lunes, 20 de abril de 2009

TERCERA CULTURA (I): UN ANÁLISIS

La denominada tercera cultura surgió con fuerza a partir de la década de 1990 como una alternativa al pensamiento intelectual, auspiciada por la iniciativa del conocido agente literario, editor científico y promotor de iniciativas que ponían en contacto el arte con la ciencia, John Brockman La idea principal que defiende Brockman es que:

“La tercera cultura está formada por aquellos científicos y otros pensadores del mundo empírico quienes, a través de su trabajo y sus escritos, están ocupando el lugar de los intelectuales tradicionales en tratar de hacer visible el profundo significado de nuestras vidas, redefiniendo quiénes y qué somos.” (traducido de http://www.edge.org/3rd_culture/)

En 1995 Brockman publicaba precisamente, The Third Culture, un libro donde 23 destacados científicos especializados en las ramas más punteras de la ciencia escribían artículos de divulgación. En dicho libro Brockman volvía a insistir en una nueva intelectualidad capitalizada por científicos que relevaría a los hasta entonces intelectuales al uso (buena parte de los postulados de Brockman se pueden leer el la página web de la fundación EDGE, creada por él mismo para promocionar sus ideas http://www.edge.org/).

El libro era la respuesta de Brockman al famoso artículo «The Two Cultures and the Scientific Revolution» de C. P. Snow, físico y novelista que en 1959 ponía sobre la mesa el problema de la separación entre las ciencias y las humanidades (“intelectuales de letras” los definía Snow) en el contexto anglosajón de la guerra fría. La polémica se resumía afirmando que muchos humanistas tendrían serios problemas para explicar la segunda ley de la termodinámica, que sería equivalente a preguntarle a un científico si había leído alguna obra de Shakespeare.

La polémica que provocó la conferencia y el posterior artículo de Snow, tuvo lugar en plena Guerra fría, y la respuesta por parte de los “intelectuales de letras” a la propuesta de Snow fue de rechazo. Lo cierto es que después de la segunda guerra mundial, la perspectiva que muchas personas (no sólo los intelectuales) tenían de la ciencia era bastante negativa (a diferencia de lo que había sucedido en buena parte del siglo XIX y principios del XX). Fenómenos como las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki o el uso de aparatos tecnológicos y saberes científicos en los campos de exterminio nazis habían manchado la imagen altruista de la ciencia. Si a ello añadimos el papel de la física en la carrera armamentística, no es de extrañar que muchos de esos intelectuales se alejaran del paradigma científico. De hecho, cabe relacionar el notable descenso de estudiantes de doctorado de física atómica y nuclear a finales de la década de 1960, con la imagen negativa que la sociedad norteamericana tenía de la ciencia durante la guerra del Vietnam. Lo que demuestra que los productos de la ciencia pueden ser neutros, no así sus usos. Y que las relaciones entre ciencia y poder son algo complejo y difícil de explicar. Aunque de ahí a una separación tan extrema como la que denunciaba Snow media un abismo como demostraría posteriormente el fenómeno literario de la ciencia ficción.

En este sentido, no deja de ser curioso que la respuesta de Brockman, identificando a los nuevos intelectuales con los divulgadores científicos, haya tardado 36 años en producirse. Un tiempo cuando menos prudencial si no se tiene en cuenta que la década de 1990 coincide con la caída del bloque comunista, el final de la guerra fría y la libertad de los colectivos científicos para trabajar en campos mucho más pacíficos que los desarrollados hasta entonces. Es la década dorada de la investigación biológica (clonación, neurociencias), y el inicio de la decadencia de la física de partículas y los aceleradores, que sólo se salvan gracias al reenfoque de la física de partículas hacia la astrofísica y el notable interés que temas como la formación del universo despiertan en la opinión pública (véanse las campañas mediáticas que la NASA realiza de todos sus proyectos). Cabe afirmar que estos son mecanismos que utiliza la ciencia para obtener financiación en las sociedades democráticas, donde la divulgación cobra un papel fundamental para convencer al ciudadano de la necesidad de utilizar sus impuestos en favor de una determinada investigación. En este sentido, algunas de las obras de divulgación cumplen esta función que no tiene porque ser peyorativa ni desmerecer los resultados científicos obtenidos, sino que se trata del funcionamiento propio de una sociedad democrática. Pero con ello se desvela el desconocimiento que Brockman y sus acólitos tienen de la actividad científica o, lo que sería mucho más grave, conocen esos mecanismos pero los ocultan con una pátina de universalismo altruista.

CONTINUARÁ

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