martes, 24 de noviembre de 2020
viernes, 22 de mayo de 2020
martes, 10 de marzo de 2020
Documentar la vida - Suburbano
Documentar la vida - Suburbano
Hoy quiero dedicar mi entrada sobre la literatura en primera
persona a aquellos autores que combinan su narración del yo con la
documentación de otras vidas, contemporáneas o anteriores, para reforzar su
escrito. Se trata de un diálogo entre dos géneros de no ficción tan conectados
que solo un prefijo hace mutar la palabra original, de biografía a
autobiografía.
Quiero tratar este diálogo desde una obra excelsa y otra
notable. La primera es El Reino, de Emmanuel Carrère (1957). La segunda,
La ciudad solitaria, firmada por Olivia Laing (1977). Si en la primera,
el autor, a partir de su experiencia religiosa previa, trata de reconstruir los
orígenes del cristianismo, en la segunda, la autora intenta expresar su soledad
en Nueva York a partir de otras experiencias similares de artistas erradicados
en la gran manzana. Si en el primer libro, el evangelio de San Lucas, la vida
de Lucas, y de su maestro: Saúl, hoy identificado entre los creyentes como San
Pablo, vertebra la narración, en el segundo son los artistas: Edwar Hopper,
Andy Warhol, David Wojnarowicz, Henry Darger, Klaus Nomi, y sus vidas, sus
obras, su timidez, la soledad experimentada entre los rascacielos, lo que da
forma al libro. Si en el libro de Carrère la metodología resulta fundamental, llegando
a hacer una comparativa con la de la gran escritora de novela histórica en
francés: Marguerite Yourcenar (pp. 314-5), en favor de un método más visual, más
cinematográfico, en el de Laing es el flujo de la narración y las historias los
que actúan como vasos comunicantes. Si en El Reino la documentación
manejada por el autor resulta abrumadora, en La ciudad solitaria lo es
la selección artística, que ejerce como criba de contenidos. Si el escrito de
Carrère se organiza como una investigación personal, dirigida por los impulsos
que generan los recuerdos de una fe que se perdió, compartimentando de forma
clara la parte vivida respecto de la parte inventada, el de Laing lo hace según
la estructura del ensayo, vertebrando los capítulos según los distintos autores,
para acabar de perfilar el texto como se organiza una novela, con un capítulo,
el sexto: “El principio del fin del mundo”, que concentra la crisis; no es otra
que la que supuso el virus del SIDA para Nueva York, personificado en
Wojnarowicz y Nomi. El Reino ha permitido a este lector descubrir elementos
humanos en la construcción de una ideología que va a pervivir por más de 2000
años, de manera hegemónica en muchos períodos. La ciudad solitaria me ha
ayudado a conocer la obra de algunos artistas fascinantes, como Wojnarowicz y,
muy especialmente, Darger, autor de la obra escrita más extensa, con más de
15000 páginas, y una existencia por completo en el anonimato; y la vida de
otros como Hopper o Warhol. El de Carrère es un tema muy original, el de los
orígenes del cristianismo. complementado por la confesión personal del autor.
El de Laing está más trillado, tanto por el territorio como por el tema que se
acaba convirtiendo en el detonante de la crisis: el VIH, del que se ha escrito
mucho desde la década de 1980. Ese es el elemento que impide a La ciudad
solitaria elevarse a los niveles de excelencia de El Reino de
Carrère. Sin embargo, tratar la gran ciudad contemporánea por antonomasia como
un monumento a la soledad, por momentos insoportable (p. 19), sí me parece
original. Por otra parte, en ambos casos la historia personal es lo menos interesante.
