre
íntegramente lejos del territorio estadounidense, como en las transcripciones
del diario de Muriel Walter. Pero para retornar a la radiografía de la sociedad
que ha dominado la producción cultural de la segunda mitad del siglo XX. En
realidad, no es un libro de viajes a través de EEUU, sino un libro sobre cómo
viajó la cultura yanqui por Gran Bretaña entre toda una generación de
escritores y lectores.
Sin embargo, resulta curioso que en un libro centrado en la
fascinación norteamericana de un escritor galés, México esté tan presente. Ello
se debe a que, según Sinclair: “Lowry establece el modelo” (235). Y en el
escritor inglés, tal como se observa en Bajo
el volcán, las huidas a México (y al infierno en la misma medida) son
sistemáticas. Hasta el punto de que Lowry va a ser la causa que va a llevar al
autor hasta Vancouver en la construcción de su psicogeografía norteamericana. Es
este modelo de huida lo que pone en movimiento a Sinclair y vertebra el texto
hasta que, en la última de las “huidas” del autor, se reencuentra con dos
libros de Margerie Bonner que fueron suyos y con los que se cierra el círculo
de esta narración psicogeográfica.