martes, 27 de marzo de 2012

DOLOR



-Esta vez las cosas van a ser distintas.

Eso fue lo que pronunciaron sus secos labios una vez comenzada la charla. Resultaba evidente que no confiaba en mí. Yo estaba allí en representación del más prestigioso portal de prensa online. Pero él descreía de las razones que me habían llevado a aquel encuentro. Aquella entrevista entre las desnudas paredes de su estancia. Esa gruta en la que había decidido recibirme. El único despacho aislado de las instalaciones donde se había desarrollado la investigación. Yo no había tenido la oportunidad de contemplarlas. Desde que había desembarcado solo había podido observar la frondosa vegetación de aquella isla del Pacífico junto a nubes de mosquitos que se cebaban en mi piel. Además de pequeños conejos blancos que, sorprendentemente, se reproducían por toda la selva.

Durante el largo silencio que siguió a su respuesta supe que pensaba en el “proyecto”. Quería creer que una aureola divina le envolvía. Sin embargo, los remordimientos aparecían a menudo en la superficie de su mente. Fue gracias a ese tipo de información como vencí su silencio. Es fácil entrevistarse con alguien cuando sabes todo lo que pasa por su cabeza y él desconoce tu ventaja.

-Se trata de un gran paso para TODA la humanidad.

Fue su sentencia. Austera, como aquella habitación en la que nos habíamos encerrado. Después se embarcó en una enconada defensa de sus superiores, los que le habían permitido llevar a cabo el “proyecto”. Habló del precio del conocimiento.

-El problema radica en que la prensa ha tergiversado nuestro proyecto -dijo mirándome. Contemplé las venas prominentes en su cabeza afeitada.

Lo que en verdad no salió de sus labios secos fue que el “proyecto” siempre había estado protegido por el máximo secreto.

Yo le observaba desde el otro lado de aquella mesa vacía. Grababa mentalmente sus palabras. Lo mismo hacía con las imágenes que interceptaba de su cerebro. Me parecía absolutamente necesario almacenar todo aquello.

Él continuaba pensando en el “proyecto”. En el estoico aprendizaje de sus experimentadores. En la lucha férrea contra la animalidad del ser humano. En el sacrificio de titanes que suponía la investigación científica. En el dolor. En las nauseas tras las primeras pruebas. En el pánico que sintió cuando percibió tanto poder entre sus manos. Sin embargo, no podía detenerse. No podía negar ese conocimiento al resto de la humanidad. Creía en el progreso.

Yo sabía que, por mi condición de mujer, no me diría nada acerca de sus pensamientos. Esa perspectiva que creía superior acallaba cualquier posibilidad de diálogo. Me consideraba de la misma calaña que las madres que se habían enfrentado a su “proyecto”. Un ser débil en cualquier caso. Supongo que por eso se parapetó en un baile de cifras. Después afirmó:

-Algunos dicen que el coste en vidas humanas ha sido alto, y no escondo que eso es cierto. Pero por primera vez somos capaces de independizarnos de la naturaleza, de vencer en esa lucha férrea contra nuestra animalidad. El hombre nunca más volverá a sentir dolor. Solo puedo decir que esas vidas son el precio de un avance tan significativo en la historia de la humanidad como este. A fin de cuentas, se trata de una obra titánica.

Y de nuevo quiso estar envuelto en una aureola divina. A continuación, se puso a hablar de las expectativas. Del aumento en nuestra calidad de vida cuando la población civil pudiera disfrutar del “proyecto”. 

En la estancia no había rastro de aquellos descubrimientos más allá de los números que esgrimía. Imagino que él lo había decidido así para darle a la entrevista el cariz más neutro posible. Tampoco había más seres vivos que nosotros dos. Tan solo un tímido conejo se asomó curioso desde una ventana. Fue un instante fugaz.

Antes de levantarme de la silla y abandonar el despacho, asumí que los hombres tendrían que aprender a convivir con el “proyecto” como habían tenido que hacerlo con el fuego, la energía nuclear o los microchips implantados en la cabeza. Ahora se trataba nada menos que del dolor, de la inhibición del dolor. El descubrimiento que le había permitido a sus superiores ganar la guerra. Enseguida organizaron ejércitos que no temían sufrir. Adiestraron a soldados que no notaban el dolor hasta que caían muertos. La victoria no tardó en decantarse de su lado.

Contemplé por última vez a aquel falso Prometeo y su mirada me conmovió. Su pensamiento seguía debatiéndose entre el remordimiento y la gloria. Decidí que era hora de marchar.

Esperaba controlar mi propia mente por el camino. Ya me volvería a sumergir en ello con la redacción del texto. Pero, tras la contemplación de los conejos que poblaban la isla, fui incapaz de quitarme de la cabeza aquellas imágenes que me habían asaltado en la entrevista. Los cuerpos mutilados de todos aquellos desconocidos. Lo que él llamaba el aprendizaje estoico de los experimentadores. Sus rostros homogéneos, cortados por el mismo patrón. Las nauseas de las pruebas que habían tenido lugar en aquel recóndito lugar del Pacífico, tan cercano a las primeras explosiones nucleares. Todo lo que formaba parte del “proyecto”, que no había podido contemplar y que el doctor Moreau había olvidado en su discurso altruista, pero no en sus pensamientos. Supe que lo que había ocurrido volvería a ocurrir. Las cosas iban a seguir igual. Recuerdo que esto lo pensé muchas veces.

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