Parece una excusa que permite echar a andar el otro engranaje del texto, que es
el que da verdadera potencia al motor narrativo. Lo interesante es reflexionar
sobre cómo las biografías ajenas influyen en nuestras vidas. La historia del
cristianismo primitivo, de sus protagonistas, de los engranajes que lo
construyeron, le permite a Carrère entender las razones que le llevaron a
abrazar la fe en un momento crítico de su vida, y a convertirse en un agnóstico
después (pp. 101 y 119), lo que para el escritor y guionista francés acaba
suponiendo un sinónimo gracias a su trabajo (p. 357). La relación de la soledad
con los artistas en Nueva York le permite a Laing construir su identidad sexual
(p. 110), y entender los motivos de su peculiar infancia en Reino Unido. En
ambos casos, las biografías explican la autobiografía.
jueves, 5 de marzo de 2020
La última vez que fue ayer: Una confesión - Nagari Magazine
La última vez que fue ayer: Una confesión - Nagari Magazine
Debo confesarlo. La crónica sentimental de la periferia
española durante la Transición y hasta nuestros días quedaba por hacer. El Manolito
Gafotas de Elvira Lindo (Cádiz, 1962) estaba bien. Pero la autora no
alcanzó a volar más allá de la infancia de su personaje pese a los intentos
posteriores con otros arquetipos. Campo Rojo (Candaya 2015), de Ángel
Gracia (Zaragoza, 1970), en cambio, fotografía muy bien el período. En mi primera lectura de
esa novela apelé a los recuerdos y a la infancia vivida. Pero es más que eso.
Se trata de un contratexto de La familia de Pascual Duarte que denuncia
la violencia que surge desde la infancia y que Cela justificaba, hasta hacerla
partícipe de los conflictos políticos de España. Sin embargo, debo confesarlo,
el travelling que nos lleva desde la fotografía de Gracia hasta la España
actual lo ha trazado a la perfección el editor y escritor Agustín Márquez
(Madrid, 1979) en su primera novela: La última vez que fue ayer, también
publicada en Candaya.
Debo confesarlo, la novela narra una historia de la
periferia tan anónima que los personajes de la pandilla del narrador quedan
caracterizados por nombres tan anónimos como Chico A, Chico B… etc, que hacen
que también el territorio donde se desarrolla la acción, ese barrio que
menciona el narrador, sea un terreno anónimo: la periferia de una gran ciudad,
que bien podría ser Madrid, o la Zaragoza de Gracia, o la banlieu de
París.
Debo confesarlo, lo mejor de la novela es el tono. Esa voz a
medio camino entre la niñez y la adolescencia del narrador que proyecta esas
imágenes tan oníricas: “las ambulancias utilizan las sirenas para ahuyentar a
la muerte” (p. 30), otorgando esa pátina de surrealismo realista que envuelve
todo el escrito, pero que es capaz de narrar historias potentes, de
presentarnos personajes matizados, de hacernos llorar y reír al mismo tiempo,
de conmovernos.
Pero también debo confesar que al principio me costó entrar
en el texto. Esa poética de la sordidez que tan diseminada estaba en los
primeros capítulos: “a veces me masturbo con un preservativo, pajas de lujo,
las llamo” (p. 24), frenaba mi lectura. Sin embargo, conforme se avanza, esa
poesía se va imbricando en la narratividad del texto: “Se enciende una luz, la
pupila del monstruo se dilata, deja entrar la luz y ya nada escapa a su mirada.
¡Estamos vigilados! ¡Estamos en el aire!” (p. 47). Y entonces los sonidos
reverberan en las páginas, como el mechero de Chico C, la protesta vecinal, o
la ironía al presentar al político. Todo eso converge en la parte del texto que
más me gusta: el capítulo 3, con su galería de personajes suburbiales y muy
matizados:
El vecino del cuarto primera del
portal de al lado, que vivió en el extranjero antes de venirse al barrio donde
vive su hermano, que es el pajarero del barrio, que vive pared con pared con el
camello, y que no solo eso, que también crían juntos canarios, que le gusta el
Valdepeñas a diario, contra las depresiones y los aniversarios, ha hecho una
tentativa de inventario de objetos y situaciones con el tamaño de la lágrima
que acaba de derramar al contar al camello, después del concurso, en el bar de
mi abuelo, cómo perdió a su prometida allá, la del síndrome de Ondine, en los
Estados Unidos” (p. 73).
