El momento álgido para abandonar mi carrera científica tuvo
lugar cuando inicié estudios de doctorado en ingeniería nuclear. En uno de los
cursos que tomaba entonces, el dedicado a dosimetría, que no es otra cosa que
la medida de la cantidad de radiación nuclear que pueden soportar los seres
humanos, el profesor contó un chiste. Explicó cómo, después de muchos años
calculando las radiaciones que afectaban a los trabajadores de las centrales
nucleares de todo el mundo, siempre habían pensado que esa radiación llegaba de
forma directa, en una única trayectoria rectilínea. Nunca se habían planteado
que las partículas radiactivas rebotan—contra el suelo, contra el techo o
contra vaya usted a saber—y también alcanzan su destino sobre los tejidos
humanos. Este hecho, que había obligado a revisar todos los tiempos de
exposición a radiación nuclear de los trabajadores y de la población en general
utilizados por los organismos científicos internacionales, reduciéndolos a la
mitad, arrancó la risa descontrolada y enloquecida del profesor, que
compartieron varios de los alumnos. Teniendo en cuenta que se trataba de uno de
los máximos responsables de la central nuclear de Ascó, en Tarragona, a mí no
me hizo ni pizca de gracia. Ese mismo día decidí colgar mis estudios.
La anécdota, que sirve para mostrar la irresponsabilidad y
la inhumanidad que atesoran algunos científicos, me permite ilustrar el
objetivo principal de Yoro (Los
libros del lince), primera novela de la escritora Marina Perezagua (Sevilla,
1979). El libro es un relato de reconciliación histórica entre Japón y los
EEUU, países muy importantes en la trayectoria literaria de la autora. El primero
por la fascinación que Perezagua siente por él, el segundo porque es su lugar
de residencia. Esa reconciliación se construye a partir de la historia de la energía
nuclear, y del sufrimiento compartido entre una víctima de la bomba de
Hiroshima y un excombatiente de las fuerzas de ocupación estadounidenses al que
su gobierno ha dejado en custodia una niña que luego le es arrebatada.
La novela, versión extendida y autorreferencial de “Little
Boy”, la narración corta que inaugurara su anterior libro: Leche, se estructura a partir de nueve capítulos que son los nueve
meses imaginarios del embarazo psicológico de la narradora, y culmina con un
encuentro muy ansiado que no adelantaré. Pero a este lector le da la impresión
de que lo que realmente se gesta es el libro, que la estructura es una metáfora
de la construcción de una historia de largo aliento que culmina como lo hacen
los nacimientos, dando a luz una dolorosa pero también deseada criatura. Para
corroborar este punto de vista, la narradora se pone de mi parte y afirma en un
momento dado: “Kafka era una madre como cualquier otra.” (236)
La historia de H, la narradora, su relación con Jim, nombre
de evidentes ecos conradianos, y la búsqueda de Yoro, la niña a la que se
entrega en custodia es un repaso de todo el mal que ha asolado la historia de
la sociedad occidental durante la segunda mitad del siglo XX. Describe, en
especial, cómo se ha gestionado esa invención prometeica que es la energía
nuclear, y acaba siendo un testimonio de cómo esas mismas miserias se han
exportado al Tercer Mundo, concretamente a África, territorio natural de una
novela que debe tanto a El corazón de las
tinieblas, a través de las Naciones Unidas y otros estamentos
internacionales. No en vano, como afirma la narradora: “Esa historia no vale
nada si no está escrita desde un sentimiento de dolor universal.” (21)
Así, como ya se avanzaba en “Little Boy”, somos testigos de
todas las atrocidades que sufrieron las víctimas niponas de la bomba atómica,
como si de Lluvia negra, de Ibuse
Masuji, se tratara, para pasar a contemplar todos los silencios que sufrieron
los norteamericanos contemporáneos a la Guerra Fría: la ocultación de
identidades y el desarrollo de proyectos armamentísticos y científicos atómicos
reales, que tuvieron lugar durante aquella época de plomo, y que hacen que el
Proyecto Manhattan parezca un juego de niños. Todas esas complejidades
conspiratorias obstaculizan la búsqueda que realizan la narradora y Jim,
mientras descubrimos la problemática identitaria de una persona hermafrodita en
un mundo como el nuestro, quizá la parte más compleja y profunda de la
historia, pues ahí es donde se desgrana la estructura del libro. Lo hacemos a
través de un texto que al principio parece un testimonio en primera persona,
después una novela de aventuras, por momentos un libro de crónicas o una novela
de cf, más tarde un relato conspiratorio de la Guerra Fría a la manera de
Pynchon, aunque también una historia queer
sobre la identidad sexual y un texto postcolonial, siempre con una elevado
estilo y un alto grado de lirismo.
Pero pese a la amalgama de géneros que acaban cohabitando en
sus páginas, cabe concluir que esta novela no es posmoderna. En el núcleo de su
denuncia del mal que pervive en nuestra sociedad capitalista y heteronormativa
no se encuentra ni una gota de parodia. Se trata, además, del primer texto
español que contiene una crítica expresa a los efectos de la ciencia en el
siglo XX. Aspira por tanto, a sentar las bases de algo nuevo, tanto en el
contenido como en la forma. Algo tan sólido como la misma novela.