Fernando Clemot es un autor con una notable experiencia en
la construcción de tramas y relatos. No en vano, además de los libros de
cuentos Safaris inolvidables (2012) y
Estancos del Chiado (2009), y de las
novelas El libro de las maravillas
(2011) y El golfo de los poetas
(2009), tiene una larga experiencia enseñando en talleres literarios y es autor
de un ensayo de narrativa creativa: Cómo
armar y desarmar un relato (2014). Ese bagaje se observa a la perfección en
su última novela: Polaris (Salto de
Página, 2015). Para decir la verdad de mi experiencia lectora, hacía tiempo que
no leía un texto en donde la información que se da al lector estuviera tan
medida. Se nota que Clemot es un maestro del suspense, esa intriga que mantiene
al lector en vilo hasta el final.
La novela, dividida en doce capítulos, se estructura
mediante una serie de interrogatorios, principalmente al doctor Christian, un
médico noruego embarcado en el buque Eridanus por motivos profesionales, pero
aparecen interrogatorios a otros personajes a modo de contrapunto. Cuando se
habla de una narración que tiene lugar en un barco y de suspense, inmediatamente
viene a la memoria el nombre de Joseph Conrad, y la verdad es que se observan
muchos paralelismos entre la novela de Clemot y El corazón de las tinieblas. Si bien en este caso el autor nos
describe lo que puede suceder en un infierno blanco, cercano al Polo Norte,
también nos enfrentamos al drama interior del ser humano, plagado de traumas y
episodios que es mejor silenciar.
Por el uso que el autor hace del estilo directo, sin
comillas ni guiones, lo que le proporciona al texto una atmósfera asfixiante,
junto a la estructura del relato, en donde a través de las confesiones de
Christian y otros personajes se engarzan pequeñas historias dentro de la
historia general, además de las continuas referencias a la segunda guerra
mundial, el libro también me ha recordado a la obra de W. G. Sebald, aunque
desde una perspectiva mucho más psicológica y, porque no decirlo, absurda. Pues
del carácter no fiable de Christian, del que se van descubriendo poco a poco su
pasado nazi y sus traumas infantiles porque “el dolor y la memoria discurren
siempre por un único conducto, como la orina y el semen” (134), se desprende
una atmósfera mucho más kafkiana y subjetiva que la que solía utilizar el
narrador alemán en sus historias.
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