Y la constatación de que el barrio está cambiando. Y así
llegamos a la década de 1990, al mágico año 92, a la entrada del neoliberalismo
en España, con sus centros comerciales (p. 99) y sus publicistas consumiendo
cocaína (p.105), y la reforma del bar del abuelo del narrador (p. 107), y los
coches caros (p. 115), y la prueba de que los pobres son tan míseros como los
ricos (p. 134). Se cierra el libro, esa crónica sentimental de la periferia
urbana española, con un último capítulo muy emotivo y un gran final, una
confesión, no sin antes constatar el dolor y la razón del proceso de trauma que
ha sufrido durante todas sus páginas el narrador (negación, negociación,
enfado, indiferencia y aceptación), aunque no confesaré las razones de ese
trauma para no incurrir en un spoiler.
domingo, 27 de octubre de 2019
Las memorias de Richard Ford - Suburbano
Las memorias de Richard Ford - Suburbano
¿Cuál es la frontera que separa lo vivido de lo imaginado o
lo supuesto? ¿Es siempre clara esa separación para el que escribe? ¿Dónde
acaban las memorias y empieza la ficción? ¿Condicionan estas preguntas los
métodos, la voz, la elección de los recuerdos? Sobre estas 3 preguntas,
fundamentales en la literatura del yo, que se desarrolló por mucho tiempo al
abrigo de la autoficción, aunque cada vez son más las opiniones que exigen más
cercanía entre la voz narradora y el autor, se erige el libro-testimonio Entre
ellos (2017) de Robert Ford (1944), dedicado a sus padres.
Ford ya era un conocido autor realista cuando se decidió a publicar
estas memorias —una de ellas, la de la madre, elaborada mucho tiempo antes,
aunque en el libro figure en la segunda mitad—. Se le consideraba uno de los
puntales del dirty realism junto a Tobias Wolff (1945) y Raymond Carver
(1938-1988). Había publicado la trilogía protagonizada por Frank Bascombe: El
periodista deportivo (1986), El Día de la Independencia (1990) y Acción
de Gracias (1996), todas ellas con una notable carga autobiográfica, su
particular contribución a la gran novela americana desde una perspectiva
autoficcional.
Y, sin embargo, en el texto que dedica a sus padres se
decanta por quedarse con los hechos y alejarse de las suposiciones, o de las
invenciones de la ficción. Delimita claramente la frontera entre la ficción y
la no ficción. Y nunca se adentra en el terreno de la imaginación para narrar la
historia de los recuerdos de sus padres. Elige las preguntas justas que le
permitan reconstruir la historia y no inventarla (p. 17). Adopta una serie de
consideraciones previas que alcanzan hasta el epílogo: “he tratado de no hacer
grandes reivindicaciones de mis padres. En todo caso, he intentado ser cauto,
de forma que mi propio acto de contar sus cosas y su influencia en mí no
distorsione quiénes eran realmente.” (p. 155) Y las lleva a la práctica: “caer
en la cuenta de que no se sabe todo es una actitud respetuosa, […] Mientras que
si uno no sabe o solo se conjetura acerca de la vida del otro, se libera esa
vida para que pueda ser más de lo que en realidad es.” (p. 28) Y eso le lleva a
lúcidas reflexiones sobre la naturaleza de la memoria: “El tiempo recordado
suele moverse y vagar.” (p. 52) Y de la vida: “es lo que sucede lo que
importa, mucho más que lo que la gente, incluido uno mismo, piense sobre lo que
sucede antes o después. Solo importa, o importa más que nada, lo que hacemos.”
(p. 122) Y a darse cuenta de las limitaciones: “Lo gozoso que podía resultarle
yo, lo gozoso que era para él tener un hijo, es algo que no puedo saber.” (p.
69) Además de la relación con los progenitores: “Los padres —por encerrados que
estemos en nuestras vidas— nos conectan íntimamente con algo que no somos, y
forjan una «ajenidad unida» y un misterio provechoso, de tal
suerte que aun estando con ellos estamos solos.” (p. 90)
Esta soledad es la clave, el punto culminante de su
escritura, lo que le permite a Ford describir las escenas que conforman una
existencia, un carácter, una personalidad y, con ellas, una forma de mirar y de
narrar tan propias: el infarto del padre, la muerte anunciada de la madre, las
alegrías y las tristezas de dos vidas narradas sin aspavientos, y con una
contención prodigiosa. Son las señas de identidad de uno de los principales
autores estadounidenses vivos en su vertiente más biográfica.
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